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Si la amnistía es tan buena, ¿por qué se avergüenzan de ella?
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Ignacio Varela

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Si la amnistía es tan buena, ¿por qué se avergüenzan de ella?

Si creyeran la mitad de lo que dicen sobre las virtudes de la amnistía​, habría asistido el Gobierno en pleno y el presidente habría reclamado para sí el honor de defenderla personalmente

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, interviene en el debate. (EFE/Fernando Villar)
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, interviene en el debate. (EFE/Fernando Villar)
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Pedro Sánchez calcula con esmero sus ausencias del Congreso. Suelen coincidir con los debates pringosos, en los que conviene preservar la figura del líder y dejar el trabajo sucio a sus sobresalientes (en el sentido taurino del término). Gracias a la sincronización cronométrica con que se manejan la Moncloa y la presidenta de la Cámara, se produjo la casualidad sin duda, imprevisible— de que Armengol fijara el debate sobre la admisión a trámite de la ley de amnistía precisamente el día en que Sánchez tenía que intervenir en otro Parlamento, el de Estrasburgo —un compromiso fijado y conocido hace meses—.

Así pues, el presidente del Gobierno y secretario general del partido promotor de la proposición de ley pudo encadenar en los días anteriores varias entrevistas y, en la víspera, ejercer de protagonista en la presentación de un libro de encargo escrito por Irene Lozano, pero le resultó fatalmente imposible estar presente en el debate parlamentario para dar vía libre a la pieza legislativa más controvertida de su mandato. La misma, en su contenido material, que su partido rechazó en la legislatura anterior por considerarla manifiestamente anticonstitucional.

A la presentación del libro fake acudieron 14 ministros que, al parecer, no tenían nada mejor que hacer un lunes al mediodía; pero se ve que todos estaban ocupadísimos en la tarde del martes y, cuando el hijo de Lalo López Albizu rompió a recitar su discurso (o lo que fuera) de defensa de la proposición de ley, el espectáculo del banco azul era desolador: solo la ministra de Hacienda arropaba al orador, digo yo que más bien por su condición de vicesecretaria del PSOE.

Tanto escaqueo gubernamental sirvió para subrayar una de las consignas que López repitió con desparpajo digno de mejor causa. Oiga, que dicen que lo de la ley de amnistía se le ha ocurrido autónomamente al grupo parlamentario socialista, sin que el Gobierno tenga nada que ver con ella ni haya participado en su redacción —que ha sido cosa de Patxi— ni en su negociación, de la que se ocupa únicamente un señor con despacho en Ferraz llamado Santos Cerdán.

Hasta en la bancada socialista se escaparon risas nerviosas cuando el voluntarioso portavoz explicaba que por eso se trata de una proposición de ley y no de un proyecto del Gobierno. Hay que ser fascista para imaginar que se ha hecho así para eludir los dictámenes, muy probablemente negativos, del Consejo General del Poder Judicial y del Consejo de Estado; o que Armengol, soldado con galones, la ha metido por el procedimiento de urgencia para abreviar los plazos de la vergüenza: mejor cuanto antes se liquide el enojoso asunto y comience la operación amnesia.

Eso explicaría también que todos los grupos de la mayoría colaboraran al bajonazo que se quiso dar al debate, delegando en diputados subalternos el marrón de defender la ley. El único primer actor del bloque oficialista que salió al ruedo fue Rufián, que malgastó su tiempo parloteando de cualquier cosa menos de la amnistía. La oposición, por el contrario, se vistió de gala e hizo subir a la tribuna a sus primeras figuras, Feijóo y Abascal. Como el jefe de Vox se sumó al coro sanchista y se dedicó también a zurrar al PP, por momentos pareció que era ese partido el que se sometía a examen.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, en el Congreso (EFE/Fernando Villar)
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López abandonó para esta ocasión la línea argumental pragmática de la necesidad travestida en virtud, que es miserable, pero resulta más creíble porque mantiene algún contacto lejano con la realidad. En su lugar, recuperó íntegramente el cuento chino de la concordia, la pacificación y la vocación misionera de los socialistas frente a los sembradores de odio de la derecha. Obviamente, la tarea le excedía y concluyó la faena en su estilo habitual asilvestrado, tras hacerse un lío con la diferencia entre indulto y amnistía. Por lo demás, resulta particularmente apestosa en su boca la insistencia en equiparar este enjuague con la amnistía de 1977.

Algo raro pasa con esta ley. La exaltación retórica de sus innumerables propiedades balsámicas para la paz, la convivencia y la concordia entre los españoles (incluidos quienes no quieren serlo) casa mal con el hecho de que Sánchez haya necesitado siete años para descubrirlas: un largo trayecto desde que respaldó el 155 para Cataluña, calificó los hechos de 2017 como rebelión y se comprometió a traer a Puigdemont entre dos guardias para ponerlo delante de un juez y meterlo en la trena. Y casa fatal con el tratamiento vergonzante que el Gobierno da a esta ley: con una mano la promueve porque le va la vida en ello y con otra se desmarca de ella como de la lepra. Si creyeran la mitad de lo que dicen sobre las virtudes de la amnistía, habría asistido el Gobierno en pleno y el presidente habría reclamado para sí el honor de defenderla personalmente.

El debate resultó en una cansina repetición de argumentarios de chatarra por todas las partes. Los portavoces del oficialismo, sin excepción, repitieron hasta el hastío la teoría de la desjudicialización de la política, que contiene algo tan aberrante como la reclamación de un salvoconducto de impunidad que libere la política del escrutinio de la Justicia. Me pregunto en virtud de qué extraño privilegio hay que desjudicializar la política y no la arquitectura, la medicina, la agricultura o cualquier otra actividad. Un cirujano que se dedicara deliberadamente a destripar a sus pacientes no podría argüir que se trata de un problema médico que solo compete solucionar a la medicina. Desde el instante en que existe apariencia de delito, estamos ante un asunto policial y judicial, da igual el ámbito en que se produzca. Lo que no excluye que, además, siga necesitándose un tratamiento político. Contraponer política y Justicia como si hubiera que optar por una o la otra es una estafa ideológica y demuestra la velocidad de propagación del virus populista mientras se marchita el Estado de derecho, que por algo se llama así. Además, quienes un día promueven esa idea se abalanzan al día siguiente a exigir fieramente responsabilidades criminales y castigos ejemplares para sus adversarios políticos, sin esperar siquiera un juicio y una sentencia.

Como viene siendo costumbre, lo único rescatable de la tarde fue la intervención clarificadora del diputado de JxCAT. En resumen, vino a decir: primero, esta ley se aprobará porque fue la primera condición que puso Puigdemont para prestar sus siete votos a la investidura de Sánchez. Segundo, sueñan o mienten quienes digan que hemos renunciado a la independencia de Cataluña. Tercero, nadie cometió un delito en 2017 salvo los policías que apalearon y los jueces que prevaricaron: den gracias de que esta amnistía también los beneficie a ellos. Cuarto, ustedes los españoles tienen mucho que remar hasta que reparen tres siglos de opresión sobre Cataluña, que comenzó en 1714 y jamás ha cesado desde entonces.

Se agradece la claridad, pero solo una pregunta: si esa versión de la historia fuera algo más que una alucinación, ¿aceptarían los nacionalistas catalanes que se restituyese a Cataluña el estatus que tenía antes de Felipe V? Sería bueno saberlo, porque quizá por ahí aparecería una vía de solución inesperada.

Feijóo, además de recibir bofetadas por todos los flancos, repitió tal cual su discurso en las últimas manifestaciones convocadas por el PP, incluidos los vivas de rigor —lo que es novedoso en los usos parlamentarios—. “Esta es una sesión triste”, dijo en el arranque. Tenía razón en eso. Pero sospecho que, tras la pifia monumental que cometió entre mayo y julio, todas las sesiones de esta legislatura resultarán tristes para el líder de la oposición, y también con motivo.

En todo caso, es inútil el esfuerzo gubernamental por dar carpetazo a este asunto cuanto antes. Pasarán la Navidad y la Semana Santa, llegará el verano y la amnistía, aunque se haya aprobado en el Parlamento y publicado en el BOE, seguirá sin poder aplicarse y vomitando paletadas de discordia, como corresponde a su naturaleza cismática.

Pedro Sánchez calcula con esmero sus ausencias del Congreso. Suelen coincidir con los debates pringosos, en los que conviene preservar la figura del líder y dejar el trabajo sucio a sus sobresalientes (en el sentido taurino del término). Gracias a la sincronización cronométrica con que se manejan la Moncloa y la presidenta de la Cámara, se produjo la casualidad sin duda, imprevisible— de que Armengol fijara el debate sobre la admisión a trámite de la ley de amnistía precisamente el día en que Sánchez tenía que intervenir en otro Parlamento, el de Estrasburgo —un compromiso fijado y conocido hace meses—.

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