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El sueño roto de una España sin Sánchez
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Rubén Amón

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El sueño roto de una España sin Sánchez

Nunca más y mejor que ahora tenía sentido que los intereses de los ciudadanos coincidieran con los del presidente del Gobierno, pero la fallida abdicación demuestra que el presidente nos ha tomado el pelo

Foto: Televisores con la comparecencia de Pedro Sánchez en el norte de Barcelona. (Reuters/Albert Gea)
Televisores con la comparecencia de Pedro Sánchez en el norte de Barcelona. (Reuters/Albert Gea)
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Se ha malogrado la expectativa de la fuga de Sánchez. Costaba trabajo creer en ella conociendo la relación patológica del presidente con el poder, pero las cinco jornadas de reflexión eran un camelo, un ardid indecoroso que redunda en la megalomanía y narcisismo del sujeto. Resultaba elemental que Sánchez iba a recurrir al victimismo para describirse como un mártir. Lo que no ha funcionado es la movilización popular con que pretendía sentirse amado y deseado. Han acudido cuatro gatos a los actos de desagravio, pero la desafección del pueblo no contradice que lo utilice como argumento de legitimidad.

Ha organizado un autoplebiscito de salón. Se ha revestido él mismo de una indecorosa dignidad. Y ha emulado la famosa retirada del Pana, insigne torero mexicano que aprovechó la tarde de su despedida… para reaparecer.

Sánchez ha pretendido intoxicarnos con sus tribulaciones sentimentales y debilidades coronarias, cuando sabía antes que nadie la dramaturgia impostora de la campaña de “humanización”.

Sánchez nos remitió por Twitter una carta de amenaza que ahora piensa ejecutar. La coacción de la prensa y la injerencia en el poder judicial se perciben ya como los vectores de la legislatura que él mismo ha reanimado.

Y es una lástima.

Ha organizado un autoplebiscito de salón. Se ha revestido él mismo de una indecorosa dignidad

Le convenía a la nación la marcha de Sánchez, ya que hablamos de sobreponer el interés general y el particular. Y es verdad que los rapsodas de la progresía sostienen que la abdicación amenazaba la salubridad de la democracia, pero nadie como PS ha conspirado ni operado contra la credibilidad del Estado de derecho. Por esa misma razón, resulta extravagante relacionar la “espantá” narcisista de Sánchez con el hartazgo del sistema judicial, la crispación de la ultraderecha, la hostilidad de la prensa refractaria, o la deshumanización de la política.

La democracia soy yo, proclama Sánchez en su escudo de armas. Cuestionarlo y contrariarlo implica abjurar de ella. No cabe mayor expresión de populismo ni peores expectativas respecto al escenario que implica o implicaría el arrepentimiento de la fuga. ¿Qué es capaz de hacer Sánchez para animarse a seguir entre nosotros? ¿Hasta dónde está dispuesto a coartar más todavía los contrapoderes de una democracia aseada?

En realidad, ha sido Pedro Sánchez el principal agente polarizador de la sociedad española. No solo por el cargo que desempeña en el trono de la Moncloa, sino por la manera cesarista, autoritaria y populista de ejercerlo. La precariedad parlamentaria con la que ha gobernado tanto ha estimulado la fiebre de los decretazos como le ha conducido a forzar los valores y la dignidad de la democracia. Lo demuestra la injerencia en el poder judicial. Lo acredita el espesor de la red clientelar y la colonización de las instituciones (CIS, el TC, la Fiscalía, el Tribunal de Cuentas, RTVE…). Y lo prueban las concesiones humillantes a la extorsión del nacionalismo.

Sánchez es el responsable de haber establecido un criterio discriminatorio entre ciudadanos y territorios. El chantaje de los partidos soberanistas tanto ha precipitado la abyección de una amnistía injustificable como ha deteriorado los principios de convivencia, aunque la fractura de unos españoles y otros no solo proviene de la sumisión a la tiranía independentista, sino del muro con que Sánchez inauguró la presente legislatura. Nadie más que él —nadie como él— ha partido la sociedad entre partidarios y adversarios, como si fuera el presidente de los unos y la némesis de los otros. Y como si pretendiera esconderse o sustraerse ahora al clima incendiario que caracteriza el manual de resistencia.

No es Sánchez la víctima de los jueces, sino el victimario. Ni puede exponerse a sí mismo como mártir del acoso mediático, cuando la ejecutoria de este largo quinquenio demuestra precisamente el hostigamiento a los medios opositores, el uso propagandístico y sectario de RTVE, el dopaje de la prensa afecta, o la persecución de profesionales concretos.

Tiene sentido recordar en este mismo contexto la operación diseñada hace unas semanas desde la Moncloa para combatir El hormiguero. Zapatero organizó el ardid. Sánchez la rubricó. No ya para amordazar a Pablo Motos, sino tergiversando las obligaciones y responsabilidades de un medio público. Que está al servicio de los ciudadanos, no albur de uno solo.

La calle no puede utilizarse como mecanismo de legitimación, ya se ocupa de recordarlo la izquierda cuando se manifiesta la derecha

No estaba en peligro la salud de la democracia porque Sánchez decidiera marcharse. Todo lo contrario. La eventual salida del patrón monclovense concede una tregua, un alivio, al abuso autoritario y a la abrasión de la ética que han supuesto estos años de degradación y de crispación premeditados.

La capitulación de Sánchez no es justificable desde el victimismo, ni desde la contradicción nuclear que supone restregar a los rivales los mecanismos de hostigamiento que nadie ha ejercido con mayor ferocidad que él.

Y no es solo que entendamos las razones personales. Las agradecemos. Porque sirven de criterio estrafalario y providencial —deus ex machina— para evacuar de la política nacional quien ha sido un timonel nefasto.

Y no puede encubrirse el fracaso con la manifestación de adhesión del sábado. Ni respondieron las masas ni funcionó la idea de identificar el plebiscito sentimental con la defensa de la democracia. La calle no puede utilizarse como mecanismo de legitimación. Ya se ocupa de recordarlo la izquierda mediática y política cuando se manifiesta la derecha. Creer en la democracia representativa significa respetarla, no convertirla en la coartada de un cesarismo que agoniza en su peor caricatura.

Se ha malogrado la expectativa de la fuga de Sánchez. Costaba trabajo creer en ella conociendo la relación patológica del presidente con el poder, pero las cinco jornadas de reflexión eran un camelo, un ardid indecoroso que redunda en la megalomanía y narcisismo del sujeto. Resultaba elemental que Sánchez iba a recurrir al victimismo para describirse como un mártir. Lo que no ha funcionado es la movilización popular con que pretendía sentirse amado y deseado. Han acudido cuatro gatos a los actos de desagravio, pero la desafección del pueblo no contradice que lo utilice como argumento de legitimidad.

Pedro Sánchez PSOE
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