Íncipit
Por
De por qué me siento mayor
Me sentí mayor hace unos meses cuando, con retraso, me tiré en el suelo a ver la secuela de esa serie que devoré en su momento y que ahora ya no me hace tanta gracia, 'Sex and the city'
“Tenía que llegar y lo sabías / pero ha llegado demasiado pronto”, escribió Antonio Gala en su particular Hora del adiós, un poema breve y bello con el que Clara Montes se hizo una canción a la medida de su garganta que, cuando me dejó mi primer novio, me la ponía en bucle para acompañarme rencoroso en la pena. Que aún recuerde aquel episodio es normal porque las rupturas o son traumáticas o no son; qué se lo esté contando a ustedes es uno de esos síntomas de qué me empiezo a sentir mayor. Hasta no hace tanto escribía, siempre, con música clásica de fondo; mis favoritos, Satie y Bach. No muy alta. A modo de basso continuo. Para todo lo demás, combinaba cualquier cosa que me divirtiera y fuera susceptible de ser bailada -ya les dije un día que es muy posible encontrarme frente a un lineal de supermercado o en el Prado mirando un óleo y moviendo más que un poco los pies-. Desde hace unos meses, no me pregunten desde cuándo, lo que tengo puesto todo el tiempo son conciertos de piano, cuartetos de cuerda o a Wagner como sombras fijas en mis orejas. Podría ser que han mejorado mis gustos o que se han sofisticado, me encantaría asumir ese trayecto humanista como respuesta natural a no sé cuántas cosas elevadas más; pero no es así, no. Lo mío, de momento, responde, insisto, a la edad. Y no camina en solitario. Cuando me pongo moderno tiro de música pop y me calzo lo mejor de Mecano que es lo que ponían mis hermanas mayores en el tocadiscos de casa -sí, en el tocadiscos, aparato que lo que viene a refrendar es mi tesis sobre la edad-. Tiempos pretéritos.
Esto de Mecano, lo reconozco, tiene que ver tanto con el hecho de que a mi hermana Áurea le colgaran del cuello una guirnalda de flores de papel maché que le ayudó a confeccionar mi madre para cantar Hawaii-Bombay durante el festival de fin de curso de octavo -y me estoy refiriendo a EGB, sí-, como a que mi mentor en lo que a Federico García Lorca se refiere acabe de publicar un libro sobre ellos. Emilio Peral Vega es un catedrático que sabe y enseña sobre teatro y muchas cosas más, que desde el fondo de una de esas aulas en cuesta de la universidad Complutense, instruye de la belleza de las palabras y de su amor a Federico -que se parece al mío-. A él, lo descubrí siendo alumno y ahora, de su mano, a quiénes redescubro es a Ana, José María y Nacho y su
Me sentí mayor hace unos meses cuando, con retraso, me tiré en el suelo de casa a ver la secuela de esa serie que devoré en su momento y que ahora ya no me hace tanta gracia, Sex and the city. Saber que Mr. Big se moría y que Carrie Bradshaw dedicaba poco más de un episodio al duelo me distanció para siempre de un personaje que ahora, con ojos vetustos, compruebo que representa todo lo que, estoy seguro, no define a las mujeres, o desde luego no sólo -pasar seis temporadas intentando estar completa por medio de la conquista de un hombre, dedicar más tiempo a lo de fuera que a eso que importa más y casi siempre va por dentro-. No es posible que llegue la muerte, la verdadera “hora del adiós”, y que nadie nos llore ni nos recuerde más allá de lo que dura eso, un episodio; seas o no Chris Noth -y esto sólo es posible que me esté preocupando como respuesta inmediata al amontonamiento de años-. Que yo quiero que me entierren en El Paular lo saben mis sobrinos y el padre Joaquín que es el prior del monasterio. Que yo esté pensando en esto, eso: un desliz macabro que corre parejo a la edad -el biógrafo de la Carrà dice que ella tenía elegido hasta el ataúd-. Me siento mayor cuando invito a mis sobrinos a dormir y no entiendo lo que dicen ni conozco a quiénes siguen, cuando constato que son ellos los que dicen sentirse mayores. Victoria y Carmen que son sólo adolescentes se sienten mujeres y se visten de mujeres; María ya hace tiempo que lo es. Alejandro ha terminado su carrera y a David, que aún es pequeño, me gusta abrazarle fuerte como si aún lo fuera más, para no perder el tiempo. Y yo, al tiempo, disfrazado de “señor” -que me dicen en las colas del mercado- que no hace más que darles consejos aunque no me los hayan pedido.
Eso sí, moderno me sigo sintiendo cuando me asomo al mundo del arte. Y me planto en Albarrán-Bourdais para ver la exposición de Fernando Sánchez Castillo y conecto con su trabajo porque de lo que habla es de historia -y porque es un artista gigante-; y de Milo Rau me quedo con eso que tiene de clásico; y lo mismo de Anne Teresa de Keersmaeker, a la que no puedo dejar de ver. Y me preguntan por las diez pinturas que salvaría de una hoguera de las vanidades y ninguna tiene menos de cien años -ni de doscientos-. Y compruebo que no soy tan moderno, o sí pero no contemporáneo -ya saben que según los manuales, la edad moderna es la que va “del descubrimiento de América a la Revolución francesa”- y sigo con mi libro -que ahora mismo es
“Tenía que llegar y lo sabías / pero ha llegado demasiado pronto”, escribió Antonio Gala en su particular Hora del adiós, un poema breve y bello con el que Clara Montes se hizo una canción a la medida de su garganta que, cuando me dejó mi primer novio, me la ponía en bucle para acompañarme rencoroso en la pena. Que aún recuerde aquel episodio es normal porque las rupturas o son traumáticas o no son; qué se lo esté contando a ustedes es uno de esos síntomas de qué me empiezo a sentir mayor. Hasta no hace tanto escribía, siempre, con música clásica de fondo; mis favoritos, Satie y Bach. No muy alta. A modo de basso continuo. Para todo lo demás, combinaba cualquier cosa que me divirtiera y fuera susceptible de ser bailada -ya les dije un día que es muy posible encontrarme frente a un lineal de supermercado o en el Prado mirando un óleo y moviendo más que un poco los pies-. Desde hace unos meses, no me pregunten desde cuándo, lo que tengo puesto todo el tiempo son conciertos de piano, cuartetos de cuerda o a Wagner como sombras fijas en mis orejas. Podría ser que han mejorado mis gustos o que se han sofisticado, me encantaría asumir ese trayecto humanista como respuesta natural a no sé cuántas cosas elevadas más; pero no es así, no. Lo mío, de momento, responde, insisto, a la edad. Y no camina en solitario. Cuando me pongo moderno tiro de música pop y me calzo lo mejor de Mecano que es lo que ponían mis hermanas mayores en el tocadiscos de casa -sí, en el tocadiscos, aparato que lo que viene a refrendar es mi tesis sobre la edad-. Tiempos pretéritos.