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La legislación santimonia: cuando no se evalúa, se reza
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La legislación santimonia: cuando no se evalúa, se reza

La ley ya no ordena, organiza o disciplina; más bien reza mediante una plática cuyo objetivo responde al principio fundamental de la legislación santimonia

Foto: Imagen: Pixabay/Sang Hyun Cho.
Imagen: Pixabay/Sang Hyun Cho.

En una obra emblemática que, en mi opinión, está destinada a convertirse en un clásico —si es que esta expresión conserva todavía hoy algún significado— Pablo de Lora nos advierte de los inevitables riesgos que conlleva la creciente moralización de la vida pública, un pernicioso proceso que permea las instituciones, las leyes y las prácticas políticas de las sociedades contemporáneas y que goza en nuestro país de una especial significación.

Los derechos en broma ofrece mucho más que un diagnóstico puramente coyuntural; penetra profundamente en la anatomía de un estado que califica de “parvulario”, que infantiliza al ciudadano convirtiéndole en un ser desvalido necesitado permanentemente de cuidado y protección.

Los individuos, así desposeídos de toda fortaleza y autonomía se entregan mansamente a lo que el profesor De Lora denomina “burocracia del consuelo”, una formidable maquinaria administrativa que se nutre permanentemente del interminable agravio que pretende eliminar.

El combustible que alimenta constantemente la llama es, precisamente, la “legislación santimonia”, una modalidad legislativa que rezuma virtuosidad, que hace de la ostentación moral un signo de distinción mediante el uso de un lenguaje inflacionario sobre los derechos humanos, las libertades fundamentales, los grandes ideales constitucionales, la inalienable igualdad entre todos los seres humanos y demás iconos de una legislación que más que prescribir, parece consagrada a elevar una especie de plegaria laica invocando algún ignoto ideal. La ley ya no ordena, organiza o disciplina; más bien reza mediante una plática cuyo objetivo responde al principio fundamental de la legislación santimonia: en la lucha contra el mal lo importante es sentirse bien.

Foto: La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. (EFE/Fehim Demir)

Esta inusitada explosión de moralidad encuentra su hábitat natural en los preámbulos o en las exposiciones de motivos de las diferentes normas que experimentan una verdadera inflación de algo parecido a una especie de singular “emotividad jurídica”, en constantes apelaciones a los principios fundacionales o a misteriosas entidades metafísicas carentes de cualquier referente empírico. Los ejemplos son múltiples y se extienden a todo tipo de cuestiones y materias desde el apoyo a las pequeñas y medianas empresas, a la agencia de supervisión de inteligencia artificial, normas relativas al medioambiente o leyes de control alimentario y por supuesto a todas las cuestiones relacionadas con los derechos y libertades.

La razón de ello resulta obvia: por su propia naturaleza el articulado de las normas tiene una función más prescriptiva, presenta más resistencias técnicas y ofrece menos oportunidades para ser utilizado como cámara de eco de esos grandes relatos que apenas enmascara la legislación santimonia.

Por extraño que parezca, en España carecemos casi por completo de un mecanismo de evaluación de las políticas e inversiones públicas

Pero no es este el aspecto que ahora quiero destacar. Los derechos en broma ofrecen un amplio elenco de la multitud de variedades que se agrupan bajo el halo protector de los buenos deseos y las buenas intenciones.

Mi propósito es conectar —procurando una explicación plausible— la indiscutible evidencia de la incontrolada propagación de la legislación santimonia con otra singular característica de nuestro sistema legislativo que, por ausencia o incomparecencia, favorece la emergencia de esta modalidad de legislación moralizante. Me refiero a la inexistente valoración de las políticas públicas.

Por extraño que pueda parecer, en nuestro país carecemos casi por completo de un mecanismo de evaluación de las políticas e inversiones públicas. Hasta hace muy poco no disponíamos siquiera de una ley al respecto y eso que solo en el último año se dictaron más de doce mil normas de todo rango. Tan solo en diciembre de 2022 se aprobó una ley de evaluación de políticas públicas y ello por imperativo de la Unión Europea en relación con los fondos de recuperación de los que estamos siendo beneficiarios.

Foto: La presidenta de la AIReF, Cristina Herrero. (Efe)

La aprobación de la ley no supone ninguna garantía, y tampoco un cambio en el desolador panorama de la medición y evaluación en nuestro país. Al decir de la mayoría de los especialistas la ley es muy deficiente, le falta transparencia, el organismo evaluador carece de independencia y desconoce por completo las técnicas de evaluación, en particular, el análisis coste-beneficio, que es considerado unánimemente como el fundamento de las políticas de evaluación.

En el laberinto burocrático que crea la ley no se vislumbra ninguna evaluación ex ante, ni tampoco se articula ningún seguimiento de resultados de manera tal que las políticas e iniciativas legislativas carecen de todo referente empírico serio. El análisis de impacto normativo, un sucedáneo que ha devenido en poco más que un protocolo estandarizado, no ofrece ninguna información relevante limitándose a engrosar la nefasta burocracia del papel.

¿Y qué sucede entonces, cuando la política legislativa obedece a razones de pura oportunidad sin ningún análisis que permita ponderar los inevitables costes que conlleva su aplicación con los razonables beneficios sociales que se esperan obtener? Es, precisamente, en ese momento cuando la sacralizada jerga de la legislación santimonia toma el control, exhibiendo su formidable despliegue de exacerbada virtud.

Foto: Oficina de Hacienda en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Las élites políticas completamente profesionalizadas implementan discrecionalmente sus decisiones, liberadas de cualquier otro control que no sea el del inmediato rédito electoral. Hace ya mucho tiempo que la teoría del Public Choice desmitificó para siempre el beatífico altruismo que se irrogan los gobernantes. Ante la completa ausencia de toda evaluación cualquier iniciativa por disparatada que sea tiene un lugar bajo el sol. Solo se exige que brille con la suficiente intensidad para competir en ese mercado de fuegos de artificio que configura la búsqueda del consenso y del voto.

Y en este escenario, la generosidad siempre sufragada con dinero ajeno es la divisa más cotizada. Hace ya algún tiempo tuve ocasión de pronunciarme respecto de una de estas iniciativas que cumplen todos los requisitos y gozan del beneplácito público porque teclean hábilmente las sensibles fibras del altruismo recíproco y de la solidaridad.

La mal llamada ley de segunda oportunidad” y su necesario correlato “el concurso sin masa” son un paradigmático ejemplo de legislación santimonia en el complejo mundo del concurso y la quiebra. Nadie con un mínimo de sensibilidad se atrevería a cuestionar los propósitos que inspiran esta institución. Pero tampoco nadie con un mínimo de experiencia y conocimiento puede negar los nefastos y perversos resultados que se derivan de su aplicación.

Foto: Una mujer coloca un aviso en la persiana cerrada de un negocio del centro de Oviedo. (EFE) Opinión

Lejos de ofrecer una segunda oportunidad, la exoneración del pasivo ha generado un lucrativo negocio para una minoría de profesionales favoreciendo el riesgo moral y el endeudamiento negligente y temerario. Más del 90% de las deudas que se exoneran proceden de créditos al consumo, sin vinculación alguna, por lejana que sea, con ninguna iniciativa empresarial.

El catastrófico resultado es de una evidencia cegadora y hubiera bastado un mero análisis ex ante de la norma para prever sus desastrosas consecuencias, entre otras, la esperpéntica financiación de todo este tinglado que recae en los proveedores, los profesionales y en todos aquellos que careciendo de poder de mercado no pueden desplazar el perjuicio que soportan. La verdadera exoneración es para las entidades financieras que trasladan fácilmente los costes a sus clientes solventes, encareciendo el crédito lo que, sin duda, dificultará el acceso a los mercados financieros.

Pese a la creciente y extendida moralización de nuestra vida pública la legislación santimonia ya no goza de tan buena salud. Ni siquiera todos los blindajes ideológicos o políticos, el cierre del universo del discurso en torno a reiterados y gastados mitos y la estigmatización de cualquier crítica o disidencia, son suficientes para inmunizar esta práctica clientelar de los duros embates de la realidad.

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*Álvaro Lobato Lavín. Magistrado del Juzgado de lo Mercantil 2 de Barcelona. Patrono de Fide.

En una obra emblemática que, en mi opinión, está destinada a convertirse en un clásico —si es que esta expresión conserva todavía hoy algún significado— Pablo de Lora nos advierte de los inevitables riesgos que conlleva la creciente moralización de la vida pública, un pernicioso proceso que permea las instituciones, las leyes y las prácticas políticas de las sociedades contemporáneas y que goza en nuestro país de una especial significación.

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