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El final de Sánchez se parecerá al del felipismo, no al de Zapatero
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Ramón González Férriz

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El final de Sánchez se parecerá al del felipismo, no al de Zapatero

Su Gobierno está cogiendo un aire parecido al de los últimos años del felipismo, en los que este tenía que dedicar una enorme cantidad de energía a procurar su propia supervivencia

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Juan Medina)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Juan Medina)
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El empeño central de la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero consistió en aprovechar la riqueza generada por la burbuja económica para que el Gobierno gastara más en Estado del bienestar: becas, sanidad, desempleo, pensiones mínimas o dependencia. Cuando llegó la crisis, Zapatero la gestionó mal. Pero entre que anunció los recortes que ponían fin a su programa de expansión fiscal, en mayo de 2010, y su dimisión, en julio de 2011, transcurrió poco más de un año. En noviembre hubo elecciones. Se juzgue como se juzgue su gestión, el final fue rápido y limpio.

El final del felipismo fue completamente distinto. Se puede discrepar sobre cuándo empezó: con el estallido del caso Juan Guerra en 1989, el de Filesa en 1991 o la crisis económica de 1992. Pero ya era muy real en 1993, cuando el PSOE empezó a utilizar el pasado como arma política por primera vez desde la Transición, la alianza con nacionalistas vascos y catalanes incomodó a muchos, los escándalos afectaron a instituciones como el Banco de España y la Guardia Civil, se fueron conociendo más detalles de la actividad de los GAL y nació la “crispación” con el concurso de un Partido Popular que era una máquina de perder. Porque, durante todos esos años, el PSOE siguió teniendo resultados electorales mucho mejores de lo esperado y ganando las elecciones. Tuvo que ser Jordi Pujol quien, en esta penosa situación, decidiera no apoyar los presupuestos del Gobierno de 1996 y obligar así a Felipe González a convocar elecciones para marzo de ese año. Para esa ocasión, el PSOE estrenó el célebre anuncio en el que identificaba a la derecha con unos virulentos perros dóberman. Según como se cuente, la lenta decadencia del Gobierno de González duró entre siete y tres años. El final fue desolador.

Es poco probable que, en lo que queda de presidencia de Pedro Sánchez, veamos casos comparables a los de Guerra, Mariano Rubio o Luis Roldán o, por supuesto, que surja un GAL. De hecho, todos los ejemplos de corrupción o mala gestión que ahora están emergiendo son de mucha menor importancia. Ni siquiera creo que el caso de Begoña Gómez acabe con una condena. Además, a diferencia de González, Sánchez está acostumbrado a gobernar mediante alianzas incómodas y está dispuesto a hacer cesiones antes impensables a los nacionalistas vascos y catalanes. Y ha utilizado recursos equivalentes a los dóberman de manera constante. Pero su Gobierno está cogiendo un aire parecido al de los últimos años del felipismo, en los que este tenía que dedicar una enorme cantidad de energía a procurar su propia supervivencia.

¿Resistencia para qué?

La palabra “resistencia” que Sánchez utilizó en el título de su primer volumen de memorias aludía a la osadía y la fortaleza de las convicciones. Hoy, esa palabra parece evocar únicamente una mezcla de terquedad y cesión. Cada ley es una agonía o una derrota. Se retiran proyectos como la aprobación del techo de gasto prevista para hoy o, para conseguir el apoyo de los socios, se les hace cualquier concesión imaginable, como abordar asuntos sin ninguna relación como la desclasificación de documentos del CNI. El Gobierno, de hecho, parece no tener ninguna clase de límite en lo que está dispuesto a ceder para continuar: si la amnistía fue imprescindible para la investidura de Sánchez, y un concierto para la de Salvador Illa, ¿qué lo será para los nuevos presupuestos? ¿Y los siguientes? Mientras tanto, los medios e intelectuales afines al Gobierno defienden esta situación porque, para ellos, el debate ya no parece versar sobre la calidad del Gobierno, sino sobre una lucha cósmica entre el bien y el mal en la que el Gobierno es el primero y la oposición el segundo. En este contexto, es una ironía interesante que, como en 1996, el futuro del presidente esté en manos de la derecha nacionalista catalana. El hecho de que ahora su líder sea Carles Puigdemont, y no Jordi Pujol, y que Sánchez esté dispuesto, a diferencia de González, a entregarle cualquier cosa, solo puede hacer que el declive sea si cabe más ostentoso.

Un lento final

En los últimos años, Rodríguez Zapatero se ha envilecido debido a su actividad como lobista e intermediador internacional, en la que se ha puesto de manera sistemática del lado de gobiernos como el venezolano o el chino. Mientras, González ha logrado que se olviden parcialmente sus últimos años de presidencia gracias a sus acertadas posiciones acerca de la política interior y exterior de España. Pero debemos recordar que una de las virtudes de los presidentes es saber cuándo irse. La respuesta de Sánchez a esa pregunta ya es evidente: “Lo más tarde posible, pase lo que pase”. Tengo para mí que eso significa tres años más de Gobierno. Como en el caso del felipismo, es legítimo. Pero también va a ser un desolador proceso de decadencia.

El empeño central de la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero consistió en aprovechar la riqueza generada por la burbuja económica para que el Gobierno gastara más en Estado del bienestar: becas, sanidad, desempleo, pensiones mínimas o dependencia. Cuando llegó la crisis, Zapatero la gestionó mal. Pero entre que anunció los recortes que ponían fin a su programa de expansión fiscal, en mayo de 2010, y su dimisión, en julio de 2011, transcurrió poco más de un año. En noviembre hubo elecciones. Se juzgue como se juzgue su gestión, el final fue rápido y limpio.

Pedro Sánchez
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