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Ignacio Varela

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España, sin remedio a la vista

Se han resucitado las dos Españas que lloró Machado, pero con otra fórmula: existe la España de los ciudadanos frente a la de los políticos

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Reuters/Juan Medina)
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Reuters/Juan Medina)
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En la noche del 23 de julio, en la calle Génova se gritaba "¡Que te vote Txapote!" y la calle Ferraz "¡No pasarán!". Dos bramidos repugnantes, que remiten a los episodios más siniestros de la historia moderna de España. En el primer caso, al terrorismo de ETA. En el segundo, a la Guerra Civil. Lo escalofriante es que ello ocurrió ante las sedes de los dos partidos que, presuntamente, representan la centralidad constitucional, han recibido el apoyo del 70% de los españoles que votaron (¡16 millones entre los dos!) y aglutinan el 80% de los diputados del Congreso recién elegido. Aún peor, ningún líder hizo el menor gesto de disgusto ante la burricie de sus huestes, ni ademán de detener el espectáculo incivil. Hasta tal punto parecían complacidos por lo que sus energúmenos aullaban que se diría que el griterío había sido organizado por ellos mismo o sus sicarios.

Para los desmemoriados: Txapote es el nombre de guerra del asesino de Miguel Ángel Blanco y de al menos otras 12 personas, entre ellas, en condición de copartícipe, Gregorio Ordóñez y Fernando Múgica. "Que te vote Txapote" equivale a equiparar, en el orden moral, a los dirigentes actuales del Partido Socialista con un asesino en serie.

Foto: Ilustración: Laura Martín. Opinión
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"No pasarán" es el grito que popularizó La Pasionaria en 1937 para animar a los milicianos que defendían Madrid del asedio de las tropas de Franco. Quienes lo gritaban en Ferraz equiparaban, en el orden político, al Partido Popular con el ejército golpista de 86 años atrás.

Muerte, sangre y odio a raudales. Si Sánchez imputó a la derecha el propósito de que España retrocediera medio siglo (exactamente hasta 1973, con Carrero ejerciendo el poder delegado por el dictador), ¿hasta dónde nos ha retrotraído él con sus consignas de la Guerra Civil, hasta el orgullo revanchista por la peor matanza de nuestra historia? ¿Qué clase de insania se ha apoderado de los dirigentes políticos españoles? Con moderados como estos, ¿para qué necesitamos extremistas?

Me niego a creer que 16 millones de españoles compartan ese espíritu cismático y cerril de los partidos a los que votaron. Me niego a suponer que los siete millones y medio de personas que votaron al PSOE contemplen a Feijóo y su partido como una tropa de fascistas dispuestos a liquidar la democracia; y me niego a aceptar que los ocho millones de votantes del PP crean de verdad que Sánchez y los socialistas que lo sostienen pertenecen a la misma ralea que los pistoleros de una banda asesina. Si eso fuera así, la convivencia en las calles de España sería imposible, y no lo es.

Foto: El presidente del Gobierno y líder del PSOE, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez) Opinión
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Se han resucitado las dos Españas que lloró Machado, pero con otra fórmula: existe la España de los ciudadanos frente a la de los políticos. La primera solo quiere vivir en libertad y en paz, sin gritar a su vecino en el ascensor "Que te vote Txapote" o "No pasaréis". La segunda, la de los laboratorios del poder, inocula en la sociedad dosis masivas de enemistad y resentimiento. Es inútil que se intercambien acusaciones de trumpismo: en esta campaña, todos han sido Trump. La única diferencia es que unos han sido trumpistas más eficaces y por eso han ganado perdiendo, igual que hizo Trump en 2016.

La votación del 23 de julio solidifica definitivamente una España políticamente binaria. No pierdan el tiempo contando derechas o izquierdas, moderados o exaltados, constitucionales o anticonstitucionales: en ambos bloques abundan y se entremezclan los ejemplares de todas esas categorías. En el bloque que lidera Sánchez hay moderados (¡ay!, cada vez menos) y extremistas, hay nostálgicos de la socialdemocracia, populistas, comunistas y separatistas, hay gente que aún siente algún aprecio por el Estado de derecho y sufre por él y proliferan quienes lo desprecian y disfrutan destrozándolo, hay españoles sinceros y antiespañoles igualmente sinceros. El camino por el que han terminado todos juntos nos lo tendrán que explicar los historiadores del futuro.

En el bloque que ha encabezado Feijóo hay social-liberales y liberales puros, conservadores, una buena dosis de la nueva derecha ácrata, todos ellos demócratas tan genuinos como los que pueda encontrarse en la trinchera autodenominada "progresista"; y, aparentemente junto a ellos, expresiones vociferantes de la caverna carpetovetónica, herederos de los curas trabucaires del siglo XIX, ramas agostadas del pensamiento reaccionario español y seguidores del nacionalpopulismo contemporáneo. Los de ese bloque todavía no saben por qué diablos están juntos, por ello se abominan públicamente por las mañanas y se encaman por las tardes.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Reuters/Juan Medina) Opinión

Bloque frente a bloque, los números de esta elección están claros. Hay 12,3 millones en el bloque sanchista y 11,3 millones en el bloque derechista. Cuando Sánchez alardeó en el balcón de Ferraz de que "somos muchos más", obviamente no se refería a su partido. Los votantes del PSOE apenas representan el 60% del bloque de poder con el que se dispone a gobernar durante otros cuatro años. El resto lo aporta la amalgama de populistas de izquierda, comunistas ortodoxos y nacionalistas de todos los colores ideológicos que ya opera, de hecho, como un consorcio estable.

Visto así, es cierto que son más, aunque no "muchos más", los españoles que prefieren ese condominio político a los que prefieren la asociación de la derecha tradicional con la extrema derecha. Sobre ese cálculo montó Sánchez hace años —probablemente influido por Iglesias— su estrategia de conquista y conservación del poder: la agrupación de toda la izquierda con todos los nacionalismos disgregadores sería aritméticamente imbatible y cerraría el paso a la derecha durante décadas. Una especie de pacto del Tinell a lo bestia. Para ello, no dudó en despojar al Partido Socialista de varios de sus atributos más valiosos: la autonomía de su proyecto político, la vocación mayoritaria, el apego a un reformismo anclado firmemente en el espíritu y en la letra de la Constitución y la voluntad de vertebrar España en lugar de sumarse a su desvertebración.

En esta ocasión, para que el supuesto estratégico fundacional del movimiento sanchista se verifique una vez más, ha sido preciso que el PP, con todo a su favor, realice su peor campaña electoral desde los tiempos de Fraga y que Vox trabaje, como siempre hace, en su empeño verdadero, que es liquidar el centro derecha tradicional y hacerse con la hegemonía de todo lo que no es izquierda, siguiendo los pasos de Le Pen, aunque de forma más incompetente y turbia.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Mariscal) Opinión
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El Partido Popular queda emplazado a tomar una decisión estratégica de largo alcance: qué hacer con Vox. Puede metabolizarlo como una sucursal necesaria, como ha hecho Sánchez primero con Podemos y luego con Sumar, o puede combatirlo hasta restablecer el proyecto aznarista de la casa grande de la derecha, único que ha permitido al PP gobernar en España. Lo que no puede es hacer las dos cosas a la vez y pretender que la sociedad lo entienda.

Si elige el primer plan, hay en el PP personas más adecuadas que Feijóo para llevarlo a cabo. Si es el segundo, hay que delimitar el campo de juego y transmitirlo de forma mucho más clara que en esta campaña desastrosa, en la que nunca se ha sabido si el favorito estaba a setas o a Rolex.

Con este Congreso de los Diputados, Alberto Núñez Feijóo no puede ser elegido presidente del Gobierno y, aunque pudiera, no debería hacerlo. Viviría la legislatura entera acogotado por su compañero de viaje, en perpetua minoría parlamentaria, incapacitado para sacar adelante un proyecto de ley o un presupuesto y con una oposición de tierra quemada en el Congreso y en la calle. Ahora bien, tiene legítimo derecho a exponer su programa en una sesión de investidura, a menos que Sánchez acredite ante el Rey disponer de una mayoría suficiente (lo que no podrá hacer, porque al menos tres de sus socios imprescindibles eludirán la visita al jefe del Estado).

Foto: El líder del PP, Feijóo, en el balcón de Génova junto a la secretaria general, Gamarra, y la presidenta de la comunidad, Ayuso (EFE/Javier Lizón)

Es probable que, más allá de los espejismos demoscópicos, el 29 de mayo Feijóo tuviera a su alcance los 160 escaños que buscaba. El repaso del trayecto recorrido en dos meses aciagos hasta los 136 que finalmente obtuvo queda para su reflexión. Puede ser que la codicia autonómica y la pereza estratégica le hayan costado la Moncloa al líder del PP. Ganar un debate no basta para ganar unas elecciones.

Con este Congreso, Sánchez sí puede ser elegido presidente. A mi juicio, tampoco debería hacerlo, aunque no dudo de que lo hará, pagando la factura necesaria, por astronómica que sea. Gobernar durante otros cuatro años con semejante cortejo (hasta 19 partidos, cada uno con su hoja de reclamaciones), con un grado elevadísimo de descrédito personal acumulado, con todos los circuitos de entendimiento con la oposición cortados de raíz, con el poder territorial y el Senado en contra y un inevitable programa por delante de regreso a la ortodoxia económica, todo ello con un apoyo tan frágil que no puede permitirse ni una fuga, no puede ser un plan razonable de gobierno para quien piense en algo más que su persona.

¿Significa esto que hay que violentar a la sociedad exigiéndole que vote de nuevo? En absoluto, esa es la peor de las tragedias en una democracia sana, aunque aquí lo hemos convertido en hábito. Además, es dudoso que sirviera de algo.

Algo muy malo le ocurre a un país cuando los planes sensatos de gobernabilidad se descarta con el argumento de que son imposibles

Significa que estamos tardando en buscar un Mario Draghi que restablezca el espacio del consenso y, con el respaldo concertado de una mayoría amplia de la que solo queden excluidos quienes se autoexcluyan, saque la política española del pantano al menos por una temporada.

Algo muy malo, y quizá sin remedio, le ocurre a un país cuando todos los planes sensatos de gobernabilidad se descartan fulminantemente con el argumento de que son imposibles. La pregunta inmediata es quién y por qué los ha hecho imposibles, porque todo lo que depende únicamente de la voluntad humana y además coincide con lo que dicta la razón y lo que la gran mayoría desea debería ser posible.

Imposible es, por ejemplo, que yo vuelva a tener 20 años. Razón por la cual releo con atención creciente el artículo de mi amigo Zarzalejos tras la noche del 23 de julio.

En la noche del 23 de julio, en la calle Génova se gritaba "¡Que te vote Txapote!" y la calle Ferraz "¡No pasarán!". Dos bramidos repugnantes, que remiten a los episodios más siniestros de la historia moderna de España. En el primer caso, al terrorismo de ETA. En el segundo, a la Guerra Civil. Lo escalofriante es que ello ocurrió ante las sedes de los dos partidos que, presuntamente, representan la centralidad constitucional, han recibido el apoyo del 70% de los españoles que votaron (¡16 millones entre los dos!) y aglutinan el 80% de los diputados del Congreso recién elegido. Aún peor, ningún líder hizo el menor gesto de disgusto ante la burricie de sus huestes, ni ademán de detener el espectáculo incivil. Hasta tal punto parecían complacidos por lo que sus energúmenos aullaban que se diría que el griterío había sido organizado por ellos mismo o sus sicarios.

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