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Cuando Madrid fue la capital mundial de la ópera

La exhumación de 'Aquiles en Esciros' en el Teatro Real evoca un periodo de gloria que reunió en Madrid a las figuras de Corselli, Scarlatti, Farinelli y Bocherini, entre muchos otros astros del exilio italiano

Foto: 'Aquiles en Esciros' en el Teatro Real. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)
'Aquiles en Esciros' en el Teatro Real. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)
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Debe sentirse muy contrariado el contratenor argentino Franco Fagioli. Se estudió a conciencia una ópera “imposible” de Francesco Corselli, Aquiles en Esciros, y no ha podido interpretarla porque la pandemia malogró el reestreno hace tres años igual que ahora se lo ha impedido la salud.

Ha tenido que cancelar Fagioli las cinco funciones previstas en el Teatro Real, la última el pasado lunes. Y no es sencillo que pueda resarcirse en el futuro, precisamente porque el Aquiles es una rareza sepultada desde su estreno en 1744 hasta la carambola de su exhumación en Dallas (2018).

Fue la ciudad texana el escenario que alumbró el insólito proyecto. Se trataba de reconocer el hallazgo del musicólogo estadounidense Grover Wilkins III, precisamente porque fueron suyas las pesquisas que dieron con el paradero de la partitura en el Archivo del Conde Duque en 1990.

Foto: 'Orfeo'. (Javier del Real)

La iniciativa de Wilkins puso en alerta al Teatro Real. Y enfatizó el hito que suponía la rehabilitación de Corselli en la villa y corte, aunque la versión madrileña proviene de la edición crítica del musicólgo Álvaro Torrente.

Se hace justicia a la impronta del compositor lombardo. Y se identifica la relevancia de Madrid como gran capital operística de la Europa del siglo XVIII. Especialmente desde la llegada de la casa de los Borbones.

De hecho, el estreno de Aquiles en Esciros sobrevino en el Real Coliseo del Buen Retiro para celebrar los esponsales de la hija de Felipe V con el delfín de Francia. Y tanto consolidó la reputación de Francesco Corselli en Madrid como redundó en la próspera italianización de la capital.

Foto: Retrato de Giuseppe Verdi. (Giovanni Boldini/Dominio público)
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Fernando VI se hizo traer a Domenico Scarlatti, aunque sus orígenes napolitanos lo convertían en un ciudadano periférico del imperio español.

Fue en Madrid donde se instaló en 1733, no ya como profesor Bárbara de Braganza, sino como autor de un repertorio polifacético -sonatas, óperas, cantatas- que además se reconocía sensible a la asimilación e influencia de los aires españoles. Empezando por la estilización del fandango.

Hay una placa que evoca la residencia de Scarlatti en la calle Leganitos. Y no la tiene Farinelli, el castrato más reputado del siglo; el cantante que sanaba la melancolía de Felipe V; y la figura que titanizó y tiranizó la ópera del XVIII. Por eso reviste tanta importancia que Carlo Broschi -así se llamaba el “capón”- decidiera arraigarse en Madrid un par de décadas. Se marchó con la llegada al trono de Carlos III, cuyas afinidades a la cultura italiana tanto se trasladaron a la arquitectura -Sabatini, Sachetti- como comprometieron la pintura -Tiepolo- y atrajeron a Luigi Boccherini.

Concibió entonces la ópera que acaba de rehabilitarse en el Teatro Real con todos los honores de un hito musicológico

El maestro toscano encontró en Madrid su hábitat, hasta el extremo de que se instaló a los 25 años y murió con 62. Le sedujeron los amoríos de la soprano Clementina Pelliccia, pero también le convencieron las circunstancias “laborales”, no ya propicias a la estabilidad, la fertilidad y la remuneración sino además sensibles al “contagio” del folclore ibérico y capitalino. Lo demuestra el celebérrimo quinteto de “La ritirata di Madrid”. Y el temblor de la guitarra entre el cielo y el quejido de la ciudad.

Madrid caput mundi. Tiene sentido aludir a la analogía de Roma. Y a la repercusión y reputación que adquirió la capital española en el lenguaje musical y operístico del siglo XVIII gracias la influencia de los maestros italianos. Incluido el impacto de Francesco Corselli (1705-1788).

Foto: La fachada del Teatro de la Comedia en una imagen de archivo. (EFE/Juan Martínez Espinosa) Opinión

Fue maestro de la Capilla Real de Madrid durante 30 años. Y concibió entonces la ópera que acaba de rehabilitarse en el Teatro Real con todos los honores de un hito musicológico, pero sin las virtudes de un gran espectáculo. La baja de Franco Fagioli no encontró remedio en el trabajo voluntarioso del contratenor sevillano Gabriel Díaz. Y el estatismo del planteamiento escénico de Mariame Clément se resintió de la monotonía y de los clichés queer, de tal manera que el principal interés de Aquiles en Esciros residió en las voces de Soledad Puértolas y de Tim Mead, así como en la concepción musical de Ivor Bolton al frente de la Orquesta Barroca de Sevilla. La riqueza cromática, la exuberancia, la plasticidad del sonido reivindicaron el buen nombre de Corselli pese a la estridencia del viento y pese a las sospechas de que el retorno de Aquiles languidezca como la partitura exánime que nunca podrá cantar Franco Fagioli.

Debe sentirse muy contrariado el contratenor argentino Franco Fagioli. Se estudió a conciencia una ópera “imposible” de Francesco Corselli, Aquiles en Esciros, y no ha podido interpretarla porque la pandemia malogró el reestreno hace tres años igual que ahora se lo ha impedido la salud.

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