Por si acaso
Por
Sin industria ni productividad, ni crecimiento ni igualdad
La productividad apenas crece, nuestro crecimiento se limita al que se produce por la simple acumulación de más empleo y más inversión
Más de la mitad de los empleos creados en el mes de abril proceden de la hostelería y del pequeño comercio. Es un dato puntual que ratifica una tendencia. Desde hace años, el peso del sector industrial en nuestra economía se reduce. En los años transcurridos de este siglo, el índice de producción industrial ha caído un 12% y la participación de la industria en el PIB se ha reducido tres puntos porcentuales hasta situarse en el 16%. Este proceso de desindustrialización ha sido, en términos generales, un proceso europeo. En mayor o menor medida, en todas las economías europeas, la industria ha perdido parte de su peso relativo.
La diferencia española es que la productividad total de los factores, la que mide la aportación tanto del trabajo como del capital al producto total de la economía, apenas ha crecido en las últimas dos décadas y su evolución ha sido claramente peor que la de otros países de la Unión Europea y, por supuesto, Estados Unidos. Para entender la evolución de la productividad es necesario discernir la calidad de los factores de producción. Adquiere sentido la noción del capital humano, porque la formación de los trabajadores es relevante: a mayor formación, mayor capacidad de producir bienes y servicios más complejos y de mayor valor. También adquiere importancia distinguir entre capital público —infraestructuras de un país—, capital productivo —maquinaria y equipos— y capital tecnológico —tecnologías de la información—.
Un país con una red de transporte ineficiente dificulta el crecimiento en áreas mal comunicadas, de la misma forma que la mejora en el tratamiento de datos permite procesos más eficientes capaces de añadir más valor a la empresa que los instala. El problema de España es que, en todas estas variables determinantes de la productividad, desde el capital humano al capital tecnológico, vamos por detrás de nuestros socios y competidores. Lo que es peor, la brecha, en lugar de cerrarse, se amplía. El tamaño de nuestras empresas, la falta de conexión a todos los niveles entre el sistema educativo y el mundo laboral, los escasos recursos dedicados a I+D, y las escasas dotaciones de capital productivo y tecnológico determinan el retraso español.
En esencia, el crecimiento de una economía es función de la cantidad y calidad del empleo, de la inversión en capital, sea público, productivo o tecnológico y de la productividad de todos estos factores. Si, como es nuestro caso, la productividad apenas crece, nuestro crecimiento se limita al que se produce por la simple acumulación de más empleo y más inversión. Si no somos capaces de revertir la tendencia anémica de la productividad, el potencial de crecimiento futuro de la economía española será cada vez menor.
La productividad total de los factores apenas ha crecido en las últimas dos décadas y su evolución ha sido peor que la de otros países de la UE
Aunque el problema de la menor productividad afecta a casi todos los sectores de nuestra economía, la sustitución del sector industrial por sectores como la hostelería o el comercio, que están liderando la actual creación de empleo, supone una menor creación de empleo de calidad y una menor necesidad de capital productivo y tecnológico. Aunque el problema sea general, la mera sustitución del sector industrial por un sector servicios de bajo valor añadido supone una pérdida adicional de productividad.
El propósito europeo era que la revolución digital y la transición energética sirvieran de palanca en un proceso de reindustrialización que debía permitir que la industria representara de nuevo el 20% del PIB. Es la idea básica detrás de los fondos Next Generation. El problema es que la Unión Europea carece de competencias fiscales, lo que impide poner en marcha un sistema como el previsto en la Inflation Reduction Act norteamericana, en el que los créditos fiscales son los grandes protagonistas del apoyo a las nuevas inversiones en transición energética de las empresas norteamericanas. Son créditos fiscales tanto a la producción —de hidrógeno, por ejemplo—, como a la inversión, mantenidos a lo largo de hasta 10 años, que facilitan la rentabilidad de las inversiones privadas, que cuentan con que pagarán menos impuestos por invertir en sectores clave para el futuro desarrollo industrial. Al final, el volumen de inversión privada empequeñecerá los subsidios directos y los préstamos europeos.
En España hemos complicado aún más el tema. El esperado impacto reindustrializador de los fondos europeos lo hemos diluido a conciencia. Hemos repartido buena parte de los fondos en Perte que poco tienen que ver con la industria. El Perte para la descarbonización de la industria, reto esencial en los años que vienen, apenas supone un 2% de los 140.000 millones que, entre préstamos y subsidios, nos ha asignado Europa. Hemos repartido fondos entre autonomías, ayuntamientos y capítulos presupuestarios de los distintos ministerios. Hemos puesto en pie un complicado sistema burocrático que requiere que empresas de todo tamaño y condición pacten su participación conjunta en determinados proyectos. Los retrasos en las adjudicaciones de fondos son notables. Al final, saber cuánto dinero ha llegado a las empresas es todavía, y van más de dos años de gestión de los fondos, una absoluta incógnita. Pero el problema no es la cifra: es la ausencia de impacto en la transformación de una estructura industrial que debemos modernizar y hacer crecer a marchas forzadas.
Comparar este sistema con el norteamericano, en el que las empresas se enfrentan de modo individual a sus decisiones de inversión contando con un esquema estable de créditos fiscales, es constatar que, en un mundo en el que de nuevo se perfilan grandes bloques, el modelo europeo tiene claras desventajas y el español va a situarse en el furgón de cola europeo. Además, aunque la reindustrialización mejore la productividad, nuestra economía requiere estabilidad regulatoria, una fiscalidad competitiva, reformas del sistema educativo y de la normativa de I+D, reformas, en fin, que garanticen la competitividad de los costes laborales, financieros y energéticos y animen a la inversión empresarial y permitan que nuestro particular problema, la escasa productividad, entre en vías de solución.
Aunque la reindustrialización mejore la productividad, nuestra economía requiere estabilidad regulatoria
Tampoco podemos olvidar que la evolución de los salarios depende, en última instancia, de la productividad. Un país donde la hostelería y el pequeño comercio sean predominantes será un país de salarios bajos, donde la posibilidad de que las transferencias sociales reduzcan la desigualdad será cada vez menor, porque la desigualdad entre trabajadores de sectores económicos de alta productividad y poco peso relativo y trabajadores de sectores de baja productividad y gran peso relativo será cada vez mayor. La solución no es otra que ampliar el peso relativo en nuestra economía de los sectores de alta productividad, entre los que la industria debe ser la principal protagonista.
Más de la mitad de los empleos creados en el mes de abril proceden de la hostelería y del pequeño comercio. Es un dato puntual que ratifica una tendencia. Desde hace años, el peso del sector industrial en nuestra economía se reduce. En los años transcurridos de este siglo, el índice de producción industrial ha caído un 12% y la participación de la industria en el PIB se ha reducido tres puntos porcentuales hasta situarse en el 16%. Este proceso de desindustrialización ha sido, en términos generales, un proceso europeo. En mayor o menor medida, en todas las economías europeas, la industria ha perdido parte de su peso relativo.
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