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Javier Gomá mira a la cara a Durero
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Peio H. Riaño

Un Prado al día

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Peio H. Riaño

Javier Gomá mira a la cara a Durero

El filósofo ve en el autorretrato del pintor alemán una declaración de principios: "Se presenta a sí mismo con unos atributos muy alejados del humilde artesano que representaba"

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Hace cinco años el filósofo y director de la Fundación Juan March, Javier Gomá (Bilbao, 1965), inoculó en la sociedad (lectora y crítica) el veneno de la “ejemplaridad”. No es que haya llamado a la revolución –eso no va con él-, pero sí que ha sabido recoger el malestar y explicar que escandalizarse es una buena señal. Que la intolerancia contra la corrupción está más viva que nunca. En la vida y en la obra de Alberto Durero (1471-1528) encuentra la dignidad de la que habla en la Tetralogía de la ejemplaridad (Taurus). Sobre el autorretrato del pintor renacentista alemán escribe:

“El padre de Durero fue un orfebre formado con los grandes maestros de los Países Bajos. Alberto aprendió el oficio en el taller de su padre y con quince años fue admitido de aprendiz por el mejor pintor de Nuremberg, Michael Wolgemut. En 1493, siendo Durero de 23 años, las familias concertaron su matrimonio con Agnes Frey. No tuvieron hijos y según parece el matrimonio no fue feliz. Ella deseaba que su marido se comportara conforme a lo que se esperaba de un artesano convencional. Porque, en efecto, en Alemania, a fines del siglo XIV, un pintor era alguien que se ganaba el pan con las manos, un menestral más entre otros. Pero Durero abrigaba otras expectativas en la vida”.

Es la figura de un hombre confiado, dueño de un estilo propio, humanista acabado, perfecto hombre de mundo y con la mirada orgullosa

“Poco después de casarse, en otoño de 1494, emprendió su primer viaje a Italia, donde había renacido la Antigüedad clásica. En el siglo XV el lugar de peregrinación de los pintores germanos aún eran Brujas y Gante. El arte del Quattrocento italiano no había ejercido apenas influencia en el Norte de Europa. “De este primer viaje de Durero a Italia, a pesar de su brevedad, se podría decir que arranca el Renacimiento de los países del Norte”, escribe Erwin Panofsky en su conocida monografía dedicada al pintor. Durero acusa el contraste entre la dignidad que el artista ya ha adquirido en Italia y la pobre consideración que de los de su oficio se tenía en su patria. Se lo confía por carta a su amigo Pirckheimer: “¡Cuánto voy a echar de menos el sol en ese frío! Aquí soy un señor; en casa, un parásito”.

“Cuando vuelve a Nuremberg es otro hombre. “El cuadro del Prado fue pintado sin ningún propósito ulterior y por lo tanto es tal vez el primer autorretrato independiente de la historia”, sigue Panofsky. El autorretrato de 1498 contiene una declaración de principios: se presenta a sí mismo con unos atributos muy alejados del humilde artesano que representaba, por ejemplo, su padre. Se lee en la inscripción del alfeizar de la ventana: “Lo pinté según mi figura”. Es la figura de un hombre confiado, dueño de un estilo propio, humanista acabado, perfecto hombre de mundo y con la mirada orgullosa de alguien seguro de poseer un don divino”.

“A su muerte en 1528, Pirckheimer mandó gravar el epitafio en su tumba: “Cuanto de mortal hubo en Alberto Durero queda cubierto por este sepulcro”. Así daba a entender que con su arte su amigo se había ganado un nombre inmortal”.

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Hace cinco años el filósofo y director de la Fundación Juan March, Javier Gomá (Bilbao, 1965), inoculó en la sociedad (lectora y crítica) el veneno de la “ejemplaridad”. No es que haya llamado a la revolución –eso no va con él-, pero sí que ha sabido recoger el malestar y explicar que escandalizarse es una buena señal. Que la intolerancia contra la corrupción está más viva que nunca. En la vida y en la obra de Alberto Durero (1471-1528) encuentra la dignidad de la que habla en la Tetralogía de la ejemplaridad (Taurus). Sobre el autorretrato del pintor renacentista alemán escribe:

Pintura Museo del Prado
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