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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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De roturas y refugios

Ya les escribí hace bastante tiempo un alegato para defender la alegría como una trinchera, pero a veces cuesta mantener el equilibrio sin rompernos un poco con el mundo

Foto: Llanto sobre Cristo Muerto. (Pedro Millán)
Llanto sobre Cristo Muerto. (Pedro Millán)

Hay semanas en las que parece que el mundo se rompe o, al menos, sus costuras parecen a punto de estallar. Hace mucho tiempo que perdí el hábito de sentarme, coger el mando de la televisión y encenderla. He desterrado ese acto mecánico del ritual de llegar a casa, soltar las llaves, la tarjeta del coche y la bolsa del súper en la cocina. Pero la decisión voluntaria de romper unilateralmente mi relación contractual con la televisión, no me hace estar ajena al fuego cruzado que hay fuera de nuestros búnkeres domésticos.

Muerte, llanto, destrucción.

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Ya les escribí hace bastante tiempo un alegato para defender la alegría como una trinchera, el reto que nos proponía Benedetti en su hermosísimo poema. Voluntad tenemos para no dejarnos arrastrar por estos nubarrones que, para colmo, no traen agua. Pero, a veces, cuesta mantener el equilibrio sin rompernos un poco con el mundo.

En los casos de rotura, siempre recomiendo buscar un refugio, un lugar donde encontrar reposo, calma y silencio. Tenemos ustedes y yo en este rincón un lugar en el que les propongo siempre un camino hacia el conocimiento del extraordinario patrimonio artístico que tiene nuestra tierra. Pero es más que un camino, es esa trinchera de Benedetti para defender la alegría y también un refugio cuando el mundo se está rompiendo fuera. O cuando somos nosotros los que nos rompemos.

placeholder San Jerónimo Penitente.
San Jerónimo Penitente.

Hace unos días le saltaron a una las costuras del corazón y busqué refugio entre los muros conventuales del Convento Casa Grande de la Merced Descalza en Sevilla, hoy convertido en el Museo de Bellas Artes.

El Arte es terapéutico para el alma, no sustitutivo de ningún medicamento de laboratorio, pero calma, acuna y alivia.

Aquella tarde de miércoles se había puesto un vestido feo, gris y arrugado. La estatua de Murillo de la plaza del Museo miraba de reojo asintiendo mi crítica. El viento que empezaba a soplar encontró una rendija por la que colarse en mi epidermis y tuve frío, mucho, a pesar de que los termómetros dictaban lo contrario.

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Me quedaba más cerca la portada barroca del convento mercedario que una tienda de forros polares, así que me decanté por el Arte como abrigo para aquel frío invasor. Y encontré el calor que buscaba.

Los pasos me llevaron a compartir el llanto de las Santas Mujeres sobre Cristo Muerto en el grupo escultórico de Pedro Millán, muy posiblemente el primer artista sevillano en firmar sus obras y discípulo aventajado de Lorenzo Mercadante de Bretaña, el francés que puso la primera piedra de la muy incipiente escuela sevillana de escultura. Este entierro de Cristo pone a prueba tu entereza, a María le vence el dolor infinito, aparece vulnerable, humana, débil. Qué dolorosamente actual me parece esta madre que sufre la pérdida de un hijo…

placeholder Virgen con el Niño de Roque Balduque.
Virgen con el Niño de Roque Balduque.

Con el corazón encogido, busco alivio en lo que me parece un atisbo de sonrisa de la Virgen con el Niño de Roque Balduque. Es una virgen-abridera, tiene un receptáculo en su pecho para albergar a Cristo sacramentado. Estoy por dejarle este corazón descosido bajo llave y recogerlo tras su reparación. Roque Balduque es el embajador de la elegancia escultórica de mediados del siglo XVI. El exquisito tratamiento de las telas, la leve flexión de la pierna para huir de la frontalidad de épocas pasadas y sus inconfundibles ojos almendrados, son una oda a la belleza.

La línea horizontal que, invisible, conecta a la dulcísima Virgen María de Balduque con el descarnado San Jerónimo de Torrigiano, está salpicada de nombres como el fundamental Alejo Fernández y su bellísima Anunciación de reminiscencias flamencas e italianas, el representante del Renacimiento alemán Lucas Cranach y su simbólico Calvario o, amado mío, El Greco y el retrato de su Jorge Manuel, su niño ya hombre, vivaz, sobrio y elegante.

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El cabo del hilo que llegaba al San Jerónimo de Torrigiano me ata los pies al suelo de la sala. ¿Es barro cocido o es la piel seca de ese cuerpo enjuto que se quiebra y encuentra el equilibrio en la fe? Hace tiempo que dejé de contar las veces que le he dado las gracias a este florentino de poca correa y talento arrebatador que es Pietro.

Tras la contemplación de una de las grandes obras maestras del museo, las formas manieristas de Luis de Vargas fueron como una pequeña evasión del dolor. Me es familiar la mujer que me mira desde La Purificación y me invita a participar en la ceremonia. El colorido intenso, la composición, las formas monumentales, delatan la formación italiana de Luis y su influencia de Rafael o Miguel Ángel.

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Y, tras sentir la quemazón de las llamas del purgatorio de Alonso Cano, busqué el amparo del Claustro Mayor y me dejé abrazar por la galería de arcos de diseño italiano que trazó Juan de Oviedo para los monjes mercedarios.

Cerré los ojos, el viento que rondaba las dobles columnas había dejado de ser menos frío y sentí que, en aquella tarde gris y arrugada, había encontrado un refugio donde empezar a recomponer la rotura.

Fuera todo parece hostil, duele el dolor ajeno, pero hay que buscar resquicios para seguir defendiendo la alegría.

Hay semanas en las que parece que el mundo se rompe o, al menos, sus costuras parecen a punto de estallar. Hace mucho tiempo que perdí el hábito de sentarme, coger el mando de la televisión y encenderla. He desterrado ese acto mecánico del ritual de llegar a casa, soltar las llaves, la tarjeta del coche y la bolsa del súper en la cocina. Pero la decisión voluntaria de romper unilateralmente mi relación contractual con la televisión, no me hace estar ajena al fuego cruzado que hay fuera de nuestros búnkeres domésticos.

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