Tribuna
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Menos circo y más pan, por favor
El gran reto es que los ciudadanos no pierdan del todo la fe en la democracia. Porque donde nos la estamos jugando, otra vez, es en la batalla entre democracia y autocracia
El gran reto es que los ciudadanos no pierdan del todo la fe en la democracia. Porque donde nos la estamos jugando, otra vez, es en la batalla entre democracia y autocracia. Y no parece que nuestros responsables políticos sean conscientes de la altura del desafío y de su responsabilidad. El fantasma que recorre hoy el mundo es el populismo, que lo hay tanto “reaccionario” como “progresista”. Y nadie está exento, ya que una de sus características es tener una elevada capacidad de contagio sobre partidos establecidos, como el republicano en Estados Unidos o los del bipartidismo español, atrincherados en las diferencias identitarias excluyentes para combatir al adversario, convertido en enemigo, y buscando culpables en lugar de buscar respuestas a aquellos problemas comunes de los ciudadanos que, precisamente, solo encuentran solución mediante acuerdos con vocación de perdurar a medio plazo.
Vivimos un momento en el que la política busca abrirse un hueco en el espacio del espectáculo mediático y de las redes sociales, crispando, haciéndose grande en el insulto, en atrincherarse en aquello que nos diferencia, separa y confronta, en discutir las características de los respectivos ombligos, en lugar de cumplir con su misión fundamental en democracia, que es reforzar y mejorar aquello que tenemos en común y que nos une como ciudadanos. Sobra crispación populista y falta fraternidad democrática. Y se echa de menos una política democrática como medio al servicio de la sociedad y no como fin privativo o partidista.
Defender la democracia de sus enemigos externos, los autócratas, y de los internos, los populismos (de izquierda y de derecha), nos afecta a todos. El último índice sobre la democracia elaborado por The Economist se sitúa en el punto más bajo de la serie. Apenas un 8% de la población mundial vivimos en sistemas democráticos plenos, y en los últimos 20 años el número de países con democracias completas ha caído de 44 a 32.
No sé si, como dice Emmanuel Todd en su último libro, que Putin se haya atrevido a desencadenar la guerra en Ucrania demuestra “la derrota de Occidente”, pero creo que estamos ante un serio retroceso de los valores democráticos que han configurado lo que llamamos Occidente, ante la debilidad mostrada por los países que lo componen a la hora, por ejemplo, de hacer cumplir las resoluciones de la ONU sobre Palestina, evitar la vergüenza del trato inhumano a los inmigrantes, vulnerando la Carta de Derechos Humanos impulsada antaño por occidente o cumplir sus propios compromisos de reducción de emisiones de CO₂, en contra de aquellos Objetivos de Desarrollo Sostenible que enarbolamos, por otra parte, con orgullo.
Y estamos en el peor momento de lo que llevamos de siglo XXI para que este retroceso de valores humanistas y democráticos ocurra. Porque vivimos el peor lustro económico de las últimas décadas o porque el mundo se encuentra en la peor crisis bélica en medio siglo, con más de treinta conflictos abiertos y dos de ellos, Ucrania y Gaza, amenazando con extenderse hasta alcanzar una dimensión más global como estamos viendo en el mar Rojo. Y, sobre todo, porque el optimismo neoliberal derrochado tras la caída del comunismo soviético ha resultado un fracaso con graves consecuencias internas (los damnificados por las incumplidas promesas neoliberales que votan, cabreados, populismo) y externas (el desafío al orden mundial occidental que están impulsando las autocracias).
Se ha puesto fin al relato optimista emanado de las democracias liberales de occidente del “todos ganamos” y se está sustituyendo, desde China, Rusia y algunos países del Sur Global, con repercusiones entre los cabreados dentro de Occidente, por la vieja visión populista de suma cero, es decir, de confrontación permanente, ya que solo se puede ganar a costa de que otro pierda. Mientras, la democracia no anula la confrontación, sino que la canaliza mediante procedimientos establecidos, de manera que resulte en juego de suma positiva donde todos pueden ganar si cooperan.
Es mal momento también porque, por primera vez en la historia, nos enfrentamos a dos desafíos que afectan a la raza humana en su conjunto: la crisis ecológica y la Inteligencia artificial. El primero, que va más allá del cambio climático, amenaza algo tan transcendental como el actual hábitat de los humanos sobre el planeta, con repercusiones negativas en vidas y riqueza. El segundo, junto a sus innegables oportunidades, cuestiona la propia definición de lo que nos hace humanos y, sin regulación adecuada, que solo puede ser y aplicarse globalmente, hace creíble las peores pesadillas distópicas.
Es urgente, pues, salir de la actual crisis de las democracias occidentales. Porque es paralizante cuando hay muchas cosas que hacer, incluso en el ámbito de la defensa y de la autonomía estratégica. Esta debe ser, ahora, la verdadera prioridad política que exige poner fin a la crispación y buscar acuerdos transversales. Combatiendo el populismo y rearmando los valores occidentales compartidos con una propuesta de más y mejor democracia. Una propuesta hecha desde lo que nos une. Que arrincone la confrontación identitaria como sistema y busque la defensa del interés común desde el debate y el acuerdo. Huyendo de aquello que en el pasado nos ha conducido al desastre (enfrentamientos de parte) y reforzando lo que ha funcionado mejorando la sociedad (pactos transversales).
El momento y su gravedad exigen una propuesta de lo que he llamado democracia radical, que solo puede imponerse desde la sociedad civil, arrastrando a partidos enrocados hoy, en agrandar lo que nos separa, arrinconando aquello que nos une. La democracia radical busca soluciones estables a los problemas, desde la canalización de las abundantes energías ciudadanas positivas, en lugar de conformarse con señalar culpables hacia los que dirigir el enfado y malestar de algunos.
El momento y su gravedad exigen una propuesta de "democracia radical", arrastrando a partidos enrocados en agrandar lo que nos separa
Una democracia radical es la que defiende el uso de la razón frente al predominio populista de los sentimientos emotivos, pero irracionales y aplica los valores herederos de la Ilustración, resumidos en cuatro principios: democracia liberal con cohesión social, respeto a los derechos humanos, cooperación de suma positiva y desarrollo sostenible/ODS.
Una democracia radical no confunde la política con el deporte, ni les exige a los ciudadanos que sean hooligans. Una democracia radical no presenta como proyecto político válido, ni el hacer de la necesidad virtud, ni el derogar el “sanchismo”. Y es aquella que sigue haciendo suyas aquellas normas básicas de conducta señaladas por Gregorio Marañón en 1946: estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo y no aceptar jamás que el fin justifica los medios. Y es ya urgente que nos dé, colectivamente, un ataque de sensatez, para salir del pozo en el que nos hemos metido y afrontar los graves problemas comunes que nos afectan a todos, hoy.
El circo es muy atractivo y genera mucho negocio impulsado por unas redes sociales gestionadas desde algoritmos destinados a romper la posibilidad de un diálogo plural. Pero, como sabemos por experiencia, la política del garrotazo mutuo puede producir cuadros soberbios en manos de Goya, pero conduce siempre al desastre social. Y el momento histórico exige luces largas; unirnos para centrarse en resolver los graves problemas reales que nos afectan a todos; a todos los humanos, sean cuales sean nuestros ombligos. Porque, desde luego, no habrá segundas oportunidades.
El gran reto es que los ciudadanos no pierdan del todo la fe en la democracia. Porque donde nos la estamos jugando, otra vez, es en la batalla entre democracia y autocracia. Y no parece que nuestros responsables políticos sean conscientes de la altura del desafío y de su responsabilidad. El fantasma que recorre hoy el mundo es el populismo, que lo hay tanto “reaccionario” como “progresista”. Y nadie está exento, ya que una de sus características es tener una elevada capacidad de contagio sobre partidos establecidos, como el republicano en Estados Unidos o los del bipartidismo español, atrincherados en las diferencias identitarias excluyentes para combatir al adversario, convertido en enemigo, y buscando culpables en lugar de buscar respuestas a aquellos problemas comunes de los ciudadanos que, precisamente, solo encuentran solución mediante acuerdos con vocación de perdurar a medio plazo.