Los lirios de Astarté
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Bajo el cielo de Adriano
La exposición 'Itálica. Ciudad ceremonial' muestra un lugar que se nos revela como el único ejemplo existente de urbe ceremonial que conserva “prácticamente de forma íntegra” la mayoría de sus elementos constitutivos
Como el cisco de picón encendido, las nubes cubren el anfiteatro de Itálica con una sinfonía de malvas iridiscentes que producen un efecto hipnótico en el atardecer de la fotografía de Daniel González Acuña, magnífico fotógrafo, nuevo director del Conjunto Arqueológico de Itálica y compañero en la facultad que nos vio recorrer sus pasillos hace treinta años. Su foto ilustra el fondo de pantalla de mi ordenador, me relaja pasear la mirada por el perfil irregular del recinto, me traslada a la arena, me ronda el viento frío de la tarde, bisbisea por la fossa bestiaria y creo ver fugazmente el paludamentum prendido con una gran fíbula en el hombro izquierdo del emperador Adriano.
Hace un par de semanas se ha inaugurado la exposición Itálica. Ciudad ceremonial, una muestra en la que la ciudad se nos revela como el único ejemplo existente de ciudad ceremonial que conserva “prácticamente de forma íntegra” la mayoría de sus elementos constitutivos y se manifiesta su grandeza tras la renovación urbanística a la que es sometida por Adriano en el siglo II d. C.
Adriano, emperador y calle de mis desvelos para aparcar en el arenal sevillano, había quedado huérfano a los diez años y su tío, Trajano, se convierte en su tutor. Desde la sofisticada Roma de los Antoninos, Trajano envía a su sobrino quinceañero a Itálica, donde nace su afición por la caza, actividad que practicaría por todos los confines de un Imperio que no se cansó de recorrer. Literatura, matemáticas, oratoria, astrología, dibujo, música o pintura, son algunas de las materias académicas que cultivó el que estaba destinado a suceder al gran Trajano, el primer emperador de origen hispánico.
Cuando Adriano se convierte en emperador, ya llevaba gran parte de la tierra del Imperio pegada a la suela de sus campagus, el calzado de las legiones romanas. El emperador viajero que, allá por el año 122, llegó hasta Hispania y, de camino hacia Gades, la ciudad de su madre, hizo una paradita para convertir a Itálica en una de las ciudades más espectaculares del Imperio.
Como afirma el catedrático Juan Manuel Cortés Copete, “la Itálica de Adriano fue diseñada desde el poder imperial y financiada desde el tesoro del emperador”. Un proyecto que pretendía exaltar la figura del emperador como sustento del Estado con una ciudad ceremonial creada para este fin. Esta relectura de la Itálica de Adriano debe sumar, y mucho, en el expediente de candidatura a Patrimonio de la Humanidad.
En esta pequeña y lejana ciudad de provincias del Imperio ordenó Adriano levantar el primer anfiteatro construido fuera de Roma, con unas dimensiones desproporcionadas para la población que había de ocuparlo.
Poder y eternidad a través del espectáculo para el pueblo.
Pasear por Itálica es saberse en uno de esos lugares que encierran un mensaje para ser leído por quienes atraviesan las puertas de las murallas y pisan sus calles porticadas.
La magnificencia de sus casas con los bellísimos mosaicos que aún conservan, hablan de la importancia de las familias que habitaron estas residencias palaciegas, más que domésticas. En la Casa del Planetario, Saturno me recuerda que rige el sábado en el mosaico que representa a las divinidades astrales y que se corresponden con los siete días de la semana.
Tomando como referencia el ideal de educación griego, financió Adriano gimnasios en muchas ciudades del Imperio. No eran éstos gimnasios de lycras apretadas y música electrónica, sino lugares donde, además del entrenamiento físico en la palestra, se destinaba un espacio para la formación intelectual de los jóvenes. Para completar su función, albergaba unas termas y las de Itálica, de nuevo, con unas proporciones descomunales para lo reducido de su población. Un complejo de culto al cuerpo y a la mente, y lugar de reunión de la población. Desde mi guarida de loba solitaria en la era de las relaciones digitales, envidio el culto a las relaciones sociales de los clásicos y me reafirmo en la idea de que nací en el tiempo equivocado. También envidio al escultor que está detrás del extraordinario Hermes itálico, perfección en las hechuras divinas en mármol de Paros, que llevaba en su brazo izquierdo un Dionisio niño y pudo adornar el monumental gimnasio.
Para que a la ciudad de sus mayores no le faltara de nada, Adriano llevó agua. Agua para las termas, agua para las grandes mansiones y agua para sus fuentes. Hizo construir un acueducto de 36 kilómetros de largo y una cisterna lo suficientemente grande para cubrir las necesidades de la población. Además del uso funcional, Adriano buscaba el sentido estético del agua y para materializarlo ordenaba construir bellísimas fuentes en las ciudades imperiales, los llamados Ninfeos. Quizá la espléndida y voluptuosa desnudez de la Venus Itálica adornara el Ninfeo de la ciudad adrianea.
Una ciudad a la mayor gloria del emperador que la concibió y la consintió como a la niña de sus ojos.
Vuelvo allí.
El cielo es una promesa húmeda y fresca y le rezo a los dioses por una lluvia catártica sobre las piedras de Elia Augusta Itálica.
Como el cisco de picón encendido, las nubes cubren el anfiteatro de Itálica con una sinfonía de malvas iridiscentes que producen un efecto hipnótico en el atardecer de la fotografía de Daniel González Acuña, magnífico fotógrafo, nuevo director del Conjunto Arqueológico de Itálica y compañero en la facultad que nos vio recorrer sus pasillos hace treinta años. Su foto ilustra el fondo de pantalla de mi ordenador, me relaja pasear la mirada por el perfil irregular del recinto, me traslada a la arena, me ronda el viento frío de la tarde, bisbisea por la fossa bestiaria y creo ver fugazmente el paludamentum prendido con una gran fíbula en el hombro izquierdo del emperador Adriano.
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