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De La Ferretería a la Sala Equis
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Marta García Aller

Segundo Párrafo

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De La Ferretería a la Sala Equis

Las ciudades producen espejismos de bienestar que permiten a los más afortunados vivir ajenos a las dificultades del resto. Por eso es importante llamar a las cosas por su nombre. La pobreza tampoco es lo que parece

Foto: Vecinos de Madrid aguardan en una cola para recibir comida. (EFE/David Fernández)
Vecinos de Madrid aguardan en una cola para recibir comida. (EFE/David Fernández)
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En La Ferretería se come divinamente. No se dejen engañar por el nombre. No es lo que parece. Este local de la calle Atocha que data de 1888 presume de ser la ferretería más antigua de Madrid, solo que ya no es una ferretería. Conserva el nombre, el suelo restaurado del siglo XIX, y buena parte del encanto gracias a las paredes de madera en la que cuelgan destornilladores, cerraduras y copas de vino. Entre llaves, arandelas y alcayatas hacen un huevo a baja temperatura y unos callos deliciosos.

No muy lejos de La Ferretería está Medias Puri, que no es una mercería; ni Uñas Chung Lee, un salón de manicura. Son dos de las discotecas de moda de Madrid escondidas detrás de una apariencia canalla y el nombre de un comercio de barrio. Tampoco La Fábrica de la Alameda está llena de obreros sino de libros y la Sala Equis es un café muy pintón. Qué no habrán visto esas paredes del que fuera el cine más oscuro de Duque de Alba, cuando la X no era un juego de palabras.

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Antes de Google los nombres que se le daban a los sitios no creaban tanta confusión porque el GPS lo llevaban incorporado. No hay más que ver los locales más antiguos de la capital cómo no dejaban lugar a dudas. La Farmacia León es una farmacia y está, para más señas, en la calle León. Lleva desde el Siglo de Oro siendo una botica y dejándoselo clarito a todo el que pasa por su elegante fachada de cerámicas bancas y azules. La Pastelería del Pozo, también centenaria, está en la calle de ese nombre donde, además, solía haber un pozo. Pues eso. Y, muy cerca está Casa Alberto, en el mismo edificio que vivió Cervantes cuando escribía la segunda parte de El Quijote. Una taberna con nombre de taberna. Allí van los madrileños a a tomar vinos desde tiempos de Fernando VII. Entonces no se les ocurría llamar farmacia a la pastelería y a la taberna, botica porque a ver si no cómo iban a encontrarlas.

A lo mejor es esta manía que tenemos últimamente de cambiarles los nombres a las cosas lo que genera desconfianza cuando a algo se le llama exactamente lo que es, por si no vamos a estar hablando de lo mismo. Cuando Caritas publicó hace unos días un informe advirtiendo de que en Madrid esta aumentando la desigualdad y ya hay millón y medio de madrileños pobres, el Gobierno autonómico hizo como que no se lo creía. “¿Por dónde estarán?”, dijo incrédulo el portavoz Enrique Ossorio mirando al suelo desde el atril de la comparecencia, como buscando algo que se le hubiera caído, tal vez la empatía.

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Una cuarta parte de los 6 millones y medio de madrileños son pobres o están en riesgo de exclusión social porque no pueden pagar sus facturas más básicas. No solo Caritas, también los datos del Banco de Alimentos respaldan las cifras. Unas 200.000 personas dependen directamente de esta organización para comer diariamente en la Comunidad, aunque también hay familias que solo lo necesitan esporádicamente.

Es pobreza que no se ve porque pobreza ya no es vestir con harapos y pedir limosna, como si esto fuera el Siglo de Oro. Antes de pedir dinero la gente intenta cualquier cosa, lo disimula haciendo una vida lo más normal posible ante sus vecinos y trata de que fuera no se note que en casa no ponen la calefacción o llevan semanas sin comprar fruta ni carne para los niños. El número de familias vulnerables ha aumentado desde la pandemia y cada vez más gente vive al día.

Eso sí, en Madrid se puede pasar un fin de semana estupendo yendo de la La Ferretería a la Sala Equis, pasando un rato por La Fábrica a comprar un libro y luego a bailar a Medias Puri. Apenas se verán en el trayecto más que un par de personas pidiendo limosna bajo el cobijo de un andamio de Antón Martín. ¿Cómo va a haber aquí un millón y medio de pobres? ¿Por dónde estarán? Las ciudades producen espejismos de bienestar que permiten a los más afortunados vivir ajenos a las dificultades del resto. Por eso es importante llamar a las cosas por su nombre. La pobreza tampoco es lo que parece.

En La Ferretería se come divinamente. No se dejen engañar por el nombre. No es lo que parece. Este local de la calle Atocha que data de 1888 presume de ser la ferretería más antigua de Madrid, solo que ya no es una ferretería. Conserva el nombre, el suelo restaurado del siglo XIX, y buena parte del encanto gracias a las paredes de madera en la que cuelgan destornilladores, cerraduras y copas de vino. Entre llaves, arandelas y alcayatas hacen un huevo a baja temperatura y unos callos deliciosos.

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