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Takoma
Por
Evitar el caos es demasiado aburrido para mi gusto
La gestión diaria no es emocionante, no es deslumbrante, y cada vez más políticos están genuinamente convencidos de que no merece la pena. Y eso es un reflejo de nosotros mismos
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Los políticos se insultan mientras arden los bosques y nosotros nos echamos las manos a la cabeza como si no fuese la consecuencia lógica de la política basura que llevamos años ingiriendo. Parece que no pasa nada por atiborrarse de debates ultraprocesados hasta que un día fallan aparatosamente los trenes, se nos cae el sistema eléctrico o somos incapaces de reaccionar a inundaciones o incendios. Lo lógico sería ponerse inmediatamente a dieta y hacer ejercicio, pero los doctores de la turbopolítica recetan dos tazas. Y como el organismo aguanta y tardamos décadas en destruirlo, llegamos a la conclusión de que cuidarlo no merece la pena. ¿Para qué sirve la gestión diaria? No hay épica ni emoción al hacer lo que se da por hecho que deberíamos estar haciendo. ¿O acaso se pueden ganar unas elecciones gracias a la gestión de bosques, asegurándose de que los trenes lleguen a su hora y no se vaya la luz?
Las recetas de la política basura resultan mucho más sencillas y rentables. Y existe un amplio catálogo en el mercado de las ideas. Por ejemplo, la megalopolítica, la técnica de elevar siempre el debate a su máxima abstracción para no tener que hacer nada, creando la falsa sensación de ir a la raíz del asunto. Los incendios son un ejemplo como otro cualquiera. En lugar de pensar cómo gestionar el territorio, reformar el Código Penal o lo que sea necesario para adaptarse a la despoblación y el aumento de las temperaturas, resulta más rentable fabricar una pelea parlamentaria, o una campaña de concienciación sobre el cambio climático, o un Observatorio del clima en Zamora, o un macroevento al que acuda Al Gore cobrando. O todo lo anterior. Cualquier cosa que nos permita trasladar la impresión de que luchamos a lo grande contra el problema. Luego, si los incendios vuelven con más fuerza al año siguiente, se puede sacar pecho. "¿Veis lo importante que era este asunto?".
Otro recetario es, por supuesto, el que ofrecen las banalitics, las políticas de la banalidad, polémicas de bajo coste que apelan a emociones básicas como el miedo o el sentimiento de pertenencia. La mejor manera de identificarlas es comprobando que no hay nada tangible al final del camino, porque el objetivo es la polémica en sí misma. Aquí el catálogo de subproductos es casi infinito y las guerras culturales dan mucho juego. Las dosis, como ocurre con cualquier droga, han de ir aumentando para lograr el mismo efecto. De los tuits de Óscar Puente a los gritos de Javier Milei levantando una motosierra no hay ya tanta distancia.
Volviendo al tema de los incendios, un mando de los Agentes Rurales catalanes me contó hace años en una cena que sus jefes le estaban volviendo loco, obligándole a acudir a resolver cualquier emergencia peregrina desatada en redes sociales. “Hemos llegado a pasar el día entero de un sitio para otro rescatando animalitos que se van a morir de todos modos, en lugar de ocuparnos de cosas invisibles pero mucho más importantes como las labores de prevención de incendios. Mis jefes son conscientes, pero no quieren perder la pelea en Instagram”, se desahogaba.
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Cada vez hay más gente convencida de que esta es la única manera de ganar elecciones en este siglo, de que los gestores eficaces son un asunto del pasado, de que el espectáculo es ya lo único que importa. La idea no está, por supuesto, acotada a la política. Es un reflejo de todos nosotros, de la manera de organizar el trabajo, de hacer funcionar una empresa o una administración pública. Priorizar la apariencia y la emoción barata es una forma contemporánea de estar en el mundo.
Aún quedan maneras de argumentar en contra, de plantear que estas recetas no solo acaban por destruir el organismo democrático, sino que podrían no ser tan efectivas como dicen los doctores de la nueva Iglesia. Hace algo más de tres años, una politóloga americana llamada Yanna Krupnikov trató de cuantificar el porcentaje de votantes desconectados del debate público. Llegó a la conclusión de que eran cerca de un 80 % del total de la población estadounidense.
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Cuatro de cada cinco ciudadanos, concretó, se aíslan de las peleas partidistas, casi siempre por decisión propia. Al ser interrogados, la mayoría sienten repulsión por las personas más politizadas, incluso a aquellas de su espectro ideológico. Según Krupnikov, estos votantes poco o nada involucrados en la vida política son inmunes a las "grandes narrativas" del debate público y suelen basar sus decisiones en experiencias personales propias y de su entorno.
La conclusión del estudio, presentado un año y pico antes de que Biden perdiese las elecciones (The Other Divide: Polarization and Disengagement in American Politics), mostraba que la inflación ya era el tema prioritario para esta mayoría silenciosa. Hay una mayoría que solo quiere que no suban demasiado los precios, que los trenes lleguen a tiempo, que la luz no se vaya, que no se les queme la casa del pueblo y, a ser posible, que les dejen vivir sus vidas en paz. El resto del show no les interesa. Reclaman precisamente la aburrida gestión diaria.
Los políticos se insultan mientras arden los bosques y nosotros nos echamos las manos a la cabeza como si no fuese la consecuencia lógica de la política basura que llevamos años ingiriendo. Parece que no pasa nada por atiborrarse de debates ultraprocesados hasta que un día fallan aparatosamente los trenes, se nos cae el sistema eléctrico o somos incapaces de reaccionar a inundaciones o incendios. Lo lógico sería ponerse inmediatamente a dieta y hacer ejercicio, pero los doctores de la turbopolítica recetan dos tazas. Y como el organismo aguanta y tardamos décadas en destruirlo, llegamos a la conclusión de que cuidarlo no merece la pena. ¿Para qué sirve la gestión diaria? No hay épica ni emoción al hacer lo que se da por hecho que deberíamos estar haciendo. ¿O acaso se pueden ganar unas elecciones gracias a la gestión de bosques, asegurándose de que los trenes lleguen a su hora y no se vaya la luz?