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El 'podestá' y la miseria cívica española
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El 'podestá' y la miseria cívica española

Una sociedad políticamente sana no puede tolerar semejante engaño desposesivo y debe reclamar de quienes les corresponda, resuelvan los conflictos como una parte indisociable del cometido de gobernar

Foto: Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Eduardo Parra)
Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Eduardo Parra)

El 'podestà' era una figura -hija del ingenio que para el arte de la invención política tenían y todavía retienen los italianos- que, en un momento particularmente crítico de las ciudades Estado republicanas del siglo XIII, pretendió conjurar la dificultad de mantener la convivencia cívica en el 'commune', entregando el poder a un profesional extranjero experimentado en el oficio, que acudía con todo su equipo humano a gobernar la ciudad y administrar justicia durante un periodo de tiempo normalmente improrrogable, de ordinario seis meses. El objetivo pasaba por evitar que las querellas que dividían las democracias republicanas -desgarradas por guerras de banderías y familias y ajena a otra ambición que detentar lo público en beneficio propio– terminaran destruyéndolas, acudiendo al socorrido procedimiento de residenciar el poder en un extranjero que justamente por su condición de tal tenía la apariencia de neutralidad (institucionalidad, diríamos ahora) frente las facciones.

El intento fue un fracaso, por mucho que resultara generalizado, como lo evidencia la relativa abundancia que el patronímico del oficio 'podestà' mantiene hoy entre los gentilicios italianos. Y lo fue porque la 'discordia' consiguió imponerse a cualquier intento de institucionalización objetiva y el 'podestà' acabó siendo la antesala de la tiranía de unos príncipes que pretextando combatir el desorden se adueñaron de la política y sus poderes. Quentin Skinner, en un libro memorable y al que debe mucho su merecida fama, ha narrado cómo veían las cosas aquellos contemporáneos que en Siena pusieron en la pintura de Ambrogio Lorenzetti las imágenes del 'Buen y el mal Gobierno'.

Pero más que bucear entre restos arqueológicos de un fracaso que hoy deleita a los turistas, lo importante es recordar que la democracia republicana pereció en Italia víctima de las querellas internas a la que los coetáneos denominaban “discordia” y que uno de los postreros intentos de poner coto al desastre se llamó 'podestà'. Fracasado intento de atajar una pura lucha por el poder en la que, más allá de cualquier coloración política toda vez que las diferencias entre papistas e imperiales (güelfos y gibelinos) habían desaparecido, solo se combatía por sinecuras que se repartían sin reparar en el interés común de la ciudad y que acabó consumiendo la República en Siena, en Florencia o en Milán.

La referencia es pertinente y viene al caso de lo que está sucediendo en España, cuando partidos que en la era de la indivisión política han perdido su fe, luchan con brazo de hierro por conquistar o retener el poder del Estado o sus componentes, sin importarles las consecuencias que sus acciones puedan tener para el bien común, tratando de compensar su impávida ausencia de ideología (que se traduce en una gestión no muy diferente de los bienes públicos) a base de aguzar las diferencias personales y de organizar la competición política como una querella a muerte que cubre con apariencias la inconfesable indignidad a los contendientes.

Foto: La piñata de Pedro Sánchez. (Europa Press/Diego Radamés) Opinión

Entre esas tapaderas surgen artilugios y tretas discursivas que van desde reavivar las oposiciones del pasado, haciendo de la historia odio, o, y cuando eso no resulta suficiente, procurar mantener la apariencia de buena fe en el cumplimiento de su obligación recurriendo, como en la Italia del Renacimiento, a extranjeros para que desde su presumible neutralidad foránea resuelvan o medien en nuestros problemas. Es así como a resolver líos españoles son convocados la Comisión de Venecia, el comisario Reynders, la ONU o experimentados terceros fogueados en pacificar guerrillas…

Pero lo malo no estriba tanto en que nuestros cainitas representantes olviden que la Comisión de Venecia se concibió (y los que conocían a Antonio La Pergola pueden atestiguarlo) para exportar la democracia fuera de la Europa constitucional, o que la Unión Europea no es una unión judicial. Lo verdaderamente sorprendente es que cuando esto sucede, nadie en España parece darse cuenta de que una sociedad políticamente sana no puede tolerar semejante engaño desposesivo y debe reclamar de quienes les corresponda, resuelvan los conflictos como una parte indisociable del cometido de gobernar.

Foto: Una mujer votando en Portugal. (Europa Press/Carlos Castro) Opinión
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La democracia es en buena medida autogobierno crítico de una sociedad vigilante, y en una democracia decorosa se hace siempre bueno el último consejo que Maquiavelo (el Maquiavelo humanista que nos muestran Pocock y Skinner) diera a su hijo Héctor: “Figliuolo mio', estudia, trabaja bien, aprende que si tú te ayudas, alguien te ayudará.” Un consejo seguramente aprendido en el fracaso de las ciudades Estado y que inspiró el célebre discurso de posesión presidencial de John F. Kennedy (“No preguntes a tu país que puede hacer por ti…”) y que debiera ser tenido por verdad incontrovertible en una sociedad como la nuestra, que se empeña en no querer entender que los grandes problemas de España no nos los puedan resolver fuera. Y eso, porque fuera no hay más que intereses egoístas y deseos de aprovecharse que para traducirse en beneficios comunes (como sin duda comporta la pertenencia a la Unión Europea) exigen estar presente allí, acreditando continuamente fortaleza democrática y dignidad cívica.

*Eloy García. Catedrático de Derecho Constitucional.

El 'podestà' era una figura -hija del ingenio que para el arte de la invención política tenían y todavía retienen los italianos- que, en un momento particularmente crítico de las ciudades Estado republicanas del siglo XIII, pretendió conjurar la dificultad de mantener la convivencia cívica en el 'commune', entregando el poder a un profesional extranjero experimentado en el oficio, que acudía con todo su equipo humano a gobernar la ciudad y administrar justicia durante un periodo de tiempo normalmente improrrogable, de ordinario seis meses. El objetivo pasaba por evitar que las querellas que dividían las democracias republicanas -desgarradas por guerras de banderías y familias y ajena a otra ambición que detentar lo público en beneficio propio– terminaran destruyéndolas, acudiendo al socorrido procedimiento de residenciar el poder en un extranjero que justamente por su condición de tal tenía la apariencia de neutralidad (institucionalidad, diríamos ahora) frente las facciones.

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