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No es no
Por
¿Y qué pasaría si los inmigrantes se hartan de España?
El calentón xenófobo al que se ha incorporado el PP es un ejercicio populista y temerario que redunda la hostilidad a los extranjeros y que subestima el colapso de la nación si no dispusiéramos de tantos "invasores"
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No hace falta invocar los clichés distópicos de Orwell. Bastaría con releer a Pasolini a la hora de la siesta para entender cómo una nación puede ilusionarse con la pureza y descubrirse sostenida por la miseria ajena. España presume de europeísmo, de PIB turístico y de banderas en los balcones, pero toda esa fachada se derrumbaría si los inmigrantes decidieran marcharse.
Imaginemos por un instante que el deseo de los partidos xenófobos se cumple. O, mejor aún, que los inmigrantes "invasores" organizan un boicot y eligen destinos más amables, más prósperos, más hospitalarios. Que el "efecto llamada" se convierte en "efecto huida". Y que España, liberada de las hordas extranjeras, se enfrenta a sí misma en el espejo de la realidad.
La escena es anómala pero no fantástica. Bastaría con que los ecuatorianos, marroquíes, colombianos, venezolanos o senegaleses levantaran el vuelo para que la economía nacional se derrumbara como un castillo de naipes. Bastaría también con que los ingenieros indios, los informáticos argentinos o los médicos cubanos pusieran rumbo a países más resolutivos para que quedara al descubierto el déficit de talento cualificado. El campo andaluz se quedaría sin jornaleros. Los cuidados de ancianos, enfermos y dependientes se volverían un desierto. Los hoteles del Mediterráneo, las terrazas de Madrid, los bares de Galicia o los chiringuitos de Levante cerrarían en cadena. Las grúas se oxidarían en los descampados. Y las familias acomodadas de los barrios altos descubrirían que no saben cocinar, planchar ni conciliar su frenético ritmo laboral sin las trabajadoras migrantes que sostienen su ficción doméstica.
Porque España es un país sin nacimientos y sin cotizantes. Lo dicen las estadísticas del INE, lo confirma la evidencia de las aulas vacías y lo anticipa la pirámide demográfica invertida. Es un país viejo que necesita sangre nueva, brazos jóvenes y energía vital. Y sin inmigración, la tasa de reemplazo se desplomaría hasta convertir a España en un asilo continental. Una nación geriátrica en la que los más mayores se ocuparían de los todavía más mayores, en una cadena de dependencia inviable, sin recambio, sin sostenibilidad.
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El discurso de Junts y Vox habla de invasión y el PP amaga con imitarlos, pero la realidad habla de deserción. La verdadera amenaza no es que vengan más inmigrantes, sino que dejen de venir. La verdadera catástrofe no es la saturación de servicios, sino la ausencia de quienes los prestan. Y la paradoja más obscena es que el país se llena la boca de banderas y de purezas mientras vive del sudor, de la paciencia y de la discreción de los trabajadores extranjeros.
Basta mirar el campo. Andalucía, Murcia, Almería. La fruta que desayunan los europeos depende del jornalero marroquí, de la temporera rumana, del subsahariano que soporta temperaturas inhumanas en los invernaderos. ¿Quién recogería la fresa de Huelva? ¿Quién cortaría la uva en La Rioja? ¿Quién ordenaría las colmenas de la miel extremeña?
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Basta mirar la hostelería. El mito del turismo como motor nacional se convierte en un espejismo sin camareros latinoamericanos, sin cocineros bangladesíes, sin personal filipino en la limpieza de habitaciones. ¿Quién atendería a los 80 millones de turistas que cada año aterrizan en España? ¿Quién les serviría el desayuno buffet en Benidorm, quién les repondría las toallas en Ibiza, quién les prepararía la paella en Valencia?
Basta mirar la construcción, el gran tótem de la cultura del ladrillo. Las grúas se mueven gracias a la mano de obra extranjera. La rehabilitación de edificios, la reforma de las viviendas, la expansión de las ciudades dependen del sudor inmigrante. Sin ellos, España volvería a ser un solar vacío, un país detenido en las ruinas de la especulación.
Basta mirar los cuidados. Porque sin las trabajadoras latinoamericanas que cuidan a los mayores, sin las enfermeras extranjeras que sostienen hospitales precarios, sin los auxiliares que garantizan la mínima dignidad en las residencias, la sociedad española se derrumbaría en su contradicción más cruel: un país viejo que rechaza a los jóvenes que lo sostienen.
Y no es cuestión de subestimar ni los delitos ni los guetos, ni las malas costumbres, pero sí de recordar que España tiene un Código Penal que sanciona los crímenes y una Ley de Extranjería aprobada en 2000 que contempla la expulsión de los extranjeros delincuentes.
Nos habla Feijóo de las deportaciones ejemplares, del carnet de pureza y de idoneidad, pero sucede que la irregularidad de unos 600.000 inmigrantes no obedece a una invasión clandestina, sino a la lentitud exasperante de la Administración en tramitar expedientes y conceder permisos.
Se dirá que es un exceso retórico. Que España sobreviviría sin inmigrantes. Pero lo que resulta excesivo es el autoengaño: el nacionalismo excluyente sueña con una España limpia mientras se alimenta del trabajo extranjero. El populismo antiinmigración promete soberanía mientras condena al país a la indigencia. Y el Partido Popular, atrapado en la lógica electoral, se siente tentado de blanquear el delirio, de imitar la música aunque desafine en la letra.
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No sea tan insólito imaginar que los inmigrantes se marchen. De hecho, ya lo hacen. La mitad de los que vienen acaban yéndose. Y en esa fuga silenciosa se esconde el espejo más cruel de un país que los necesita mientras sigue fingiendo que le sobran.
España no solo es un país receptor, también es frontera. Un límite de Europa y un escaparate de los valores occidentales que tanto exige a los recién llegados. Si se reclama respeto a la ley, también debe ofrecerse amparo a quienes huyen de la guerra, la persecución o el hambre. Un país que presume de democracia tiene obligaciones con los refugiados, con las minorías, con los desesperados que llaman a la puerta del Mediterráneo. No se trata de un gesto de caridad, sino de coherencia con el relato de sí mismo.
No hace falta invocar los clichés distópicos de Orwell. Bastaría con releer a Pasolini a la hora de la siesta para entender cómo una nación puede ilusionarse con la pureza y descubrirse sostenida por la miseria ajena. España presume de europeísmo, de PIB turístico y de banderas en los balcones, pero toda esa fachada se derrumbaría si los inmigrantes decidieran marcharse.