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Begoña Gómez y la Justicia del pueblo
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Javier Caraballo

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Begoña Gómez y la Justicia del pueblo

Quien no entienda que una democracia funciona gracias a la independencia, al respeto y al contraste permanente de los distintos poderes, es que flaquea en lo fundamental

Foto: La mujer del presidente del Gobierno, Begoña Gómez. (Europa Press/A. Pérez Meca)
La mujer del presidente del Gobierno, Begoña Gómez. (Europa Press/A. Pérez Meca)
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Quieren jueces mudos y eso no cabe en una democracia. La advertencia del Tribunal Supremo, en el auto en el que ratifica su oposición a la ‘barra libre’ de la amnistía catalana, es un tratado de fundamentos jurídicos elementales en una democracia constitucional. La Sala Segunda del Supremo, que preside Manuel Marchena, ya realizó este ejercicio didáctico durante el procesamiento de los cabecillas de la revuelta independentista, a veces con el subrayado de principios esenciales de un Estado de derecho, como el abecedario del parvulito, para orientar a tantos demócratas desnortados o embriagados de una falsa impunidad popular.

Con ese mismo aire pedagógico, el Supremo acaba de dictar un auto en el que recuerda, otra vez más, las fronteras que existen entre los distintos poderes del Estado, de acuerdo a sus funciones y a sus competencias. Quien no entienda que una democracia funciona gracias a la independencia, al respeto y al contraste permanente de los distintos poderes, es que flaquea en lo fundamental. Por esa razón, al rechazar que la amnistía se pueda extender a la malversación cometida por alguno de los condenados, se advierte que en una democracia como la nuestra, el poder legislativo es soberano para aprobar las leyes que han de aplicarse, pero que son los jueces y magistrados quienes las interpretan, ateniéndose a la valoración de hechos probados y a la doctrina jurídica existente. Toda ley, al aprobarse, se somete al conjunto de ordenamiento jurídico, no está aislada de la lógica judicial que deben aplicar los tribunales. En este sentido, dice el Tribunal Supremo: “Por consiguiente, el imperio de la ley solo puede garantizarse una vez el texto legal publicado es sometido a una interpretación judicial verificada conforme a las pautas hermenéuticas que definen el canon de racionalidad impuesto por el deber constitucional de motivación”.

Lo contrario a esta interpretación de cómo deben actuar los distintos poderes del Estado es un régimen totalitario, en el que la voluntad del gobernante es la que se impone, sin más, en las acusaciones, primero, y en las sentencias judiciales, con posterioridad. No se trata de juicios, sino de darle apariencia de formalidad a sentencias ya dictadas. Como hemos citado alguna vez, todo esto nos recuerda siempre la fabulosa anécdota de aquel magistrado que exclamó, en pleno franquismo, “¡que pase el condenado!”, y se abrieron las puertas para que pasara el acusado, cabizbajo, para sentarse en el banquillo.

En una democracia, el poder legislativo aprueba las leyes y los tribunales las aplican siguiendo el tenor literal del texto jurídico que se ha plasmado, pero no de la voluntad política de quien la ha elaborado. Son cosas muy distintas y, para quien no alcance a entenderlo, como parece ocurrir en el Gobierno y sus confluencias, que recuerden lo ocurrido con la ‘ley del solo sí es sí’, que se acabó reformando porque lo que se pretendía es que los jueces ignoraran la literalidad del texto legal y que la aplicasen siguiendo, únicamente, el deseo político de quienes la aprobaron. “Las leyes -remarca el Supremo- no pueden interpretarse como un mandato verbal dirigido por el poder político a los jueces”. En una democracia constitucional, los jueces valoran, deliberan, sopesan y deciden. No son jueces mudos, magistrados “con la boca muda”, que resuelven los procedimientos judiciales en un sentido o en otro, dependiendo del mandato político.

Foto:  Los ministros de Justicia, Félix Bolaños (i) y de Transportes, Óscar Puente. (EFE/Zipi Aragón)

La única posibilidad que tiene un gobernante de revertir el mandato constitucional del Poder Judicial es acabar con la democracia. No hay más posibilidad. Eso es, por ejemplo, lo que está ocurriendo en México, con la aterradora reforma del Poder Judicial que ha iniciado el expresidente López Obrador y que va a mantener su discípula, Claudia Sheinbaum. Jueces y magistrados elegidos por votación popular como ocurre con los diputados, con lo que, si la reforma llega a completarse, los tribunales mexicanos actuarán como los parlamentarios, acatando disciplinadamente las órdenes políticas que les envíe el Gobierno para resolver cualquier asunto. En tiempos, cuando López Obrador se inició en política, en México solo existía el Partido Revolucionario Institucional, el PRI, que era, en su definición, un oxímoron clamoroso. Lo de ahora es lo mismo, pero con más descaro; el descaro del populismo bananero que reclama “jueces populares”. Es decir, jueces que se limiten a replicar la voluntad de la mayoría parlamentaria existente.

Es verdad que en España esa barbaridad democrática solo la defienden públicamente algunos partidos de extrema izquierda -los mismos que aplauden al sátrapa de Venezuela y a la ignara de México-, pero el presidente Pedro Sánchez, como líder del Partido Socialista, no está muy lejos en su comportamiento de parecerse a todos ellos. Por eso se lo acaba de recordar el Supremo. Se buscan ‘jueces mudos’, que es como decir ‘jueces obedientes’, que trasladen a las sentencias judiciales los criterios del Gobierno, de la misma forma que ya hacen la Abogacía del Estado y la Fiscalía General.

Foto: Escultura de Themis, diosa de la justicia, en Honduras. (EFE/Gustavo Amador) Opinión
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Un ‘juez mudo’, por ejemplo, es también lo que se está buscando desde el principio en el procedimiento judicial que afecta a la esposa del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, pero en este caso, de forma literal, porque el intento desde el primer instante es para que todo se resuelve con un carpetazo. Nada que analizar, nada que investigar, nada que juzgar. Chitón. Si la ‘Justicia del pueblo’ tuviera que dictar sentencia sobre las actividades privadas de esta mujer en el Palacio de la Moncloa, el veredicto de la ‘mayoría Frankenstein’ -el PSOE la denomina ‘mayoría plurinacional’- ya se hubiera dictado hace muchos meses a favor de la exculpación de todo delito, que es la obstinación que mantiene la Fiscalía en este procedimiento, contraviniendo su propia historia y, sobre todo, como ya dijimos, sus dos principios de actuación, legalidad e imparcialidad.

Cuando la Audiencia Provincial de Madrid resuelva finalmente sobre el futuro del procedimiento judicial de Begoña Gómez, tanto si lo archiva como si decide mantenerlo vivo, lo único que se les pide, como demócratas, es que decidan con la plena confianza de su independencia. Que hablen como magistrados de un Estado de derecho, no como jueces mudos de un régimen totalitario.

Quieren jueces mudos y eso no cabe en una democracia. La advertencia del Tribunal Supremo, en el auto en el que ratifica su oposición a la ‘barra libre’ de la amnistía catalana, es un tratado de fundamentos jurídicos elementales en una democracia constitucional. La Sala Segunda del Supremo, que preside Manuel Marchena, ya realizó este ejercicio didáctico durante el procesamiento de los cabecillas de la revuelta independentista, a veces con el subrayado de principios esenciales de un Estado de derecho, como el abecedario del parvulito, para orientar a tantos demócratas desnortados o embriagados de una falsa impunidad popular.

Jueces Begoña Gómez
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