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La lealtad como problema y otros males de la política española
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Eloy García

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La lealtad como problema y otros males de la política española

La falta de juego limpio es posible en una sociedad que no precisa tomar grandes decisiones, pero cuando aparecen los acontecimientos turbulentos nuestra política no está preparada para afrontarlos

Foto: Sánchez promete su cargo. (EFE/Ballesteros)
Sánchez promete su cargo. (EFE/Ballesteros)

El primer tomo de las Memorias de Margaret Thatcher, El Camino hacia el Poder, que se apartan de la línea precedente de los antiguos prime ministers británicos y no son una narración de parte más o menos sincera de lo que realmente aconteció en la vida política, sino un invento fantaseado (posiblemente redactado por un tercero) que relata el pasado en clave de cuento virtual, contiene, no obstante, algunas perlas que nos permiten entender las reglas de comportamiento que rigen el funcionamiento de Westminster. Es el caso de la que explica que nada más conquistar su escaño de Finchley en 1958, la futura leader tory se afanó rápidamente por encontrar a su pareja entre las filas laboristas para convenir con él un régimen de reciprocidad mutuo en aquellas sesiones parlamentarias a las que no pudiera asistir, de manera que el MP contrario también se ausentara.

Y es que en el Parlamento británico hay una convención que estipula que cuando uno de sus miembros sabe que no puede acudir a las sesiones, avisa al diputado del partido adversario con quien ha concertado previamente para que tampoco lo haga, evitando así que una circunstancia de trabajo, vinculada a su representación, altere la fotografía que salió representada en las elecciones. El propósito de la práctica es impedir que se falsee el resultado de los comicios a través de una treta parlamentaria que, descontando espuriamente un voto, pueda traducirse en aprobar parlamentariamente una voluntad que no sea la que marcaron las urnas. Una muestra más de la lealtad que preside la marcha del régimen británico y que nosotros desconocemos.

Interesa detenerse un instante a reflexionar sobre este punto, porque tiene más sustancia de lo que parece. Y es que la lealtad constitucional, que brilla por su ausencia entre nosotros, significa respetar las reglas establecidas, aunque no convengan y resulten contrarias a los propios intereses. Consiste en cumplir la ley —o la práctica sobre ella establecida— por mucho que perjudique y resulte fácil saltarla. El célebre fair play implica, justamente eso, consensuar unas reglas que, una vez acordadas, se imponen a las partes sin rechistar, entendiendo por rechistar servirse de tretas para obtener una lectura que vulnere el significado que todo el mundo da por bueno.

Es cierto que el Parlamento británico obedece a unas reglas de funcionamiento muy diferentes a las nuestras, entre otras razones, porque descansa en una estructura política (régimen político) de otra índole, pero el recurso a la comparación resulta siempre extraordinariamente útil para comprender nuestra propia realidad nacional y nuestros defectos como es el caso, porque a diferencia del parlamento británico, la deslealtad preside la vida parlamentaria española.

La lealtad constitucional, que brilla por su ausencia en España, significa respetar las reglas establecidas, aunque no convengan

En este sentido, no se trata de juzgar uno u otro caso. Ni de considerar este o aquel episodio más o menos chusco y bochornoso que habla contra quienes lo protagonizan. Lo importante es señalar la existencia de una línea de conducta en la vida parlamentaria española marcada por la regla del vale todo, que es exactamente lo contrario al principio de lealtad que debe presidir la vida parlamentaria y por añadidura informar absolutamente al régimen constitucional.

Y no se trata de un capricho, ni de una norma de gentileza o urbanidad, estamos ante una regla capital que permite que la lucha política sea todo lo dura que quiera ser cuando se confrontan proyectos contrapuestos, entendimientos difícilmente compatibles y hasta visiones del mundo radicalmente opuestas. A más duro el conflicto, mayor debe ser el respeto a las reglas que permiten que se desenvuelva sin el riesgo de que salten las costuras del Estado y estallen las instituciones. Por eso, justamente en Gran Bretaña, las reglas de comportamiento político son tan estrictas, porque tradicionalmente median en la enorme distancia que separa al proyecto político tory del laborista. Se trata —o hasta hace poco se trataba— de una democracia de oposición en la que se contraponían intensamente mercado con nacionalizaciones, sindicalismo con libre empresa e impuestos con fomento del capital.

En la vida parlamentaria española hay una línea de conducta marcada por la regla del vale todo, que es lo contrario al principio de lealtad

En España paradójicamente nada de eso sucede en la vida política, salvo la diferencia insalvable en materia territorial que últimamente —y seguramente de manera coyuntural— sitúa al partido socialista del lado soberanista. Nada diferencia profundamente a la oposición conservadora del PSOE gobernante, excepción hecha del elenco humano que compone sus respectivas militancias, que responden personal y antropológicamente a tipos enormemente distantes. La única diferencia sustancial estriba en su relación con el poder y las posibilidades clientelares que el poder confiere, más que suficientes para abrir el apetito de cualquiera.

¿Por qué, entonces, se vulnera tanto la regla del juego limpio en la vida parlamentaria y política? Posiblemente, porque se ha desconocido antes la lealtad que los elegidos deben a sus electores. Porque a nuestros representantes les importan habitualmente un bledo sus representados, salvo en el momento electoral. Las elecciones se han convertido en un mercado en el que se compite con reglas de mercadotecnia procurando obtener un voto que luego conquistado no tiene relevancia alguna. Esa deslealtad es posible en una sociedad que no precisa tomar grandes decisiones, en la que la navegación no necesita casi de gobierno porque avanza a golpe de viento en la vela. Pero ¿qué sucede si la tormenta estalla y el mar se embravece?, tal y como están indicando los turbulentos acontecimientos que se atisban en el horizonte con la emigración, el déficit fiscal, el endeudamiento público, o la falta de vivienda y la presencia del sector privado en los dominios de los servicios públicos. Todo indica que nuestra política, o mejor dicho nuestra estructura de poder —porque en España hay poca política—, no está preparada para resistir las fuertes embestidas que nos aguardan.

Todas las instituciones aparecen trufadas del mal de la deslealtad, salvo una: la Corona. Y cuando hablo de ella me refiero a su presente actual porque, aunque parezca lo contrario, el monarca es una institución que se justifica constitucionalmente en su lealtad de presente a la democracia y en eso un Rey no puede titubear nunca.

*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.

El primer tomo de las Memorias de Margaret Thatcher, El Camino hacia el Poder, que se apartan de la línea precedente de los antiguos prime ministers británicos y no son una narración de parte más o menos sincera de lo que realmente aconteció en la vida política, sino un invento fantaseado (posiblemente redactado por un tercero) que relata el pasado en clave de cuento virtual, contiene, no obstante, algunas perlas que nos permiten entender las reglas de comportamiento que rigen el funcionamiento de Westminster. Es el caso de la que explica que nada más conquistar su escaño de Finchley en 1958, la futura leader tory se afanó rápidamente por encontrar a su pareja entre las filas laboristas para convenir con él un régimen de reciprocidad mutuo en aquellas sesiones parlamentarias a las que no pudiera asistir, de manera que el MP contrario también se ausentara.

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