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Programas, pactos y el carácter de los economistas que susurran a los políticos
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Programas, pactos y el carácter de los economistas que susurran a los políticos

En España, los eureka económicos que iluminan de vez en cuando a nuestros políticos suelen ser de segunda mano

Foto: Nadia Calviño, vicepresidenta primera y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital. (EFE/Mariscal)
Nadia Calviño, vicepresidenta primera y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital. (EFE/Mariscal)

La disciplina económica, como vimos en la Gran Recesión, tiene a veces la estructura de una novela de detectives. Hay un crimen o crash inesperado, un revuelo de especulación, una serie de testigos y datos más o menos fiables y una sucesión de teorías que buscan causa y causante. Los que postulan hipótesis en disputa deben sonar plausibles o retractarse, aunque a menudo el paso del tiempo revela nuevos datos que cambian las conclusiones. Al laico le parecerá una metáfora forzada, pero los popes de la disciplina recurren mucho a estos símiles para autodefinirse: el economista es un dentista (Keynes), o un fontanero (Duflo), un ingeniero (Mankiw), un cirujano (Romer), y hasta un jugador de billar (Friedman). El carácter del economista, como consejero vital en tiempos de cambio político, acaba definiendo los proyectos a los que presta su apoyo. ¿Qué ganamos con la metáfora del detective?

La pregunta clave es de qué tipo de investigador estamos hablando. En campaña electoral, la figura que los políticos y sus asesores económicos quieren transmitir es la de Watson acompañado de Sherlock Holmes. Un genio con bloc de notas y todas las respuestas, que localiza las pistas correctas y desestima distracciones, identifica a los malhechores sin despertar sospecha, y es capaz de dirigir el ritmo de la trama o la economía con seguridad. En la anterior crisis económica, fue célebre aquel momento en que la Reina de Inglaterra preguntó por sorpresa a los sabios investigadores de la LSE cómo es que no habían visto venir el desastre.

La respuesta de la Academia Británica es un elegante monólogo que podría concluir una novela de Conan Doyle: "Su Majestad, la incapacidad para prever el momento, extensión y severidad de la crisis y para superarla, aunque tuvo muchas causas, fue principalmente el fracaso de la imaginación colectiva de mucha gente inteligente". Casi se puede escuchar al genio detective regodearse en su triunfo, preparando la diatriba de datos que revelen la incompetencia de la policía y la identidad del criminal.

Foto: Banderas de la Unión Europea. (EFE/Julien Warnand) Opinión

Pese a todo, ni en esa carta ni en la década posterior a 2009 hubo nada parecido a una resolución, un mea culpa o reconocimiento de qué décadas de modelos e hipótesis perfectas habían fallado. Con total confianza en la visión de sus brillantes economistas, los políticos rescataron al sector financiero que se había sobre endeudado, adelgazaron al sector público precisamente cuando más sed había por un estímulo, y corrigieron algunos parámetros para que la realidad se ajustase a su imaginación colectiva.

Por supuesto, Grecia hoy no está más cerca de pagar su deuda, el déficit cero de Alemania sirvió de poco cuando se topó con la crisis energética y militar ucraniana, y los esquilmados servicios públicos europeos apenas sobrevivieron el embate de la pandemia. A veces, los postmortem se olvidan en tiempo récord. Pese a los fracasos de otra figura británica, Liz Truss, el trussismo de impuestos mínimos y el milagro de los panes y los peces sigue bien vivo.

Foto: Un paracaidista con la bandera de España, en Zaragoza. (EFE/Toni Galán)

Quizá no sea de virtud tan respetable para los asesores electorales, pero un modelo de detective más adecuado a los grandes desafíos que confrontamos es Philip Marlowe. El cínico dick de Los Ángeles lo ha visto todo, y aun así no siempre lo tiene claro. En la adaptación cinematográfica de Altman, Elliot Gould interpreta a un Marlowe más curioso y humilde que Bogart, que no pretende imponer su visión del mundo, sino aprender de cada pedazo de información. A menudo, se deja llevar por sus sentimientos de lealtad o sus sesgos, pero es capaz de revisar sus hipótesis cuando así se lo sugieren los datos.

En sus investigaciones, ninguna conclusión es final, nadie tiene todas las respuestas y, muchas veces, se ve bloqueado por instituciones e individuos a los que simplemente no interesa escuchar la verdad. Es el economista, tal y como nos lo describe Rodrik en su Economics Rules: lejos de grandes teoremas a la manera del físico, o grandes remedios de curandero, limitado a aquello que puede afirmar y honesto sobre aquello que meramente puede recomendar. O también Hirschman, marcado por su estancia en nuestro país en la Guerra Civil, y que como economista marlowiano afirmó: "Las deducciones a priori, aunque son instructivas, solo pueden dar lugar a conjeturas muy aproximadas y no pueden sustituir todavía al método de ensayo y error".

Foto: Bolsa de Madrid. (EFE/Vega Alonso del Val) Opinión

Los economistas que susurran a los políticos tienen una gran responsabilidad. Milton Friedman, el jugador de billar, afirmó en 2003 en conversación con el Financial Times: "El uso de la cantidad de dinero como objetivo [monetario] no ha sido un éxito (…) No sé si hoy lo recomendaría a la manera que lo hice entonces". Del todo admirable en Friedman admitir en su vejez que no tenía todas las respuestas. Aunque preferible también que hubiese despertado de la fantasía Sherlock Holmes antes de poner en jaque la economía de varios países. En España, los eureka económicos que iluminan de vez en cuando a nuestros políticos suelen ser de segunda mano. Se le atribuye a Solchaga aquello de que la mejor política industrial es la que no existe, frase que en realidad proviene de Gary Becker. Durante veinte años, los grandes partidos abandonaron al sector productivo.

Cuando Biden plantea recuperar el músculo industrial para hacer frente a China, algunos antaño más preocupados por ser los más buenos de la clase en Europa lanzan ahora promesas de "alcanzar un 20% del PIB industrial". Pero se habla poco de las causas concretas y las herramientas de un proceso que no puede solucionarse con un mero proyecto de ley o incluso una sangría regulatoria cuyas consecuencias son imprevisibles. Cuando Alemania alberga una auténtica banca pública de desarrollo, Estados Unidos impone condiciones productivas a cambio de inversiones, o Australia promueve un ecosistema de extracción y generación energética estatal, no se puede competir con una pequeña rebaja de impuestos o una subvención sin criterios claros de selección.

Foto: La presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, junto al presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters/Lukas Barth)

En otra gran categoría de novelas de género, el de los espías, tenemos un dúo británico que también ofrece lecciones. El James Bond de Fleming y el George Smiley de Le Carré simbolizan el conflicto entre expectativas y realidad que espera al ganador de las próximas elecciones. Tanto Sánchez como Feijóo querrían verse como Bond, un tipo alto con traje elegante, la palabra perfecta y todas las herramientas a su disposición para superar baches nacionales e internacionales.

Pero más nos valdría que su inspiración fuese el meticuloso Smiley, un espía y jefe de espías brillante, pero burlado hasta por su propia esposa, inundado por la burocracia y las alianzas inestables, cuyos supuestos enemigos al otro lado del muro son a veces más honorables que sus compañeros de bando. Marlowe y Smiley son figuras complejas, pero ante todo valientes para admitir que quizá no tengan todas las respuestas. Algo que no dará muchos votos, pero sí es más beneficioso para el debate público y la resolución prudente de los problemas económicos que acusamos desde hace décadas.

La disciplina económica, como vimos en la Gran Recesión, tiene a veces la estructura de una novela de detectives. Hay un crimen o crash inesperado, un revuelo de especulación, una serie de testigos y datos más o menos fiables y una sucesión de teorías que buscan causa y causante. Los que postulan hipótesis en disputa deben sonar plausibles o retractarse, aunque a menudo el paso del tiempo revela nuevos datos que cambian las conclusiones. Al laico le parecerá una metáfora forzada, pero los popes de la disciplina recurren mucho a estos símiles para autodefinirse: el economista es un dentista (Keynes), o un fontanero (Duflo), un ingeniero (Mankiw), un cirujano (Romer), y hasta un jugador de billar (Friedman). El carácter del economista, como consejero vital en tiempos de cambio político, acaba definiendo los proyectos a los que presta su apoyo. ¿Qué ganamos con la metáfora del detective?

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