Tribuna Internacional
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La derecha europea se ha cansado de parecer progresista
Las protestas de agricultores que en las últimas semanas se han producido en toda Europa no son exactamente lo mismo que las manifestaciones de los chalecos amarillos
Las protestas de agricultores que en las últimas semanas se han producido en toda Europa no son exactamente lo mismo que las manifestaciones de los chalecos amarillos que tuvieron lugar en Francia en 2018. Estas fueron una respuesta al impuesto a los carburantes que impulsó Emmanuel Macron, que, sentían, dañaba a los habitantes de zonas rurales y suburbanas que dependían de sus vehículos para vivir y trabajar. Pero tienen un aire de familia.
Los protagonistas de las marchas actuales creen que a los viejos problemas del sector agrícola y alimentario se les están sumando ahora regulaciones medioambientales y políticas de libre comercio que les perjudican. Tienen parte de razón, aunque sus legítimas reivindicaciones están mezcladas con intereses corporativos e ideologías proteccionistas. La primera reacción de la Comisión Europea, como la de Macron al cancelar el impuesto y reconocer en público su error para no dar más argumentos a la derecha radical de Le Pen, ha consistido en recular. Ursula von der Leyen anunció que derogaba una importante medida del Pacto Verde Europeo que reducía el uso de pesticidas químicos. Tras nuevas conversaciones con el sector, seguramente se producirán más concesiones. Algunas de ellas son justas: nadie sabe todavía cuál es el ritmo idóneo al que deben implantarse las medidas contra el cambio climático sin destruir miles de puestos de trabajo, producir inflación o generar en mucha gente una devastadora sensación de desarraigo. Pero también se deben a un contexto político que no se circunscribe a las próximas elecciones europeas de junio. Tiene que ver, como en 2018, con el auge de la derecha autoritaria y con los grandes alineamientos políticos europeos a largo plazo.
La gran coalición europea
Los países miembros de la Unión Europea cuentan con gobiernos nacionales muy distintos, que van desde la coalición de izquierdas de España hasta la derecha reaccionaria de Hungría. Pero la UE la gobierna, en esencia, una coalición centrista ligeramente escorada hacia el conservadurismo. Von der Leyen es una democristiana alemana; Josep Borrell, el jefe de las relaciones exteriores, un socialista español; la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, fue ministra de un Gobierno francés de centroderecha, y la presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola, es del Partido Popular maltés. En el Parlamento, socialdemócratas, populares, liberales y verdes pactan la mayor parte de la legislación y dejan casi siempre al margen de ella a los grupos de izquierda radical y derecha dura. En los últimos tiempos, esa coalición ideológica ha obtenido logros importantes. Lo fueron los planes contra la pandemia, lo fue el consenso que permitió una respuesta europea a la invasión de Ucrania, lo ha sido el plan de progresiva independencia de la energía procedente de Rusia, lo es en parte la elaboración de una estrategia —insuficiente y potencialmente fallida, pero de orientación correcta— que permita a Europa modular su dependencia de Estados Unidos y China.
Sin embargo, en términos de identidad política, ha tenido un efecto terrible para la derecha moderada. Esta, pese a tener el liderazgo en todo ese entramado regulatorio y político, ha parecido comprar por completo el pack ideológico progresista. Lo pacta todo con los socialdemócratas, impulsa agendas verdes, aumenta el gasto público y el endeudamiento, asume la defensa del pluralismo en cuestiones sexuales y de género. Incluso quienes nos felicitamos por todo ello entendemos que en los últimos meses esa derecha haya sentido una creciente incomodidad. ¿En qué nos diferenciamos ahora mismo del centroizquierda?, piensan muchos líderes del PP europeo. ¿Qué podemos argumentar para que los votantes de derechas más rocosos no se vayan a partidos mucho más radicales?
En Bruselas, se habla de la posibilidad de que, tras las elecciones de junio, el centroderecha europeo abandone esta coalición centrista e intente conformar una nueva mayoría con los grupos de derecha radical. No es seguro que esos grupos alcancen la mayoría del Parlamento y, aunque lo hicieran, creo que el Partido Popular no apostará por ese cambio. Pero, mientras tanto, ¿qué hacer? La respuesta está clara y los agricultores en la calle la han hecho casi obligatoria: diferenciarse de manera drástica de las regulaciones de inspiración progresista y, singularmente, del Pacto Verde y la aplicación de políticas medioambientales que hacen que el campo —el de los pequeños agricultores y el de las grandes explotaciones— se sienta agraviado.
No es radicalismo
El centroderecha europeo ha llegado a consensos con el progresismo y el centro porque ha querido. Y ha sido una buena noticia. Pero hoy cree que no solo perjudican sus expectativas electorales, sino que ponen en cuestión su cometido en Europa. Aunque ahora dé un giro hacia sus raíces ideológicas, no se convertirá en una fuerza radical ni negacionista: simplemente quiere hacer valer su conservadurismo y defender que los cambios medioambientales son necesarios, pero requieren más tiempo y deben estar pactados con los grandes intereses económicos del sector agrícola.
La izquierda se pondrá nerviosa. Es parte del plan. Y algo está claro: aunque después de las elecciones se repita el reparto de poder entre los centristas y las grandes fuerzas sistémicas sigan pactando las leyes principales, se ha acabado el consenso en cuestiones vinculadas al cambio climático y la energía. Este, junto a la inmigración, será uno de los grandes campos de batalla de la política europea. Von der Leyen en Europa y Feijóo en España así lo han indicado ya. Tiene algo de electoralismo. Pero también responde a una pregunta seria que incluso los partidarios de los grandes pactos centristas podemos entender: ¿para qué sirve el centroderecha europeo si casi siempre acaba pareciendo progresista?
Las protestas de agricultores que en las últimas semanas se han producido en toda Europa no son exactamente lo mismo que las manifestaciones de los chalecos amarillos que tuvieron lugar en Francia en 2018. Estas fueron una respuesta al impuesto a los carburantes que impulsó Emmanuel Macron, que, sentían, dañaba a los habitantes de zonas rurales y suburbanas que dependían de sus vehículos para vivir y trabajar. Pero tienen un aire de familia.
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