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Ignacio Varela

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Sánchez exporta el bibloquismo a Europa

Sánchez llegó a Estrasburgo con ganas de camorra. Lo demostró en la primera parte de su discurso, dedicada a alardear de la gloriosa victoria lograda por las fuerzas del progreso bajo su liderazgo providencial

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su discurso en la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo. (EFE/EPA/Ronald Wittek)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su discurso en la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo. (EFE/EPA/Ronald Wittek)
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No es sencillo ni habitual montar un alboroto en el habitualmente circunspecto y muy modoso Parlamento Europeo. Mucho menos si la trapisonda se produce con ocasión de la comparecencia informativa del primer ministro del país que ejerce la presidencia rotatoria de la Unión. Los alardes de sectarismo, bordería política y gamberrismo tumultuario a los que nuestras señorías nos tienen aquí acostumbrados son allí excepcionales, y se reciben con disgusto.

Pues bien, Pedro Sánchez consiguió este miércoles provocar en Estrasburgo una pelotera de esas en las que se siente particularmente cómodo, y lo hizo por el procedimiento de exportar al corazón de la Unión Europea su producto político predilecto para la política española, el bibloquismo de vocación pendenciera.

Aparentemente, el orden del día no podía ser más inocuo. Es tradición que el jefe del Ejecutivo del país al que corresponde la presidencia rotatoria explique al Parlamento, en el inicio de su periodo, los objetivos que se propone alcanzar durante el semestre. Como el propio Sánchez explicó, la circunstancia extraordinaria de que el principio de la presidencia española coincidiera con unas elecciones generales anticipadas hizo poco aconsejable respetar el ritual acostumbrado, de tal forma que lo que suele ser una exposición de propósitos se convirtió en un balance de gestión.

Con ello, ya admitió implícitamente una primera anomalía. El semestre de la presidencia española, sobre el que se crearon expectativas desmesuradas porque se esperaba que fuera tiempo de precampaña, ha estado completamente atravesado por la peripecia doméstica electoral y poselectoral. La atención del Gobierno, singularmente de su presidente, se concentró exclusivamente en la tarea de seguir siéndolo a toda costa, y la gestión de la presidencia europea quedó reducida al trabajo eficiente de los bien rodados aparatos funcionariales de Madrid y Bruselas. Lo que, por otra parte, es lo más habitual, ya que la presidencia rotatoria ha pasado a ser una pieza ornamental, perfectamente prescindible desde que existe un presidente permanente del Consejo Europeo.

En la memoria histórica de la Unión, este semestre de presidencia española pasará sin mayor pena ni gloria, con los dos únicos destellos visibles de una hermosa visita turística a la Alhambra y de la bronca final con que Sánchez, por motivos ignotos, decidió rubricarla.

En las instituciones europeas, especialmente en el Parlamento, existe ya una fatiga muy próxima a la irritación por la afición de tomar sistemáticamente Bruselas y Estrasburgo como escenarios de los conflictos hispano-españoles. Los eurodiputados y altos funcionarios comunitarios asisten con hastío creciente al espectáculo de los partidos españoles apedreándose recíprocamente por pendencias internas que, en general, a ellos les traen sin cuidado. Pasear el gallinero político español por Europa es una forma de perder el tiempo, hacérselo perder a los demás y, de paso, cargarse la imagen del país. Y produce especial rechazo si, como intentó hacer Sánchez el miércoles, se trata de exportar nuestro bibloquismo cerril al resto de Europa, pretendiendo que el modelo carpetovetónico existe también en toda la Unión.

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El caso es que, quizá por la inercia de la reyerta cotidiana, Sánchez llegó a Estrasburgo con ganas de camorra. Lo demostró en la primera parte de su discurso, dedicada a alardear de la gloriosa victoria lograda por las fuerzas del progreso bajo su liderazgo providencial contra la conjura reaccionaria urdida por la alianza siniestra de la derecha y la ultraderecha, dispuestas a devolver España a las cavernas y, con ella, a Europa entera. El resto del discurso fue un relato rutinario de una rutinaria presidencia, que bien podría haber realizado el subsecretario del Ministerio de Exteriores. Pero la provocación estaba consumada; y, cómo no, vino la respuesta.

Mal asunto ir a Estrasburgo a tocar las narices a los conservadores alemanes, que lideran el grupo mayoritario del Parlamento, en plena precampaña de las elecciones europeas. Su portavoz, Manfred Weber, replicó a Sánchez con una intervención sobreactuada y destemplada, entrando de lleno en la denuncia de todos los desmanes que la oposición española atribuye al Gobierno sanchista. De su mitin reactivo solo rescato una idea: “En Alemania, señor Sánchez, resolvemos los problemas en el espacio de la centralidad poniéndonos de acuerdo conservadores, socialdemócratas y liberales, incluso formando gobiernos de gran coalición cuando es necesario”.

Lo mismo, por cierto, que sucede nueve veces de cada 10 en el Parlamento Europeo con la contribución activa de los socialistas españoles, que pierden el pelo de la dehesa y olvidan el frentismo cainita en cuanto pasan los Pirineos.

Sánchez no resistió la tentación y embistió directamente a Weber, buscándole la femoral. Ahí desbarró por completo. Primero, porque acusó de cómplice de la ultraderecha al líder de uno de los pocos partidos conservadores que mantienen a rajatabla la política del cordón sanitario frente a la extrema derecha, en uno de los países que proscriben a los partidos anticonstitucionales o contrarios a la unidad nacional. Segundo, porque se inventó sobre la marcha un cuento chino de cambios masivos de nombres de calles por parte de Vox, cuando Vox solo tiene alcaldes en 33 pueblos minúsculos (el más poblado tiene apenas 7.000 habitantes y solo cinco de ellos pasan de 1.000: pocas calles pueden cambiar de nombre si es que alguno lo ha intentado). Tercero, porque, ya en pleno desenfreno verbal, tuvo la ocurrencia de sacar a colación el Tercer Reich, ante la estupefacción de la Cámara. Haciendo amigos, vaya. La consecuencia fue que, excepto la portavoz del PSOE, ni un solo diputado socialdemócrata pidió la palabra para respaldar a Sánchez. A esas alturas, ya había olvidado por completo que estaba allí cumpliendo una misión institucional y no un mitin de su partido.

Para completar la función, salió Puigdemont a la tribuna y aprovechó los 90 segundos que le concedieron para mirar fijamente a Sánchez y recordarle los términos del chantaje: o pagas, o te liquido. Esta vez, silencio cósmico del presidente español. Con la amnistía, ha adelantado el pago del primer plazo, pero es consciente de que pagar el segundo —el uso oficial del catalán en las instituciones europeas— está fuera de su alcance. Por cierto, el coste de implantar tres nuevas lenguas equivale a todo lo que la Unión Europea destina como ayuda frente a la catástrofe humanitaria de Gaza.

Habitualmente, es posible desentrañar el propósito táctico de los movimientos de Sánchez, se esté o no de acuerdo con ellos. En esta ocasión, no consigo encontrar la ventaja que haya podido resultar para él ni, desde luego, para España, del show que protagonizó en Estrasburgo. Si se hubiera limitado a formular un relato pulcro del semestre europeo prescindiendo de belicosidades ideológicas, quizá Weber le hubiera soltado igualmente la andanada que, sin duda, traía preparada; pero, en ese caso, el papel de provocador habría cambiado de bando. Y si hubiera puesto en su sitio a Puigdemont… ¿para qué imaginar imposibles? Carece de autonomía política para hacer tal cosa.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su discurso en la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo. (EFE/EPA/Ronald Wittek) Opinión
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Como ha observado Cristian Campos, durante años se dijo —no sin razón— que la derecha española no era homologable a la europea. Hoy lo es, tanto en la versión moderada como en la extremista, que, por desgracia, tiene corresponsales en todo el continente. Pero quizá resulte pertinente preguntarse si quien se ha deshomologado es la izquierda española respecto a la europea. De ahí el estupor que produjo en Estrasburgo la actuación del presidente español. Como ha declarado Weber, si tenía la esperanza de acceder en el futuro a algún alto cargo europeo, puede ir olvidándose de ello.

No es sencillo ni habitual montar un alboroto en el habitualmente circunspecto y muy modoso Parlamento Europeo. Mucho menos si la trapisonda se produce con ocasión de la comparecencia informativa del primer ministro del país que ejerce la presidencia rotatoria de la Unión. Los alardes de sectarismo, bordería política y gamberrismo tumultuario a los que nuestras señorías nos tienen aquí acostumbrados son allí excepcionales, y se reciben con disgusto.

Pedro Sánchez
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