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La muerte tenía un precio
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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La muerte tenía un precio

Sobrevivir a la muerte, ganarse la eternidad tras la muerte, pervivir en la memoria de los demás después de la muerte, es un anhelo del hombre desde tiempos remotos

Foto: Sepulcro de los Reyes Católicos y de su hija Juana (Wikipedia)
Sepulcro de los Reyes Católicos y de su hija Juana (Wikipedia)
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Asomada al mirador de la Colegiata de Osuna, balcón privilegiado desde el que contemplo el horizonte infinito de la campiña sevillana y el límite de las cadenas montañosas subbéticas, se me viene a la cabeza el título del film de Sergio Leone e imagino a mi lado a Clint Eastwood: poncho, sombrero, cigarrillo entre los dientes y los ojos entornados con la mirada perdida en el bellísimo casco histórico ursaonés que se muestra a nuestros pies. Aún quedan algunas horas para que el sol bañe con sus últimos rayos la puerta bautizada tradicionalmente con su nombre por estar orientada hacia poniente.

Sobrevivir a la muerte, ganarse la eternidad tras la muerte, pervivir en la memoria de los demás después de la muerte, es un anhelo del hombre desde tiempos remotos. Con distintas motivaciones, recursos y simbolismos, las diferentes civilizaciones han construido un patrimonio funerario que, desde el túmulo con raíces más ancestrales hasta el mausoleo más suntuoso, estrafalario o kitsch, nos habla del hilo que une indisolublemente la vida con el descanso eterno.

¿Qué precio tiene sobrevivir al olvido de la muerte? Me pregunto bajo las espectaculares bóvedas de casetones de yeso policromado de la Capilla del Santo Sepulcro, un panteón funerario que es uno de los conjuntos más extraordinarios del Renacimiento andaluz. Pero detrás de toda obra que busca perpetuar un legado, hay un nombre y, en este caso, es el de Juan Téllez Girón, conde de Ureña, quien primero ordenó levantar la imponente mole de la Colegiata en 1531, inconfundible en el skyline de Osuna junto a la Universidad y sus dos torres principales como puntas afiladas de lápices colegiales.

Presidiendo la imponente capilla, el bellísimo relieve del ‘Entierro de Cristo’ atribuido a Roque Balduque (h. 1550), en el que destacan la riqueza de los estofados de los ropajes, el dolor contenido y sereno de los protagonistas y la elegante composición de la escena. Por el resto de la capilla se reparten obras de Hernando de Esturmio, Gerard Wytwel o Luis de Morales. Y, entre tanta belleza como antesala de la muerte, la cripta donde descansan los restos de los condes de Ureña y los duques de Osuna.

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Bastaría lo hermoso de este panteón funerario como excusa para una visita periódica a Osuna, pero, además, guarda la Colegiata entre sus muros, la magnífica colección de obras que realizó José de Ribera para Pedro Téllez Girón, III duque de Osuna, y a la sazón, Virrey de Nápoles.

Vuelvo al mirador y pienso que la belleza arrebatadora del arte es un precio justo a pagar para sobrevivir al olvido tras la muerte. Una muerte que, esculpida en frío mármol, se empeña en perpetuar historias de amores imposibles, amores perros, amores tóxicos.

“Privados de vida, supervivientes de la fama, cubre este sepulcro a Felipe Rey de las Españas, el primer tanto en el nombre como en la dinastía austríaca, a quien la muerte, armada con su guadaña, al haberlo encontrado maduro en sus virtudes, segó joven por creerlo un anciano (murió el año del Señor de 1506 a los 75 años de edad), y a Juana, su esposa, a la que todas las reales estirpes de Castilla, León y Aragón dieron esplendor (murió el año 1555 a los 75 años de edad). ¿Para qué más? De la unión de ambos brilló para el mundo el Serenísimo Emperador Carlos V, el cual erigió a sus padres este monumento”.

Dejando a un lado lo políticamente correcto, y engañoso, del epitafio mandado redactar por el emperador, el monumental catafalco funerario concentra en torno a sí un rico programa iconográfico a la mayor gloria de la dinastía y de la estirpe del llamado a comandar los designios de la monarquía más poderosa de Europa. Son tres los artistas que intervienen en la obra: Domenico Fancelli (quien ya había realizado el sepulcro de Isabel y Fernando en 1517), el burgalés Bartolomé Ordóñez y Pietro Aprile da Carona. Fancelli, encargado del diseño original del mausoleo, fallece en abril de 1519 y el encargo pasa a manos de Bartolomé Ordóñez, a quien se le exige que “el monumento debía ajustarse a las medidas y seguir el modelo del sepulcro de los Reyes Católicos, con doce hornacinas en los lados de la cama, centradas por sus correspondientes medallones, sus grifos y sus santos en los ángulos, los escudos de armas en el centro del segundo cuerpo de la cama y la pareja de leones a los pies”, según recoge la catedrática de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, María José Redondo Cantera, experta en el estudio del fabuloso monumento funerario de la tortuosa y atribulada pareja.

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Por circunstancias que la historiografía del arte aún no ha conseguido clarificar, Ordóñez alteró, y “modernizó” o adaptó a las nuevas corrientes artísticas que había conocido en Italia, gran parte de la configuración del sepulcro. Pero Ordóñez también muere sin ver la obra terminada, aunque ya estaba lo suficientemente avanzada en su taller establecido en Carrara para que sus colaboradores, a la cabeza Aprile da Carona, rematen lo que restaba del proyecto.

Ojo, todo esto con la reina Juana recluida forzosamente en Tordesillas, pero viva.

Como una pareja que comparte colchón en una noche de enfado previo, Juana y Felipe reposan sobre las camas sepulcrales con las cabezas colocadas en direcciones opuestas. Juana, reina, madre, hija y amante sufriente, luce un rostro bello e idealizado y luce elegantemente ataviada a la moda borgoñona, sosteniendo entre sus manos de dedos ensortijados el cetro de soberana de Castilla. Felipe, rey breve, padre pasivo, amante promiscuo, viste cota de armas con los blasones de sus reinos y luce el collar del Toisón de Oro, empuñando la espada con la punta dirigida hacia arriba.

No estaba proyectado así, pero el mausoleo de Juana y Felipe incluye un sarcófago que los coloca en un plano superior al de los Reyes Católicos. Supremacía visual de una pareja que pagó con mármol de Carrara la muerte de un amor canalla.

No parece tan canalla la relación de los sarcófagos antropoides de Cádiz (siglo V a. C.), es más, con casi toda seguridad, no tendrían ninguna relación las personas que reposan eternamente en el interior de los excepcionales, por únicos en España, sarcófagos gaditanos. Siempre envueltos en un halo de misterio y leyenda, el sarcófago masculino apareció en 1887 en la zona de la Punta de la Vaca, cerca de los astilleros gaditanos. La noticia de su hallazgo fue un notición por lo extraordinario y único de la pieza. Representa a un personaje masculino, con una magnífica cabeza con cabello y barba arregladitos, que sostiene en sus manos una granada y una corona de flores pintada. Con muchas dudas respecto a su origen, podría tratarse de una pieza realizada en Sidón por escultores locales y que, en algún momento, se trasladara a Gadir tras haber sido adquirido por alguna poderosa familia gaditana. El sarcófago femenino, por su parte, apareció en 1980 y tiene labrados en relieve los rasgos de una mujer: pies, brazos, senos, cuello, rostro y peinado.

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La Dama de Cádiz con la que dicen que soñaba Pelayo Quintero, a quien se le considera el padre de la arqueología gaditana. Pero, como a veces en la vida, no todo es lo que parece, y hace pocos años se descubrió que los restos que reposan en el interior de ambos sepulcros, no coinciden en género con la apariencia externa de los mismos. Al parecer, se trataría de piezas que no tenían como objetivo representar fielmente a los difuntos, sino que la importancia radicaba en su simbolismo como “medio de transporte” hasta la divinidad. En este caso, el precio de la muerte era un viaje sin retorno al paraíso de los dioses.

Estrenamos noviembre, mes de difuntos, de flores frescas en mármoles húmedos, de Tenorios supervivientes y fiestas escolares con calabazas sin habichuelas.

Vivir una vida razonablemente feliz, es un precio justo para una muerte inevitable.

Asomada al mirador de la Colegiata de Osuna, balcón privilegiado desde el que contemplo el horizonte infinito de la campiña sevillana y el límite de las cadenas montañosas subbéticas, se me viene a la cabeza el título del film de Sergio Leone e imagino a mi lado a Clint Eastwood: poncho, sombrero, cigarrillo entre los dientes y los ojos entornados con la mirada perdida en el bellísimo casco histórico ursaonés que se muestra a nuestros pies. Aún quedan algunas horas para que el sol bañe con sus últimos rayos la puerta bautizada tradicionalmente con su nombre por estar orientada hacia poniente.

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