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Razones republicanas para defender la monarquía
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Razones republicanas para defender la monarquía

Con seguridad, en lo que están de acuerdo republicanos y monárquicos es en que lo fundamental de un modelo de Estado es la calidad de su democracia

Foto: Detalle de unas banderas con la imagen de la princesa Leonor y el escudo de armas. (EFE/Aitor Martín)
Detalle de unas banderas con la imagen de la princesa Leonor y el escudo de armas. (EFE/Aitor Martín)
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Lo primero que debes entender, ciudadano que te declaras partidario de la república, es que es la democracia española la que se consolida, hasta se revitaliza, cuando acontece un acto como este: la princesa de Asturias acude, solemnemente, al Congreso de los Diputados para prestar juramento ante todos, con la mano extendida sobre la Constitución española. Antes de añadir nada más, es imprescindible que identifiquemos con claridad al primer beneficiario de ese acto: la democracia.

Con seguridad, en lo que están de acuerdo republicanos y monárquicos es en que lo fundamental de un modelo de Estado es la calidad de su democracia. La española, pese a su juventud, es una de las pocas democracias plenas reconocidas en el mundo y siempre está situada entre los 20 países que cumplen con más nota los parámetros con los que se mide la calidad democrática. ¿Acaso no es ese el objetivo final de toda república? Pues esa es la cuestión, que, si el objetivo final se consigue igualmente con una monarquía parlamentaria y con una república, tenemos que colocar la democracia por encima del sistema que la cobije. Piensa en un símil banal: lo que persigue un atleta, para poder alcanzar la meta, es poder equiparse con la mejor ropa y el mejor calzado deportivo a los que pueda aspirar, pero debe darle igual si el color de las camisetas es amarillo, verde o rojo.

Una vez que disfrutamos de una democracia plena, nuestras mayores exigencias tienen que estar dirigidas a la vigilancia de cada uno de los parámetros que mejoran el sistema, como la separación de poderes, la libertad de expresión, el respeto de los derechos humanos, además de todos los derechos civiles consagrados en la Constitución. Esa es la meta, el ideal, tanto de una república como de una monarquía parlamentaria como la nuestra, con lo cual centrémonos en los objetivos que ambos sistemas democráticos comparten.

Uno de los primeros en entenderlo así fue uno de los personajes históricos más relevantes de la transición española, Santiago Carrillo, que fue secretario general del Partido Comunista y regresó del exilio con una sola idea en la cabeza, instaurar de nuevo la república en España. Pronto se convenció de que la monarquía parlamentaria cumplía todo lo que él le exigía a una república. “Yo soy republicano —decía Carrillo—, pero pienso que una monarquía parlamentaria como la que existe en España es una monarquía habitable”.

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Ese concepto de una monarquía habitable no ha sido exclusivo del líder histórico de los comunistas españoles, sino que otros muchos dirigentes de izquierda, que siguen considerándose republicanos, comparten esa misma impresión. “España es una república coronada”, ha dicho en alguna ocasión Alfonso Guerra. Lo fundamental es un modelo de Estado que garantiza los derechos y libertades de los que nos privó la dictadura. Hay un libro de un escritor y periodista francés, Phillipe Nourry, que se titula, precisamente, así: Un rey para los republicanos. Este escritor es de los numerosos historiadores e intelectuales de todo el mundo que se quedaron admirados con la transición española. (Digámoslo solo de pasada para constatar lo mucho que nos cuesta a los españoles expresar orgullo por nuestra historia). Pues bien, este escritor francés ha detallado en algunos de sus artículos publicados en España una de las razones que más nos deberían llamar la atención para concluir con el respaldo a nuestra monarquía parlamentaria. ¿Cuál es el papel de un jefe de Estado? ¿Qué esperamos de él?

Atención a este razonamiento de Nourry: “Todos necesitamos a la cabeza del Estado un símbolo fuerte que compense los mecanismos exclusivamente políticos y burocráticos. Donde son posibles, las monarquías modernas —por arcaicas que les parezcan a algunos— cumplen de forma natural este equilibrio entre la permanencia que reivindica la sensibilidad popular y la imperiosa necesidad de reservar el ejercicio del poder democrático a la esfera de los vaivenes”. La enorme ventaja de una monarquía parlamentaria, con respecto de la república, es que consolida en la jefatura del Estado una autoridad alejada de la trifulca política, que es aceptada y respetada por todos por su ejemplaridad. En un país como España, tan dado a la polarización política, la existencia de una institución que no esté sometida a ese vaivén es un bien social de primer orden que se debe preservar. Además, al ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, se constituye en uno de los nexos de encuentro más potentes de todos los españoles. La obsesión de algunos por derribar la monarquía parlamentaria proviene de esa constatación, que nadie lo dude.

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A cambio de todo lo anterior, la única y fundamental exigencia que se le debe hacer a la Casa Real es que nunca puede apartarse de la ejemplaridad. Una actuación intachable de rigor y de profesionalidad. Sin ejemplaridad, no hay respeto; sin ejemplaridad, no existen la admiración y el respaldo popular que necesita, imperiosamente, toda monarquía parlamentaria. De ahí, por ejemplo, que aplaudamos la ausencia de Juan Carlos I de los actos de hoy. Su papel fundamental en la transición de la dictadura a la democracia, nadie se lo va a discutir en la historia. Pero en el presente ya no goza del crédito de ejemplaridad que justificaría su presencia en la solemnidad de un acto como este, que celebramos: la mayoría de edad de su nieta, llamada a ser la tercera en la jefatura del Estado de la democracia española.

Los detalles del protocolo establecido en la ceremonia son esenciales para comprender otra más de las razones republicanas para defender la monarquía parlamentaria que tenemos en España. El argumento más extendido contra este modelo de Estado que tenemos en España es que la monarquía es una institución anacrónica, pero esa apreciación está viciada de origen. La monarquía parlamentaria es una institución nueva, nacida con las democracias actuales, y, en el caso exclusivo de España, refrendada por los españoles en el referéndum de la Constitución. El acto de mayoría de edad de la princesa Leonor es, precisamente, el que lo ratifica.

La heredera de la Corona es la que se presenta ante las Cortes Generales para jurar la Constitución ante el único representante de la soberanía popular. La protagonista no es Leonor: la princesa de Asturias acude a las Cortes como servidora pública para "prestar juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y hacer respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas", como dice el artículo 61.1 de la Constitución española. Con ese reconocimiento, se cierra el círculo de las razones republicanas para apoyar esta monarquía parlamentaria, porque es la res publica, la cosa pública, la cosa del pueblo, la que está en el centro de todo. Es decir, el eje fundamental de una democracia plena como la nuestra.

Lo primero que debes entender, ciudadano que te declaras partidario de la república, es que es la democracia española la que se consolida, hasta se revitaliza, cuando acontece un acto como este: la princesa de Asturias acude, solemnemente, al Congreso de los Diputados para prestar juramento ante todos, con la mano extendida sobre la Constitución española. Antes de añadir nada más, es imprescindible que identifiquemos con claridad al primer beneficiario de ese acto: la democracia.

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