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Marta García Aller

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​¿Cómo recordaremos el estado de alarma?

¿Qué es lo que más recordaremos de los días de encierro absoluto? ¿El aplauso en los balcones, las ‘vinollamadas’ por Zoom y las tardes de repostería 'amateur'?

Foto: Un 'caballito de madera' precintado en un parque en Valencia. (EFE)
Un 'caballito de madera' precintado en un parque en Valencia. (EFE)

Cien días después de que el coronavirus paralizase el país y nos tuviéramos que encerrar en casa como en tiempos de Boccaccio, pero con wifi, seguimos sin saber qué es lo que más recordaremos de esta época extraña y mortal. La más mortal de todas. La de la mayor cifra de fallecimientos en España en 45 años de historia democrática. No olvidemos nunca, por favor, que casi 30.000 muertos en tres meses son muchos muertos. Más los que fallecieron sin hacerles el test del covid-19 y aún no han salido en el fatídico recuento. Miles de estas víctimas ni siquiera han tenido aún un funeral en su recuerdo por temor a que el virus también acudiera al entierro.

¿Qué es lo que más recordaremos de los días de encierro absoluto? ¿El aplauso en los balcones, las ‘vinollamadas’ por Zoom y las tardes de repostería 'amateur'? ¿O el colapso de las UCI, la tragedia en las residencias y los ataúdes apilados en el Palacio de Hielo cuando en Madrid ya no nos cabían más muertos en la morgue?

La memoria es la máquina más caprichosa de todas. Y como todas esas cosas pasaron a la vez, cada cerebro podrá elegir a su antojo qué recuerdos guardarse para la posteridad. Seguimos sin saber cómo procesaremos estos 100 días en los que empezamos confinando tantos derechos y acabamos desescalando libertades. Recién concluido el estado de alarma, aún es pronto para saber si lo que más nos extrañará de estos meses será cómo vivimos la pandemia o cómo vivíamos antes de ella. Porque el virus, no lo olvidemos, todavía sigue por aquí. Diga el BOE lo que diga.

Foto: Imagen de un cartel en un comercio de Barcelona. (EFE)

De aquellas semanas de la primavera en las que estuvo prohibido salir de casa sin un perro o un tique del súper, no se me olvidará lo absurda que resultaba la información meteorológica. Qué más daban la lluvia o el sol cuando no se podía salir del salón. Eran los días en que los muertos por covid-19 empezaban a contarse por miles y en los grupos de WhatsApp los' memes' dejaban paso a los pésames. Las instrucciones para coser una mascarilla sustituyeron por entonces a los vídeos con recetas de bizcocho.

También recuerdo que por aquellos días a la OMS lo de llevar mascarilla aún no le parecía una buena idea. Hace no tanto, reconozcámoslo, que a los demás tampoco. Hasta febrero, eran cosa de chinos y de alarmistas. Nunca nos habíamos imaginado que nos acostumbraríamos a llevarla puesta con 40º. Me pregunto si dentro de unos años, al ver las fotos de este verano tan extraño, nos llamará la atención vernos con la cara tapada. Sería una buena señal. Mucho peor sería que se nos hagan más extrañas las fotos de los años anteriores, cuando aún viajábamos sin mascarilla.

En 2020, hemos comprobado a cuántas cosas increíbles nos podemos llegar a acostumbrar. Al fin y al cabo, al principio del estado de alarma nos dijeron que acabaría el 11 de abril. Era cuando el aplanamiento de la curva siempre estaba a punto de llegar y el Gobierno decretó la parálisis casi total de la economía, 48 horas después de negar que lo haría. No sabíamos por entonces que aún faltaban 70 días para que acabase el estado de alarma, aunque no el virus ni todas las restricciones. En esto que el Gobierno llama nueva normalidad se puede viajar en bus, en tren y en avión pegado al de al lado, pero dos desconocidos aún no se pueden sentar juntos en un teatro. También es posible ir a la playa y a la discoteca, pero no a la facultad.

placeholder Un hombre transita entre la plaza de Callao y Gran Vía en Madrid. (EFE)
Un hombre transita entre la plaza de Callao y Gran Vía en Madrid. (EFE)

Si en este país la educación importara tanto como el turismo, habríamos vivido otra desescalada. Qué poco presentes han estado los pobres críos en los debates de la pandemia. Cien días más tarde de que todo esto empezara, seguimos sin saber cómo volverán a sus clases en septiembre. Todos los niños a quienes he preguntado qué es lo que más han echado de menos durante el confinamiento me han dicho lo mismo. Un poco el cole y a los amigos. Pero sobre todo, sobre todo, a sus abuelos. Aún no tienen claro si pueden o no abrazarlos, pero de las ganas que tienen no se han olvidado nunca.

Hay otra imagen de la pandemia que no creo que se me olvide nunca. La del ejército italiano llevándose los cadáveres que ya no cabían en Bérgamo. Temía que una semana más tarde pudiéramos ver algo así en España, porque en marzo aprendimos a tomar en serio lo que sucedía en Lombardía. Aquí, a los soldados de la UME los vimos construyendo hospitales de campaña y desinfectando residencias de ancianos, que han sido el verdadero epicentro de la tragedia, aún pendiente de investigar. Eso sí que nunca deberíamos olvidarlo, para evitar que todo ese horror se repita.

Foto: Barra de un bar de pinchos en San Sebastián. (EFE) Opinión

¿Seguro que nos acordaremos de todo esto dentro de unos años? El otro día hablé con el presidente de una importante multinacional al que, por ejemplo, ya estaban olvidándosele los muertos. Más bien, como dicen los inversores, los tenía descontados. No entendía este ejecutivo que se hubieran paralizado las economías europeas, y las de buena parte del mundo, por un virus que “solo” —y de verdad que dijo “solo”— mata a los más vulnerables. Su argumento era económico. No es que desde lo alto de su rascacielos no le pareciera un horror lo sucedido. Pero estaba convencido de que la parálisis económica que ha provocado el encierro generará más calamidad de la que trajo el virus. Me aseguró también que conoce mucha gente que piensa lo mismo pero aún no se atreve a decirlo en alto.

Ni entre los miles de empleados que trabajan en su empresa ni entre sus amigos influyentes, tampoco en su familia, había habido ningún fallecido por coronavirus. Así es más fácil convencerse de que todo esto no ha sido para tanto. Y que los virus van y vienen. Que a todo se acostumbra uno. ¿También a los 30.000 muertos? Eso creía él. En caso de rebrote, me decía este alto ejecutivo, ya no volverá a decretarse ningún cierre de la economía como el que vivimos en marzo y abril. No es que creyera que en caso de una segunda ola del covid-19 estaremos suficientemente preparados para evitar el colapso sanitario, sino que aunque este llegara nadie se atrevería a apretar de nuevo el botón del bloqueo de la economía para salvar unos cuantos miles de vidas. No pensé que una de las cosas más inquietantes que me han dicho desde que empezó la pandemia la escucharía justo al final del estado de alarma. La idea de que nos podríamos acostumbrar a esto. Y que 30.000 muertos dejen de parecernos muchos.

Cien días después de que el coronavirus paralizase el país y nos tuviéramos que encerrar en casa como en tiempos de Boccaccio, pero con wifi, seguimos sin saber qué es lo que más recordaremos de esta época extraña y mortal. La más mortal de todas. La de la mayor cifra de fallecimientos en España en 45 años de historia democrática. No olvidemos nunca, por favor, que casi 30.000 muertos en tres meses son muchos muertos. Más los que fallecieron sin hacerles el test del covid-19 y aún no han salido en el fatídico recuento. Miles de estas víctimas ni siquiera han tenido aún un funeral en su recuerdo por temor a que el virus también acudiera al entierro.