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Pablo Casado y la cajera de Mercadona
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Carlos Sánchez

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Pablo Casado y la cajera de Mercadona

Las crisis son cada vez más recurrentes. Probablemente, porque el sistema no da más de sí. Eso ha obligado a los gobiernos a endeudarse. En paralelo, el trabajo vuelve a estar en el centro del debate. No está claro en el caso de Casado

Foto: Pablo Casado visita un comedor social. (EFE)
Pablo Casado visita un comedor social. (EFE)
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Fue Esteban Hernández quien hace unos meses elevó a categoría política el término 'cajera de Mercadona' para referirse a la avería que sufre el ascensor social. Es decir, a la quiebra de uno de los principios esenciales de las sociedades liberales en el sentido profundo del término. No aquel que convierte el liberalismo en una ideología frívola más parecida a una marca comercial, sino el que procura la igualdad de oportunidades para alcanzar determinados objetivos desde la defensa de los valores individuales. En definitiva, el liberalismo progresista, que nada tiene que ver con el reaccionario entendido como un negocio particular.

El artículo tuvo un indudable éxito porque hurgaba en la idea de progreso y su relación con los bienes materiales, y venía a dejar constancia que al sistema político y económico se le había olvidado —por decirlo de una manera suave— satisfacer algunas necesidades básicas de los ciudadanos. En particular, empleo y salarios suficientes para convertirse en una máquina de expedir títulos académicos cuyo valor, en muchos casos, es cercano a cero.

El debate entre Hayek y Keynes lo ganó el británico porque entendió mejor que las intensas oscilaciones macro eran excepcionales

El artículo es pertinente porque identifica uno de los problemas centrales al comienzo de la tercera década del siglo XXI en las sociedades avanzadas más permeables a lo que se ha llamado neoliberalismo, y que hoy, en la práctica, pocos defienden. La forma de enfrentarse a la crisis de 2008 por parte de EEUU y Reino Unido, y mucho más tarde la UE, fue el primer aviso de que algo estaba fallando en el paradigma de las últimas décadas. El segundo toque de atención ha llegado con la pandemia, donde todos los países, sin excepción, han diseñado políticas que hasta hace poco se consideraban periclitadas, pero que hoy han significado la salvación. Y que se resumen en una acción más decidida de los poderes públicos para enfrentarse a las ineficiencias del mercado y a las consecuencias económicas del covid.

No es la primera vez que el sistema capitalista se ve obligado a revisar sus propias normas para encontrar una salida. Es muy conocido que el célebre debate entre Hayek y Keynes en los años 30 lo ganó el británico porque entendió mucho mejor que el austríaco que las intensas oscilaciones macroeconómicas registradas en el periodo de entreguerras tenían un carácter excepcional, lo que hizo que tuviera que modificar sus propios planteamientos de política económica. Hayek, por el contrario, como han reconocido algunos de sus seguidores, "tardó demasiado tiempo en comprender el carácter singular de la oleada depresiva de aquellos años".

Poco empleo y salarios bajos

El resultado es muy conocido. El keynesianismo ganó —aunque salió algo magullado de Bretton Woods— y hasta los años 80, con la llegada de Reagan y Thatcher, reinó en el pensamiento económico. La causa, lógicamente, tuvo que ver con que supo y pudo proveer de bienes materiales a millones de trabajadores acostumbrados a sufrir las inclemencias que acarrean las incertidumbres: riesgo de perder el empleo, salarios bajos o un sistema de protección incapaz de asegurar un mínimo de prestaciones sociales. En definitiva, lo contrario a un Estado de bienestar solvente.

Desde luego que el periodo de entreguerras no tiene nada que ver con el mundo actual, pero la historia tiende a repetirse. O a rimar, como suele decirse, y cada vez hay menos dudas de que el modelo iniciado con la revolución conservadora no da mucho más de sí. No es una presunción ideológica, es simplemente la constatación de una realidad incuestionable. Hace 50 años, en 1970, la deuda global representaba el 100% del PIB del planeta, es decir, equivalía a lo que era capaz de producir en un año, pero hoy, por el contrario, se sitúa en el 256%. En total, quédense con la cifra, 226 billones de dólares al acabar el año 2020, según el FMI.

Frente a lo que pueda parecer, no han sido los países pobres quienes se han endeudado hasta las cejas, sino que en ese periodo han sido las economías avanzadas las que han tirado de deuda para evitar que la bicicleta deje de pedalear. Precisamente, porque el sistema no ha sido capaz de crear riqueza suficiente para mantener un nivel de prestaciones adecuado para sus ciudadanos, que es el fin último de las democracias avanzadas. Al mismo tiempo que se degradaba el sistema fiscal, se optó por aumentar el endeudamiento público, que es una forma de subir los impuestos de forma sibilina trasladando los costes a las siguientes generaciones para así ganar elecciones. La tentación, es evidente, puede ser recortar las prestaciones, pero ese sería un camino peligroso si lo que se quiere es garantizar la estabilidad social.

Es probable que Casado sea presidente del Gobierno. El tiempo lo dirá. Pero lo que es seguro es que tendrá que lidiar con un nuevo paradigma

En los años anteriores a la década de los años 70 había ocurrido justo lo contrario. El esfuerzo bélico realizado durante la II Guerra Mundial provocó unos niveles de endeudamiento históricamente elevados, pero la política de salarios altos, estabilidad en el empleo y acción protectora del Estado, que elimina incertidumbres y favorece la cohesión social —una de las causas de que Europa viva el periodo más largo de su historia sin guerras— hizo que la deuda fuera bajando hasta niveles desconocidos en mucho tiempo. Los dos choques del petróleo de los años 70, como se sabe, acabaron con todo eso, y desde entonces el sistema vive crisis recurrentes que se solventan con más deuda pública. Precisamente, porque no es capaz de proveer recursos suficientes.

Como se sabe, la otra vía para tapar desequilibrios ha sido impulsar la globalización con el objetivo de importar precios más bajos y combatir la inflación, pero sus externalidades negativas son evidentes: desmantelamiento de plantas industriales, deslocalizaciones o crecimiento de la desigualdad de renta.

Es probable que Pablo Casado sea el próximo presidente del Gobierno. El tiempo lo dirá. Pero lo que parece seguro es que si llega a la Moncloa tendrá que lidiar con un nuevo paradigma económico. Justamente, el mismo paradigma con el que hoy gobiernan sus pares europeos, que han reforzado el papel del Estado para garantizar la subsistencia del Estado liberal sin que hayan traicionado sus ideas. La garantía de que el sistema funcione es, precisamente, la existencia de un Estado capaz de regular el buen funcionamiento de la economía de mercado, como entendió, desde un planteamiento también ético, el ordoliberalismo alemán, que en su concepción del Estado incluía a los sindicatos como parte esencial de la construcción social.

Una dramática herencia

Sorprende, por eso, los problemas de Casado —y no digamos de Ayuso— para modernizar su discurso económico en asuntos como la subida del salario mínimo, la indexación de las pensiones o el empeño en rebajar impuestos a las rentas elevadas. Casado, incluso, ha alertado recientemente a la Comisión Europea sobre el elevado endeudamiento de España, cuando entre 2011 y 2018 creció en 27,6 puntos de PIB. Sin duda, porque la herencia que recibió Rajoy fue dramática y eso obligó al Estado a salir en auxilio de las personas, lo mismo que ahora en medio de una pandemia que no se recordaba en cien años.

Los tiempos, por lo tanto, están cambiando, como en la vieja canción de Dylan, y la mejor manera de hacer oposición no parece que sea reivindicar viejas herramientas de política económica que se han demostrado inútiles mientras no se reequilibre la globalización, que es el problema de fondo de las economías avanzadas, que al mismo tiempo que están obligadas a sostener robustos estados de bienestar deber ser competitivas, lo que genera enormes tensiones sociales y crea un excelente caldo de cultivo para la demagogia.

¿De qué sirve reducir tu factura fiscal en 200 euros cuando pagas más en medicinas o médicos privados porque el sistema no lo financia?

Es por eso por lo que el debate económico se centra hoy en la calidad del empleo, en los salarios o en la fortaleza de los sistemas de protección social. Incluso en EEUU —y pronto llegará a Europa— se está produciendo una recuperación del espacio sindical en sectores que no tienen nada que ver con los tradicionales 'blue collar' vinculados a la industria manufacturera, sino a empleados de baja cualificación en empresas tecnológicas. Hasta Amazon se ha visto obligada a aceptar que su millón de empleados en EEUU puedan sindicalizarse, algo impensable no hace demasiado tiempo. En otras empresas tecnológicas ha ocurrido exactamente lo mismo, mientras que la política de revisiones de los salarios mínimos al alza es hoy una constante en las economías más desarrolladas. También allí donde hay gobiernos de centro derecha o coaligados con la izquierda moderada. Precisamente, para alcanzar, como dice la Constitución, un Estado social y democrático de derecho.

En el Reino Unido, en la misma línea, se observa una revitalización del movimiento sindical, lo que en parte se vincula a la pandemia, que ha revelado muchas carencias en el sistema de protección social y laboral, lo que a la postre ha llevado a un aumento de la afiliación. Especialmente, entre los jóvenes, que son los más vulnerables por los salarios bajos y la precariedad laboral, incluso con empleo. Es decir, se está revirtiendo un proceso iniciado en los primeros años 80 que llevó a la afiliación sindical a la mitad en los países de la OCDE. El fenómeno llamado 'the great resignation', trabajadores que renuncian a ser empleados mal pagados, es otro ejemplo de que hoy están en marcha profundos cambios culturales respecto del trabajo como principal espacio de socialización.

La polémica

Parece obvio, por lo tanto, que si Casado no quiere alejarse más de las nuevas tendencias debe recomponer su visión del mundo del trabajo, que está sometido hoy a cambios intensos. Y la polémica sobre las macrogranjas es un buen ejemplo de cómo su partido, por razones de cortoplacismo electoral, en lugar de defender a las pequeñas explotaciones ganaderas de calidad, se alinea con los grandes industriales, cuando es muy conocido que la complicidad del poder económico con el político lleva a una dictadura de minorías con gran capacidad de penetración e influencia en el orden social.

La complicidad del poder económico con el político lleva a una dictadura de minorías con gran capacidad de influencia en el orden social

Su extraña posición sobre la reforma laboral es otro ejemplo de su alejamiento del mundo del trabajo, cuando han sido sindicatos y empresarios los que han pactado su contenido. Este alejamiento, lógicamente, se manifiesta en la composición de su electorado cada vez más alejado de los centros de producción, cuando en el discurso de la derecha europea siempre ha estado a partir de 1945 una preocupación por el orden social. Entre otras razones, porque la desintegración social conduce a una parte de la población a la búsqueda de salidas nacionalistas o autoritarias, como bien saben en Polonia o Hungría.

Solo cuando la derecha ha abandonado este principio —como lo hicieron en los 90 los partidos socialdemócratas— comenzó a cuartearse el contrato social. Incluso, Vox, con un discurso nacionalista también en el terreno laboral, puede estar conectando con sectores económicos que hoy se sienten desasistidos de la acción protectora del Estado, y que no son solo trabajadores no cualificados, sino autónomos, pequeños empresarios o profesionales que ven que el valor de su trabajo se desmorona. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve reducir tu factura fiscal en 200 euros al año cuando pagas cientos de euros en medicinas o en médicos privados porque el sistema sanitario es incapaz de financiarlo?

*José Luis Feito. 'Causas y remedios de las crisis económicas. El debate económico Hayek-Keynes 70 años después'. Editorial Faes. 2008.

Fue Esteban Hernández quien hace unos meses elevó a categoría política el término 'cajera de Mercadona' para referirse a la avería que sufre el ascensor social. Es decir, a la quiebra de uno de los principios esenciales de las sociedades liberales en el sentido profundo del término. No aquel que convierte el liberalismo en una ideología frívola más parecida a una marca comercial, sino el que procura la igualdad de oportunidades para alcanzar determinados objetivos desde la defensa de los valores individuales. En definitiva, el liberalismo progresista, que nada tiene que ver con el reaccionario entendido como un negocio particular.

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