Por qué Sánchez no puede permitirse una Fiscalía imparcial
Viene la hora de la sustitución de García Ortiz. No es sólo que el temperamento de Sánchez lo anime, como siempre, a redoblar la apuesta. Es que, con el panorama judicial que tiene por delante, no puede permitirse una Fiscalía imparcial
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), y el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. (Europa Press/Pool/Moncloa/Archivo/Borja Puig de la Bellacasa)
En el marco de la guerra de supervivencia entre el Gobierno y el Poder Judicial, era previsible que, en algún momento, la galaxia sanchista desenfundaría el concepto “golpe de Estado judicial” para calificar una actuación de los tribunales.
En el instante en que ese lenguaje se oficializa, lo que viene siendo un forcejeo sostenido de desgaste recíproco salta de nivel y se convierte en un conflicto abierto e irrestricto, uno de esos en que una de las dos partes debe ser despojada de sus atributos para que la otra sobreviva.
Que el Gobierno denuncie un golpe de Estado por parte de los jueces es igual de grave que si una sentencia judicial al más alto nivel declarara que está en marcha un intento golpista por parte del Ejecutivo. Algo así puede señalar el punto de no retorno de la implosión del sistema constitucional. Pasar de la separación de poderes a la conflagración entre ellos equivale a colocar un artefacto explosivo sobre uno de los pilares que sostienen el Estado de derecho.
Digo que ese paso era previsible porque ha sucedido así en todos los episodios en los que se intentó instalar con vocación de perpetuidad un régimen populista. Pero admito que no lo esperaba tan pronto y tan burdamente ejecutado. Fue una ingenuidad mía: sabemos de sobra que la debilidad del sanchismo es directamente proporcional a la fiereza de sus reacciones.
Las fórmulas populistas poseen una vis expansiva de su propio poder que los empuja a difuminar las fronteras entre el ámbito del Gobierno y el del Estado. Dicho más directamente, tienden a ocupar el Estado desde el Gobierno. Esto es lo que viene ocurriendo en España desde el verano de 2018, y se ha exacerbado a medida que la coalición gobernante se debilita y siente próximo el peligro de ser desalojada del poder.
El caso español es singular porque nace de la derivación populista de una de las fuerzas políticas vertebrales del sistema constitucional, dotada de una capacidad extraordinaria de fidelizar lealtades e imponer marcos ideológicos. La mutación del PSOE de la socialdemocracia al populismo bajo la dirección autocrática de Sánchez es un fenómeno que, como sostiene José Antonio Zarzalejosen su libro más reciente (La huella de Sánchez), producirá en la política española efectos contaminantes profundos y más duraderos que la estancia en la Moncloa de su habitante actual.
De todos los procedimientos judiciales que amenazan al partido de Sánchez (y los que están por venir), este era el más fácilmente evitable. Habría bastado con que el fiscal general dejara discurrir el caso del novio de Ayuso por el cauce ordinario con el que se trata en la Fiscalía el problema tributario de un sujeto particular. El lío se inició por la torpeza de un Sánchez encolerizado ante las noticias comprometedoras para su mujer y encelado por un caso que le permitía embestir contra su rival más detestada. Fue Moncloa quien comprometió al fiscal general en esa batalla absurda -lo que no exime a este de culpa por la sumisión con la que antepuso la disciplina militante a la dignidad del cargo-.
Aun así, el mal de fondo estaba consumado. Conviene releer el informe de noviembre de 2023 en el que el Consejo General del Poder Judicial consideró no idóneo a García Ortiz para permanecer en el cargo, lo que el Gobierno ignoró olímpicamente. Toda la argumentación del CGPJ para desaconsejar el nombramiento descansó sobre la forma arbitraria y sectaria con la que García Ortiz había actuado en su primera época como fiscal general, de la que se daba un surtido de ejemplos.
Sencillamente, el CGPJ consideró que Álvaro García Ortiz había demostrado no ser un fiscal general imparcial. Por tanto, que no era fiable. Pero en Moncloa la cosa se veía al revés: ese fiscal resultaba fiable para Sánchez precisamente porque no era imparcial. Era un soldado dispuesto a darlo todo, incluso su reputación, por defender la camiseta gubernamental. Como Ábalos, como Koldo, como Cerdán, como Leire: uno de los nuestros.
Cuando recibió la orden monclovita de embestir con todo contra Ayuso usando los desarreglos fiscales del novio como pretexto, García Ortiz ya había arruinado por completo su crédito como fiscal general; y de paso, el de la institución. Bajo su mando no hubo un solo caso políticamente problemático en el que la Fiscalía no se alineara de modo beligerante en el bando gubernativo, incluso violentando el criterio de los fiscales encargados del caso.
Si eras un sanchista fiel comprometido en un caso penal, sabías de antemano que tendrías dos abogados defensores: el propio y el fiscal. Por el contrario, lo peor que podía ocurrirle a un antisanchista connotado era caer en las garras de García Ortiz. Durante toda la era sanchista ha podido predecirse la posición de la Fiscalía por la carga política del asunto y, sobre todo, por el color de la camiseta de los implicados. Esto ha sido público durante años, y se ha manifestado en su expresión más obscena en el caso del novio de Ayuso. García Ortiz se convirtió en el Negreira de la política española: el jefe de los árbitros al servicio de un equipo. Antes de que el Tribunal Supremo lo inhabilitara, ya lo había hecho él mismo ante la sociedad.
A estos efectos, habría dado igual que el Supremo lo absolviera en este caso concreto por falta de pruebas, lo que habría sido igualmente respetable en términos estrictamente judiciales. Este sujeto ha dado motivos sobrados para fundar la convicción de que no sólo divulgó con fines políticos información reservada; además, antes, durante y después practicó a manos llenas la obstrucción a la Justicia y el abuso de poder.
Tendrán que pasar años hasta que se restablezca el crédito social de una institución esencial del Estado como la Fiscalía. En este momento y durante bastante tiempo, pensar en entregarle la instrucción de los procesos es una locura. Aunque la propuesta parezca razonable en teoría, en la práctica se la han cargado entre Sánchez, Bolaños y García Ortiz.
Viene la hora de la sustitución con la propuesta de Teresa Peramato. Y esto es quizá lo peor del asunto. No es sólo que el temperamento de Sánchez lo anime, como siempre, a redoblar la apuesta. Es que, con el panorama judicial que tiene por delante, no puede permitirse una Fiscalía imparcial.
Imaginen que en el inminente juicio del hermano, en el de la esposa, incluso en los de la trama criminal presuntamente liderada por sus dos secretarios de organización u otros procesos que pueden abrirse, aparecieran fiscales dispuestos a “promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, así como velar por la independencia de los Tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social” (Constitución Española, artículo 124), dirigidos por una fiscal general que no sepa con toda claridad de quién depende; que se ponga del lado de la Justicia y no de la Moncloa. Precisamente ahora, sería un desastre.
En el marco de la guerra de supervivencia entre el Gobierno y el Poder Judicial, era previsible que, en algún momento, la galaxia sanchista desenfundaría el concepto “golpe de Estado judicial” para calificar una actuación de los tribunales.