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Recortar la libertad de expresión no es la solución a ningún problema
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Ramón González Férriz

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Recortar la libertad de expresión no es la solución a ningún problema

La libertad de expresión no solo está pensada para que gente educada discuta civilizadamente en el ágora. También lo está para que los necios puedan decir lo que quieran

Foto: Varias personas durante una concentración por la libertad de expresión en internet. (Europa Press/Ricardo Rubio)
Varias personas durante una concentración por la libertad de expresión en internet. (Europa Press/Ricardo Rubio)
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Ayer, el fiscal de sala coordinador contra los delitos de odio y discriminación, Miguel Ángel Aguilar, afirmó que debería prohibirse el uso de las redes sociales a las personas que cometan delitos de odio en ellas. El contexto es particularmente delicado. Durante los últimos días, miles de usuarios de X (antes, Twitter) acusaron sin pruebas del asesinato del niño de Mocejón, que cometió un hombre español, a menores inmigrantes. Fue un espectáculo agresivo y moralmente atroz. Pero es probable que se saquen de él las conclusiones equivocadas.

Personajes como Alvise Pérez han conseguido un cargo electo, y otros como Vito Quiles o Unai Cano, relevancia pública y una fuente de negocio, gracias a mentiras o insinuaciones de este tipo. El mes pasado, en Reino Unido, activistas semejantes, y otros anónimos, cuyos mensajes tuvieron 30 millones de impactos, incitaron disturbios tras propagar falsamente que el autor de una serie de asesinatos era musulmán y había pedido asilo en el país (el sospechoso es un británico hijo de africanos sin ningún vínculo con el islamismo). Pero afirmar que la solución a problemas muy reales consiste en reducir la libertad de expresión es un error. La libertad de expresión no solo está pensada para que gente educada discuta civilizadamente en el ágora. También lo está para que los necios puedan decir lo que quieran.

De la mentira al Código Penal

Gritar “¡fuego!” en un teatro lleno en el que no hay un incendio es un delito. Pero aún no sabemos cuál es el equivalente en las redes sociales. Más, en un momento en el que X, que hoy es propiedad de un Elon Musk convertido en activista político, ha alterado sus algoritmos de tal modo que parecen dar mayor preeminencia a mensajes radicales y abiertamente falsos que a las noticias verificadas.

Creo que debemos regular de alguna forma la verificación de los hechos en la configuración de los algoritmos. Creo que debemos hacer que las redes dejen de estar exentas de responsabilidad sobre lo que se publica en ellas. Creo que debemos permitir el anonimato público, pero obligar a las redes a disponer de la identidad real de los usuarios y a entregarla a los jueces si estos la requieren formalmente. Pero es importante que la sociedad, y singularmente la izquierda, que está dejándose llevar por la idea de que las mentiras en las redes son la mayor amenaza a la democracia y la convivencia, no lleguen a la conclusión de que esto se arregla con un deslizamiento autoritario. Aunque estas tengan una gran relevancia, no son solo las noticias falsas diseminadas en X o TikTok lo que hace que pasen cosas muy desagradables: de hecho, ya sucedían mucho antes de que estas existieran. Pero a los políticos, los periodistas y los activistas les gusta pensarlo así porque eso les exime de su propia responsabilidad.

Convivir con la mentira es desesperante. Pero me temo que debemos asumir que esa clase de discursos demagógicos son una parte inextricable de nuestra sociedad. Y que en la mayoría de casos, aunque hagamos todo lo posible por desacreditarlos, no tienen, ni deben tener, consecuencias penales, ni implicar la condena de quien las dice al ostracismo, que es más o menos lo que significa hoy en día expulsar a alguien de las redes sociales.

Los gobiernos son los mayores diseminadores de noticias falsas que existen, y el de España es un ejemplo destacado. Los políticos de la oposición mienten también constantemente; incluso partes de Vox, desesperadas por conseguir un éxito electoral que se les escapa, sienten la irrefrenable tentación de utilizar los recursos de Pérez, Quiles y sus semejantes. En ocasiones, los periodistas se equivocan; en otras, sus sesgos ideológicos son tan evidentes que sus afirmaciones se parecen a las mentiras. Todo esto es muy desagradable, aunque sea menos peligroso que la propagación del odio racial. Pero me temo que no podemos solucionarlo todo endureciendo el código penal una y otra vez. Los hombres no son ángeles, dijeron los padres fundadores de Estados Unidos. Pero quienes hacen las leyes que les gobiernan, insistieron, tampoco.

No soy un absolutista de la libertad de expresión, porque esta no es un derecho sin límites y tiene también líneas rojas

El fiscal Aguilar o el Gobierno —cuya ministra Isabel Rodríguez reiteró ayer que “se deben perseguir” las acciones que “generan odio”— pueden tener buenas intenciones. La campaña contra los inmigrantes en general, y contra los menores inmigrantes en particular, es repugnante, y sus instigadores no merecen ningún respeto. Y tal vez sea un delito, aunque como reconoció Aguilar, está por ver si es así. Sin embargo, aunque quienes quieren un endurecimiento legal contra el anonimato o en favor del veto a ciertos usuarios dirán que no se trata de recortar la libertad de expresión, sino de poner fin a las expresiones peligrosas, una cosa implica la otra.

No soy un absolutista de la libertad de expresión, porque esta no es un derecho sin límites y tiene también líneas rojas. En eso, creo, podemos estar todos de acuerdo, aunque no lo estemos en cuáles son exactamente esos límites. Ahora bien, en esa discusión, cuenten con que yo siempre defenderé la versión más amplia posible de la libertad de expresión y pediré que asumamos las consecuencias de ello. De lo que se trata es de convencer a la sociedad de que los racistas y los paranoicos se equivocan, son malvados o simples oportunistas sin escrúpulos. No de impedir que digan mentiras en X.

Ayer, el fiscal de sala coordinador contra los delitos de odio y discriminación, Miguel Ángel Aguilar, afirmó que debería prohibirse el uso de las redes sociales a las personas que cometan delitos de odio en ellas. El contexto es particularmente delicado. Durante los últimos días, miles de usuarios de X (antes, Twitter) acusaron sin pruebas del asesinato del niño de Mocejón, que cometió un hombre español, a menores inmigrantes. Fue un espectáculo agresivo y moralmente atroz. Pero es probable que se saquen de él las conclusiones equivocadas.

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