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Valencia, cuando la política mata
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Valencia, cuando la política mata

No es admisible que, en España, cada crisis sea nueva y, cuando se produce, entremos reiteradamente en el mundo de la improvisación, las ocurrencias y la confusión competencial

Foto: Voluntarios y vecinos trabajan para despejar una calle de Paiporta. (Reuters/Ana Beltrán)
Voluntarios y vecinos trabajan para despejar una calle de Paiporta. (Reuters/Ana Beltrán)
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Numerosos miembros del establishment que se consideran gente de orden (sea el suyo un orden progresista o conservador, eso es cada vez más adjetivo) abominan con remilgos de lo que huela a antipolítica. Yo compartí de buena fe (como tantos otros) esa creencia mística en las virtudes intrínsecas de la política; por eso cometí el error de dedicarle toda mi vida adulta. Hoy, cuando ciertos sujetos manifiestamente nocivos para el procomún propagan la especie de que todo debe resolverse mediante la política me llevo la mano a la cartera.

La política es un conjunto de ideas, prácticas, normas y convenciones que se inventó con la finalidad de resolver los problemas derivados de la vida en sociedad. En ese sentido, su naturaleza de origen es civilizatoria. También la medicina nació para prevenir y curar las enfermedades, lo que no significa que siempre sea así.

Repaso los problemas y momentos más críticos que hemos vivido en España durante la última década. Y compruebo que pueden clasificarse en dos categorías: los que la política provocó y los que la política empeoró. En el primer grupo, cosas como la insurrección secesionista en Cataluña, la corrosión de las instituciones, el quebranto del principio de legalidad o el deterioro de la convivencia, por no hablar del resurgir de los populismos y los nacionalismos. En el segundo grupo, episodios y fenómenos como la pandemia, la gran recesión, el aumento de la desigualdad, Filomena, el suicidio climático y el demográfico y, ahora mismo, la catástrofe de Valencia.

No me refiero en este artículo a la política en abstracto, sino a los políticos profesionales en concreto: los que, para desgracia del país, ejercen y malversan el poder pro domo sua. Sea para bien o para mal, la clave siempre está en el factor humano.

Foto: El rey habla con los vecinos, indignados, en Paiporta (EFE/Ana Escobar)

La política debió servir, por ejemplo, para que algo tan conocido en el Levante español como un episodio extremo de la llamada “gota fría” no se convierta en una matanza estremecedora de personas indefensas, acompañada de la destrucción masiva de hogares, edificios, cultivos, industrias y toda la obra humana existente en ese territorio. En 2024 existen medios no para evitar el fenómeno atmosférico, pero sí para paliar sus efectos mortíferos: todos ellos se han malgastado y, en algunos aspectos, han favorecido lo contrario.

El argumento pretendidamente exculpatorio de que la gota fría es un hecho recurrente en esa zona de España resulta, en realidad, inculpatorio. No nos enfrentamos a algo desconocido. No cabe alegar sorpresa, sino incuria acumulada durante décadas. Cualquier experto puede explicar que el espacio de la Albufera valenciana y sus alrededores (apenas un metro sobre el nivel del mar) es radicalmente inconveniente para edificar sobre él, precisamente por el peligro extremo de grandes inundaciones recurrentes. Sin embargo, impresiona comprobar cómo, desde 1957 hasta hoy, ese territorio ha sido víctima de un urbanismo descontrolado y suicida, especulador cuando no corrupto, imprudente de cabo a rabo. Y se ha hecho desatendiendo por completo la planificación de las infraestructuras imprescindibles para proteger la vida y los bienes en una zona altamente expuesta a accidentes de este tipo.

Foto: La DANA ocasiona las peores inundaciones en lo que va de siglo en España. (EFE/Biel Aliño)
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En las zonas de alta actividad sísmica, todo (edificios, transportes, carreteras, sistemas energéticos) se planifica y construye para contener los daños de los terremotos. Lo mismo se hace allí donde la nieve y el hielo están presentes durante la mitad del año, o en los lugares donde son habituales los ciclones. El hombre se defiende de la naturaleza con todos los medios a su alcance: esa es una de las funciones de los Gobiernos conscientes de su obligación, aunque se trate de trabajos costosos y de largo plazo que no hacen ganar elecciones. Nada de eso ha existido en España desde que tengo memoria. El apocalipsis valenciano revela, en primer lugar, el fracaso histórico de una política de infraestructuras inexistente como tal, cuando no deliberadamente temeraria.

Añadamos a eso el desastre completo de los mecanismos de gestión de crisis. Da vergüenza leer en este periódico que los ciudadanos japoneses residentes en Valencia fueron alertados por el Gobierno de Tokio de la magnitud del peligro, con instrucciones precisas, antes que los valencianos por parte del Gobierno de España y/o del de su comunidad autónoma.

Hace mucho tiempo que se creó en la presidencia del Gobierno una unidad específica de previsión y gestión de situaciones de crisis que, desde entonces, no ha hecho más que crecer en personal y en recursos. La función de ese tipo de órganos es precisamente anticipar toda clase de situaciones críticas que pueden presentarse, y hacerlo de forma pesimista, imaginando siempre los peores escenarios. Eso incluye, por supuesto, las calamidades naturales. Resulta difícil creer que, cuando se detectó la proximidad de una gota fría sobre Valencia y otros territorios próximos, los gobernantes no tuvieran inmediatamente sobre la mesa una carpeta con el protocolo completo de todas las decisiones que debían tomarse: cuándo, cómo y, sobre todo, por quién.

Foto: Dos afectadas por la DANA en Valencia se abrazan tras la catástrofe. (Europa Press/Alejandro Martínez Vélez)

No es admisible que, en España, cada crisis sea nueva y, cuando se produce, entremos reiteradamente en el mundo de la improvisación, las ocurrencias y la confusión competencial. La gestión política de la pandemia fue patética y nos deparó un puesto destacadísimo en la cuenta de las víctimas (de hecho, aún no sabemos cuántas fueron). Nevó con fuerza inusitada en Madrid y la capital de España estuvo colapsada durante casi tres semanas. Un volcán entró en erupción en La Palma y el Gobierno, tras localizar la isla en el mapa, aún no ha sido capaz de hacer llegar a sus habitantes ni la mitad de las ayudas prometidas. Los responsables de la Generalitat de Catalunya consumaron un golpe institucional anunciado durante años y el Rey y los jueces tuvieron que auxiliar a un Gobierno completamente aturdido; hoy, otro Gobierno ha puesto España en manos de los sublevados. La política exterior se reinventa cada mañana. Si algo caracteriza para mal la política española a todos los niveles son sus desastrosos procedimientos en la toma de decisiones, pese a la hiperinflación de burocracia que padecemos.

Por otra parte, cada crisis nos ofrece una muestra más del adefesio funcional en que ha devenido el Estado autonómico, que es, se reconozca o no, el principal agujero de la Constitución de 1978. Un Estado descentralizado sólo puede funcionar si, además de estar bien diseñado en el papel, se sostiene en la práctica sobre la lealtad institucional. En España no tenemos ni una cosa ni la otra. El diseño es el de un cuadro cubista y la deslealtad -en todas las direcciones- la norma. Mientras la gente moría en masa en Valencia, los Gobiernos han empleado la mayor parte del tiempo en una discusión estúpida y rapaz sobre quién era competente de qué. Los retorcimientos de Mazón por ostentar poderes que están muy por encima de la capacidad de un Gobierno autonómico y de la suya personal sólo tiene parangón con los de Sánchez por escurrir el bulto, hasta el punto de poner a sus ministros bajo el mando de los consejeros autonómicos.

Esta última crisis ha puesto de nuevo de manifiesto la ínfima calidad de una clase dirigente sometida durante dos décadas a un proceso contumaz de selección regresiva de la especie. Se reparten ministerios, presidencias autonómicas y consejerías sin otro criterio que la fidelidad servil a la jefatura orgánica o la habilidad para ganar congresos partidarios. Ni Pedro Sánchez tiene nivel para presidir el Gobierno de España ni Carlos Mazón el de la Comunidad Valenciana (y no hablemos de algunos de sus colaboradores más próximos, que parecen sacados de una tómbola). Aún peor que el procedimiento de toma de decisiones es el de selección de las élites políticas.

El verdadero cáncer que nos está matando es la furia sectaria que se ha apoderado de la política

Con todo, el verdadero cáncer que nos está matando es la furia sectaria que se ha apoderado de la política española. En estos días funestos, he escuchado a sanchistas celebrar la ocasión de retratar el fracaso de un presidente autonómico del PP y a antisanchistas lamentar que la Gran Riada haya sacado de las portadas a Begoña Gómez, Ábalos y Errejón. Todos sabemos que si el Gobierno valenciano hubiera sido un socialista de la cuerda de Sánchez, el guion de esta película habría cambiado por completo.

Sí, la política a veces resuelve cosas importantes y a veces mata, según quién la maneje. Decir esto en España es casi de Perogrullo, pero cualquier momento es bueno para recordarlo. En Valencia, ha matado. Y los responsables deberían pagar por ello.

Numerosos miembros del establishment que se consideran gente de orden (sea el suyo un orden progresista o conservador, eso es cada vez más adjetivo) abominan con remilgos de lo que huela a antipolítica. Yo compartí de buena fe (como tantos otros) esa creencia mística en las virtudes intrínsecas de la política; por eso cometí el error de dedicarle toda mi vida adulta. Hoy, cuando ciertos sujetos manifiestamente nocivos para el procomún propagan la especie de que todo debe resolverse mediante la política me llevo la mano a la cartera.

DANA
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