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¿Con cuántos antisistema puede sobrevivir un sistema?
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Ramón González Férriz

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¿Con cuántos antisistema puede sobrevivir un sistema?

No tenemos muchas herramientas para, a corto plazo, devolver a los sectores de la sociedad descontentos la confianza en un sistema que, en muchos sentidos, ha fallado

Foto: Eric Zemmour, en un acto en Beziers. (Reuters/Eric Gaillard)
Eric Zemmour, en un acto en Beziers. (Reuters/Eric Gaillard)

Las democracias occidentales son más o menos sólidas. Cada día saltan escándalos —la independencia judicial en España, un antiguo asesor de Macron condenado por violencia en Francia, el posible caso de corrupción del ya excanciller austriaco— y existe la sensación generalizada de que el sistema representativo y el Estado de derecho no pasan por su mejor momento. Pero no es razonable pensar que la aparente ineficiencia de las democracias, o su exposición a las malas prácticas, vaya a hacer que se suiciden a medio plazo. Los sistemas democráticos son resilientes. Ahora bien, a largo plazo, ¿con cuántos antisistema puede sobrevivir un sistema?

Veamos algunos ejemplos. En el Congreso de los Diputados español, de un total de 350 diputados, hay por lo menos 93 que mantienen una posición ambigua respeto al sistema constitucional (Podemos, Vox y PNV) y 25 son abiertamente contrarios a él (ERC, JxCAT, BNG, EH Bildu, CUP). Es decir, que un tercio de la Cámara no es del todo fiel al orden establecido. Dentro de España, en Cataluña, más de la mitad de votantes de las elecciones autonómicas suelen hacerlo en favor de partidos que quieren abolir el estado de cosas actual.

Foto: Eric Zemmour. (Reuters)

En Francia, de acuerdo con una encuesta del diario 'Le Figaro' publicada la semana pasada, Emmanuel Macron —representante de la ortodoxia republicana en el país— obtendría un 25% de los votos en la primera ronda las elecciones presidenciales de la próxima primavera, pero los candidatos más o menos antisistema (Zemmour y Le Pen en la derecha dura, Mélenchon en el equivalente de izquierdas) sumarían entre todos alrededor del 41,5%. En Italia, según una encuesta de esta semana, los partidos contrarios al 'establishment', o que se encuentran en plena transición hacia ello (Movimiento 5 Estrellas, Liga y Hermanos de Italia), sumarían en unas elecciones el 54,8% de los votos, frente al 29,3% que conseguirían las formaciones tradicionales de centro izquierda y centro derecha. En Estados Unidos, según algunos estudios, seis de cada 10 votantes creen que los resultados electorales no son fiables.

La percepción de un sistema podrido

Seguro que en estas cuentas alguien verá incoherencias metodológicas: los sistemas políticos son distintos, como lo son los sistemas electorales, por no hablar de los criterios para considerar quién es partidario del sistema vigente y quién es contrario a él. Pero, en todo caso, parece evidente que, más allá de que los Estados puedan seguir llevando a cabo su cometido, y de que las sociedades mantengan de manera precaria la convivencia, existe una sensación generalizada de que el sistema está podrido.

Los partidos tradicionales, transformados en diverso grado por las circunstancias, siguen ganando elecciones y, con pocas excepciones, gobernando. Los contrarios al sistema parecen convencidos de que la mejor manera de subvertirlo es lo que los viejos izquierdistas llamaban 'entrismo': ocupar las instituciones supuestamente corruptas para apoderarse de ellas (y, en no pocos casos, vivir del erario público al tiempo que se critica su excesiva generosidad o su carácter represivo). Se puede optar por ser relativamente triunfalista, encogerse de hombros y asumir que en una democracia este tipo de oposición forma parte de su paradójica vitalidad y que las cosas siguen más o menos como deben. Pero, sin ser catastrofistas, es evidente que tenemos un problema. La democracia puede arrastrar los pies mucho tiempo. Quizás incluso de manera indefinida: el sistema no es resiliente por casualidad, está diseñado así —con poderes dispersos en pugna, con gobiernos grandes y divididos regionalmente— para serlo. Pero al mismo tiempo está claro que no cumple sus expectativas si entre un tercio y la mitad de quienes viven en él lo consideran despreciable.

Foto: Anne Applebaum

¿Qué hacer entonces? La respuesta tradicional era que "se trata de la economía, estúpido". Bastará con recuperar un crecimiento robusto y distribuirlo de forma inteligente para que los antisistema se queden sin argumentos acerca de la ineficiencia del sistema y el carácter inherentemente egoísta y corrupto de sus élites. Otra, más reciente, es que el problema es sobre todo cultural: las élites se han distanciado tanto de las formas de vida de la ciudadanía que, hasta que renuncien en parte a sus privilegios, es imposible evitar el resentimiento.

Brechas crecientes entre ciudadanía y élites

Ambas cosas son increíblemente difíciles. Las nuevas grandes tendencias políticas y económicas plantean disyuntivas terroríficas. Por un lado, aun cuando sea necesaria una gran redistribución del hipotético crecimiento, las clases medias parecen muy reacias a pagar más impuestos para salvar a quienes se han descolgado de ellas, a pesar de que corren el riesgo de ser las siguientes. Por otro lado, es muy probable que cuestiones como la digitalización y la lucha contra el cambio climático amplíen todavía más las brechas culturales, además de las económicas, entre las élites cognitivas y el resto de la sociedad.

Foto: Zemmour firma un libro tras un mitin organizado en septiembre. (EFE) Opinión
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El panorama a medio plazo es, pues, ambivalente. ¿Quieren buenas noticias? Los independentistas españoles no conseguirán la independencia, ni los izquierdistas radicales harán una revolución comunista; a medio plazo, Vox estará muy cerca del Gobierno, pero solo cumplirá la parte más cosmética de su programa; Zemmour no será presidente en Francia y puede que su éxito contribuya a que Macron sea reelegido; cuando partidos como los antisistema italianos se han acercado al poder, se han doblegado a él, y lo seguirán haciendo, como demuestra el apoyo de la Liga o del Movimiento 5 Estrellas a Draghi. De modo que la democracia sobrevivirá. ¿Quieren malas noticias? No tenemos muchas herramientas para, a corto plazo, devolver a esos sectores de la sociedad descontentos la confianza en un sistema que, en muchos sentidos, ha fallado. Y créanme si les digo que la nueva retórica progresista de los milmillonarios tampoco será de ayuda.

Así que tendremos que acostumbrarnos a la nueva situación. Ni siquiera la pandemia y la generosa respuesta económica que Estados Unidos y la Unión Europea han puesto sobre la mesa para responder a ella van a cambiar las cosas de manera definitiva. Durante la última década, los insurgentes han mirado a los ojos a la ciudadanía y le han asegurado que su ascenso al poder y una transformación política radical eran fenómenos inevitables. No lo eran. La pregunta siguiente es: ¿con cuántos antisistema puede sobrevivir el sistema? La respuesta, ambigua, es: con bastantes, aunque sobreviva mal.

Las democracias occidentales son más o menos sólidas. Cada día saltan escándalos —la independencia judicial en España, un antiguo asesor de Macron condenado por violencia en Francia, el posible caso de corrupción del ya excanciller austriaco— y existe la sensación generalizada de que el sistema representativo y el Estado de derecho no pasan por su mejor momento. Pero no es razonable pensar que la aparente ineficiencia de las democracias, o su exposición a las malas prácticas, vaya a hacer que se suiciden a medio plazo. Los sistemas democráticos son resilientes. Ahora bien, a largo plazo, ¿con cuántos antisistema puede sobrevivir un sistema?

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