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El terrible poder de refutar y decir "no" al señor de la bolsa
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Eloy García

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El terrible poder de refutar y decir "no" al señor de la bolsa

Interesa solo captar el decurso histórico en que se enmarcaría un debate que conmovió a los contemporáneos y que tiene la máxima importancia para comprender nuestro presente, el debate sobre la corrupción

Foto: Vista del Parlamento británico durante el debate de la Cámara de los Comunes. (EFE/Facundo Arrizabalaga)
Vista del Parlamento británico durante el debate de la Cámara de los Comunes. (EFE/Facundo Arrizabalaga)

En ocasiones las palabras continúan exhibiendo largo tiempo los significados que originariamente les dieron vida y que ya no están vigentes. Son testigos petrificados de algo que ya no recogen pero que tal vez pudiera retornar si el rumbo de la historia diera un quiebro y torciera su destino. Así sucede con el primer ministro británico, cuyo cargo original era – y continúa siendo a título honorífico – “First Lord of the Treasury”, que en lenguaje expresivo debe traducirse por “el dueño de la bolsa”, del dinero que servía para comprar voluntades y especialmente al Parlamento. Y es que en el Reino Unido de Walpole se puso en marcha una gigantesca transformación política que, como consecuencia de la aparición de la sociedad de mercado, dejó sin poder al monarca (al buen rey Jorge) para transferirlo, primero al primer ministro y luego, bastante después, al Parlamento como representante de la sociedad.

Frente al siglo XVII de los reyes ingleses que querían ser reyes, el XVIII conoció primeros ministros que también buscaban serlo, y que, para ello, es decir, para hacerse independientes de la Corona - de la que todavía hoy formalmente son parte como miembros del Private Council - y para apoderarse de su poder (prerrogativa), recurrirían al tramposo procedimiento de pasar a depender de un parlamento al que previamente habían comprado. Como explican entre otros Denis Baranger, la historia parlamentaria británica es en buena medida la historia de una progresiva emancipación del Prime respecto del Monarca y de la irrupción de mecanismos de control (por ejemplo, la responsabilidad solidaria del gabinete la moción de confianza o de censura) a través de los cuales la elite que dominaba corruptamente al parlamento procuraba disputar al Prime su creciente preponderancia política, evitando que se convirtiera en hegemónico.

Pero no conviene ir más allá, interesa solo captar el decurso histórico en que se enmarcaría un debate que conmovió a los contemporáneos y que tiene la máxima importancia para comprender nuestro presente, el debate sobre la corrupción.

La corrupción era el medio del que se servía el Prime para dominar la sociedad comprando a sus dirigentes, de manera que el ascendente gobierno de la sociedad resultaba en realidad el gobierno del dueño de la bolsa. Había aparecido lo que a no mucho tardar sería el presupuesto constitucional y se gobernaba repartiendo dinero y sinecuras. No paraban barras y cualquier medio parecía bueno para comprar la aceptación, pero no necesariamente legal, ni por supuesto legítimo. Y fue así – como bien nos cuenta Pocock en Virtud y Comercio - como terminaron delimitándose las dos diferentes acepciones de la palabra corrupción, que no refería solo la venalidad punible legalmente, sino también aquella otra alteración desintegradora de las condiciones necesarias para la virtud y la libertad humana, que se expresaba en el lenguaje de la realidad y no de lo que oficialmente se señalaba.

La corrupción era el medio del que se servía el 'Prime' para dominar la sociedad comprando a sus dirigentes para ascender

De otro modo, desde entonces quedó claro que por mucho que pudieran confluir y de hecho habitualmente lo hicieran, una cosa es el delito penal y otra muy distinta aquel comportamiento político que negando la verdad oficial (y destruyéndola sin proclamarlo), afirma una realidad efectiva diferente, habla un lenguaje distinto y hasta inverso, y se presenta como algo nuevo digno de emulación colectiva.

No interesa extenderse en el primer tipo de corrupción, tan antigua como el romano Cicerón y más. Baste decir que supone violar la ley con la especificidad de que el perjudicado es el tesoro público, lo que pertenece a todos. Se trata de un delito individual que por mucho que se reitere nunca pierde su condición subjetiva y no prejuzga necesariamente la salud moral de un pueblo. En los Estados Unidos abunda la delincuencia política - un ejemplo la lista de gobernadores venales que antecedieron y sucedieron al famoso Blagojevich de Illinois - y sin embargo no impera el lenguaje de la corrupción política. Pero lo que ahora nos interesa es la otra corrupción, la moral y la política, la que se expresa en un lenguaje real que va erosionando sigilosamente los valores que soportan la convivencia colectiva y que, corroyendo nuestro entendimiento del gobierno, transmuta las conductas políticas y aniquila nuestra Constitución.

Un régimen político en el que la sociedad se impone al Estado y no a la inversa, en el que la voluntad colectiva se construye de abajo arriba

Cuando en el dieciocho el primer ministro británico repartía entre unos pocos lo que era de todos, estaba paradójicamente abriendo - sin saberlo - el camino para que una sociedad no corrupta reclamara lo que era propio y exigiera que el Estado y su aparato pasara a depender de la sociedad. Era el nacimiento del Government by society, que ha sido la encarnación de la democracia en el siglo XX, gracias a unos partidos políticos concebidos ideológicamente que expresaban y ordenaban la sociedad (en términos del art. 6 CE). Un régimen político en el que la sociedad se impone al Estado y no a la inversa, en el que la voluntad colectiva se construye de abajo arriba (de manera ascendente) y nunca de arriba abajo (descendente).

Los partidos ideológicos fueron el gran remedio contra la corrupción que inventó la sociedad moderna porque la politizaron, la hicieron autónoma y desde su autoconciencia la convirtieron en dueña de un poder que consistía en estructurar las decisiones del Estado y el gasto que ello comportaba. Y eso gracias a que fueron capaces de agrupar en torno a ideologías los intereses sociales contrapuestos, y a que objetivaron las demandas y anhelos de una sociedad que a través suyo supo lo que quería y podía ser. Este ha sido hasta hace poco nuestro modelo de gobierno (el de las democracias constitucionales) pero hoy no lo es. Y no porque haya desaparecido formalmente sino porque realmente la política ya no funciona así.

Cualquiera que vea la praxis de un partido español podrá comprobar que allí sólo manda el secretario general, el presidente...

Cualquiera que vea la praxis de un partido español podrá comprobar que allí solo manda el secretario general, el presidente, el coordinador general, según la nomenclatura al uso de cada organización. Y eso lo evidencian los gestos, la estética de las reuniones, los discursos y la forma de convocar los congresos (jerárquicamente, primero el general desde arriba y después, para que nadie se desmarque, los locales). Los afiliados no son más que la correa de transmisión del poder. Y ¡ojo quien se desmande queda fuera de la bolsa!

Es así, y si en el partido “alguien (incluido el líder) deja de hacer lo que hace por lo que constitucionalmente debiera hacer,” estará irremediablemente perdido, “correrá a la ruina en lugar de beneficiarse”. La exacta definición de corrupción política de un clásico.

Y lo mismo sucede con muchas de nuestras instituciones constitucionales que sibilinamente se han ido vaciando de su esencia hasta quedar reducidas a puras formas que responden a otras ideas muy diferentes o incluso a ninguna. Y así es con el Congreso, transformado en una suerte de cámara plana que oscila continuamente desde el aburrimiento al estruendo, pero no sirve ni de escenario preferente para los principales anuncios políticos. O con el Tribunal Constitucional, lugar indebido para una lucha de trincheras a priori siempre resuelta. O con el Consejo del Poder Judicial que más que gobernar a los jueces, reparte cargos y nombramientos. Formas sin contenido que vagan fantasmalmente en el mundo de la política y que, como tales, son susceptibles de servir para un roto y un descosido, de cumplir un fin o exactamente el contrario.

Los afiliados no son más que la correa de transmisión del poder. Y ¡ojo quien se desmande queda fuera de la bolsa!

Con todo, lo más grave es la degradación que enferma a los partidos e induce a las instituciones a hablar en su lenguaje y permite dominar la sociedad alimentándola en sus potenciales vicios. Porque su corrupción afecta al núcleo de legitimidad de la democracia. Ataca al corazón de una sociedad que pasa a ser gobernada desde un aparato de poder que la embelesa fácilmente con sus dádivas, en razón a que paulatinamente ha ido perdiendo sus valores culturales y morales a la vez que olvidaba que lo que se le regala es suyo.

Vivimos inmersos en una sociedad posmoderna en la que la individualidad disuelve cualquier resto de sociabilidad, lo cuantitativo procura devorar a lo cualitativo, la ilimitación aspira a defenestrar toda mesura, la acción dirigida a la satisfacción inmediata repugna la imprescindible reflexión y lo más grave a nuestros efectos, es que el individuo aislado e imaginariamente autosuficiente que emerge de todo esto nunca sabrá pronunciar palabras constitucionales cruciales como servicio público, deber, interés colectivo o general, que son la antítesis misma del lenguaje en que se expresan los valores a los que el hombre posmoderno rinde culto. En estas nuevas condiciones morales y en el caldo de cultivo político que ellas propician, se solazan los dueños de la bolsa para atraerse a los ciudadanos ofreciéndoles el hoy a cambio de su mañana. Un nuevo lenguaje se ha impuesto o parece estar imponiéndose, el de la corrupción.

¿Estamos ante algo irremediable? No. Primero porque se trata solo de una tendencia no consolidada. Segundo, porque existe remedio

¿Estamos ante algo irremediable? No. Primero, porque se trata solo de una tendencia no consolidada. Segundo, porque existe remedio cierto que consiste en recuperar las instituciones y centrar a los partidos en el debate de los problemas reales de la sociedad y no en torno a mantras simulativos. Ideas relacionadas con problemas concretos y efectivos y no ideologías. Tercero, porque todavía podemos tomar conciencia y negarnos públicamente a hablar el lenguaje de la corrupción, el del decalaje entre verdad oficial y realidad política.

Como recordaba líricamente Miguel Torga el gran preciosista del lenguaje de la libertad, que con José Regio representa lo mejor de la literatura en lengua portuguesa de segunda mitad del XX, aún tenemos en nuestras manos “el terrible poder de refutar”, de decir ¡no! al señor de la bolsa.

*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.

En ocasiones las palabras continúan exhibiendo largo tiempo los significados que originariamente les dieron vida y que ya no están vigentes. Son testigos petrificados de algo que ya no recogen pero que tal vez pudiera retornar si el rumbo de la historia diera un quiebro y torciera su destino. Así sucede con el primer ministro británico, cuyo cargo original era – y continúa siendo a título honorífico – “First Lord of the Treasury”, que en lenguaje expresivo debe traducirse por “el dueño de la bolsa”, del dinero que servía para comprar voluntades y especialmente al Parlamento. Y es que en el Reino Unido de Walpole se puso en marcha una gigantesca transformación política que, como consecuencia de la aparición de la sociedad de mercado, dejó sin poder al monarca (al buen rey Jorge) para transferirlo, primero al primer ministro y luego, bastante después, al Parlamento como representante de la sociedad.

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