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Ignacio Varela

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Por qué en Europa están hartos de los partidos españoles

En los órganos de la Unión Europea, donde están hasta el moño de que los conflictos hispano-españoles acaparen el tiempo que deberían dedicarse a asuntos más productivos

Foto: La vicepresidenta designada de la Comisión Europea para una Transición Limpia, Justa y Competitiva, Teresa Ribera. (EFE/EPA/Olivier Hoslet)
La vicepresidenta designada de la Comisión Europea para una Transición Limpia, Justa y Competitiva, Teresa Ribera. (EFE/EPA/Olivier Hoslet)
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Si la mayoría de los ciudadanos españoles renegamos de la apestosa interpretación de la política que han impuesto nuestros partidos (pese a haberlos votado), sírvanos de consuelo, aunque sea pobre, que un sentimiento similar se extiende por días en los órganos de la Unión Europea, donde están hasta el moño de que los conflictos hispano-españoles acaparen el tiempo que deberían dedicarse a asuntos más productivos, pongan reiteradamente en peligro la mayoría estabilizadora que allí funciona entre conservadores, socialdemócratas y liberales y, finalmente, se conviertan en un obstáculo para el funcionamiento regular de las instituciones. Lo sucedido con Teresa Ribera, una historia cuyo final está aún por verse, es la penúltima muestra de cuán contagiosa y nociva puede llegar a ser la polarización carpetovetónica cuando se convierte en producto para la exportación.

Hay pocas cosas que incomoden más en Bruselas y Estrasburgo que verse contaminados por las querellas políticas domésticas de los países miembros. Bastante complicado es ordenar un tráfico más o menos armónico entre 27 Estados con distintos intereses, gobiernos de ideologías dispares y una larga historia de rivalidades y enfrentamientos recíprocos, como para tener que arbitrar, un día sí y otro también, en sus broncas internas. Especialmente si quienes protagonizan esas broncas son las sucursales locales de las dos fuerzas fundacionales y aún mayoritarias de la Unión Europea, conservadores y socialistas, sin cuya actuación concertada el tinglado entero se iría al garete.

Pues bien, sin ánimo de comparar hechos de naturaleza y envergadura muy distinta, puede decirse que desde que David Cameron tuvo la infausta idea de convocar un referéndum infausto que desembocó en el no menos infausto Brexit, ningún país ha perturbado tanto con su política doméstica el funcionamiento de la Unión como lo viene haciendo España. Ni siquiera los muy inquietantes Gobiernos de Hungría y Polonia (en este caso, hasta la llegada al poder de Donald Tusk) y mucho menos la Italia de Giorgia Meloni, primero de los países fundadores gobernado por la extrema derecha.

Comenzamos a dar seriamente el coñazo en Europa a partir de la insurrección incivil de las instituciones catalanas contra el Estado español, conflicto que se exportó inmediatamente a Europa, tanto en el ámbito político como en el judicial. Mientras el objeto del debate fue la defensa de la integridad territorial de España frente a la intentona secesionista, no hubo grandes problemas: en la Unión Europea se admiten pocas bromas en esa materia.

Foto: Teresa Ribera, candidata a vicepresidenta ejecutiva de la Comisión Europea. (Reuters/Pool/John Thys)
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Lo malo fue cuando la cosa devino en un diluvio de ataques recíprocos entre el partido del Gobierno y el de la oposición. Se entiende muy mal que el Gobierno de Sánchez no sólo proporcione amparo continuo a las fuerzas separatistas a las que en su día el PSOE denunció y, además, les haya entregado el control de la política española para facilitar su designio de demoler el Estado. Y causa estupor, cuando no irritación, que la oposición del PP se empeñe en trasladar al Parlamento de Estrasburgo las infectas sesiones de descontrol de los miércoles en el Congreso y sus prácticas de bloqueo institucional.

Desde entonces, no hemos cesado de exportar nuestro detrito político. Se ha escenificado allí la reyerta sobre la gestión de la pandemia, sobre el déficit y la deuda, sobre el Consejo General del Poder Judicial, sobre el uso de las lenguas cooficiales, sobre la ley de amnistía… y ahora hemos logrado la dudosa hazaña de bloquear -si no hacer descarrilar, ya veremos en qué termina esta merdé- la formación de la Comisión Europea.

Teresa Ribera es vicepresidenta del Gobierno y se supone que dirige un ministerio dedicado nominalmente a la Transición Ecológica y al Reto Demográfico. Así, con mayúsculas. Considerando que, junto con las migraciones masivas, esas son las cuestiones más decisivas de nuestro tiempo, la máxima responsable de coordinar esas políticas en el Gobierno necesita dedicación absoluta y una considerable capacidad de cooperación y entendimiento con las fuerzas políticas y sociales y con los gobiernos territoriales, sean del partido que sean.

Ninguna de esas virtudes adorna a Ribera. Por una parte, su dogmatismo en materia medioambiental ha provocado toda clase de conflictos evitables. Puede decirse sin exagerar que Ribera ha hecho tanto daño a la causa del ecologismo como Irene Montero al feminismo: ambas han operado, en sus ámbitos respectivos, como fábricas de negacionistas. En realidad, siempre me ha parecido una política sobrevalorada y más bien nociva, que ha escalado hasta la cumbre, como tantos otros, desde la adhesión inquebrantable y servil a Sánchez. De hecho, si llega a ocupar su cartera en Bruselas, ya se ocupará la presidenta de la Comisión de rodearla de carabinas para contener sus excesos doctrinarios.

Por otro lado, para ser el Gobierno más verde (en el doble sentido de la palabra) de la historia de España, se ha permitido el lujo de dejar vacante de hecho la cartera de Transición Ecológica durante ocho meses -y lo que falta hasta que Ribera ocupe su nuevo cargo en Bruselas, si es que llega-.

Foto: Una persona en el barranco del Poyo, desbordado a su paso por L'Horta Sud. (Europa Press/Rober Solsona)

Desde el momento en que la Junta Electoral la proclamó como cabeza de lista del PSOE para las elecciones europeas, lo lógico es que hubiera salido del Gobierno para dedicarse en plenitud a la campaña; que hubiera ocupado el escaño para el que la votaron más de cinco millones de electores y que hoy, desde el Parlamento Europeo, se preparara a conciencia para ocupar un puesto destacado en a Comisión, a ser posible con un respaldo amplio de las fuerzas políticas españolas.

Pero como el sanchismo es insaciable, todo lo hicieron al revés. Ribera permaneció en el Gobierno para beneficiarse de los recursos oficiales durante la campaña. En lugar de ocupar su escaño, se apalancó preventivamente en un ministerio que, de facto, ha descuidado por completo mientras se gestionaba su candidatura para saltar a la vicepresidencia de la Comisión Europea. Y finalmente, se ha visto envuelta en el destrozo humano, social y político de la catástrofe de Valencia, exhibiendo el mismo grado de incuria dolosa y sectaria que su presidente y los dos Gobiernos implicados, el de España y el de la Comunidad Valenciana. En consecuencia, su figura es partícipe de la muy justa oleada de cólera ciudadana sobre todos los políticos que han tenido algo que ver con esta calamidad (en realidad, sobre todos los políticos sin distinción de colores).

Como era de esperar, la oposición ha visto la ocasión de infligir un daño grave al Gobierno. Mientras se anuncia la llegada inminente de un nuevo temporal que afectará, entre otras, a la Comunidad Valenciana con el peligro cierto de que se eche a perder el esfuerzo de reconstrucción recién iniciado, el PP se afana en frenar el nombramiento de Ribera -o, al menos, de retrasarlo cuanto puedan para hacer pagar a Sánchez el coste de su elección o conseguir una reducción sustancial de sus competencias-.

Foto: La vicepresidenta tercera y ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera. (Reuters/Archivo/Violeta Santos Moura)

La manera que ha encontrado para hacerlo es convencer al PP europeo de que escenifique un veto a Ribera amparándose en su desaparición durante los sucesos de Valencia, a lo que siguió la amenaza del grupo socialdemócrata (impulsado por el PSOE) de responder con un veto paralelo a todos los demás candidatos a vicepresidentes y el peligro cierto de colapso en la formación de la nueva Comisión Europea.

La pericia bruselense en salvar este tipo de situaciones críticas parece haber conducido a un aplazamiento de los nombramientos y al compromiso de votar a todos los candidatos en bloque para evitar castigos individuales. Pero en ese intervalo Ribera tiene que comparecer en el Congreso de los Diputados y ya verán en qué clase de carnicería se convierte esa sesión, hasta el punto de que podría llegarse a la votación en Estrasburgo con su imagen hecha trizas, aún más de lo que ya está. Luis Planas, calienta que igual tienes que saltar al campo.

¿Quién dijo que hay una tregua política a causa de la catástrofe? No la ha habido ni un solo minuto, por eso sobre los gobernantes y sus partidos pesa una cuota importante de culpa en la matanza.

Quizá terminen comprendiendo que, tras lo de Valencia, los recursos habituales de escapismo como confiar en la amnesia colectiva o engancharse en un confuso clinch boxístico para eludir las culpas propias han dejado de funcionar. En este asunto, quien inculpa al otro se autoinculpa.

Si la mayoría de los ciudadanos españoles renegamos de la apestosa interpretación de la política que han impuesto nuestros partidos (pese a haberlos votado), sírvanos de consuelo, aunque sea pobre, que un sentimiento similar se extiende por días en los órganos de la Unión Europea, donde están hasta el moño de que los conflictos hispano-españoles acaparen el tiempo que deberían dedicarse a asuntos más productivos, pongan reiteradamente en peligro la mayoría estabilizadora que allí funciona entre conservadores, socialdemócratas y liberales y, finalmente, se conviertan en un obstáculo para el funcionamiento regular de las instituciones. Lo sucedido con Teresa Ribera, una historia cuyo final está aún por verse, es la penúltima muestra de cuán contagiosa y nociva puede llegar a ser la polarización carpetovetónica cuando se convierte en producto para la exportación.

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