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¿Manifestaciones contra la amnistía? Veamos los precedentes
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Ramón González Férriz

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¿Manifestaciones contra la amnistía? Veamos los precedentes

Casi desde el principio, los partidos utilizaron la indignación social como una herramienta para reforzar sus estrategias electorales

Foto: Vista de la Puerta del Sol, donde miles de personas participaron en la marcha 'Rodea el Congreso', convocada por la Coordinadora 25-S, para protestar por la investidura de Mariano Rajoy. (EFE/Kiko Huesca)
Vista de la Puerta del Sol, donde miles de personas participaron en la marcha 'Rodea el Congreso', convocada por la Coordinadora 25-S, para protestar por la investidura de Mariano Rajoy. (EFE/Kiko Huesca)
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Con el desastre del Prestige, el apoyo de José María Aznar a la guerra de Irak y la aprobación del Estatut de Cataluña se inició un ciclo de movilizaciones políticas que se agravó con la crisis económica, el 15-M, el procés y la moción de censura. Han sido más de 20 años de hiperpolitización durante los cuales hemos convertido cualquier asunto —no solo los importantes, como los mencionados, sino también los menores— en cuestiones de vida o muerte que merecen manifestaciones, performances y campañas cívicas. Pero, casi desde el principio, los partidos utilizaron la indignación social como una herramienta para reforzar sus estrategias electorales. En cierto sentido, ahora todos trabajamos para ellos y sus intereses.

Porque esta manera de hacer política basada en la movilización constante alentada por los partidos va más allá de la mera militancia o las fuertes convicciones. Es algo más que la justificada percepción de que la democracia requiere una vigilancia constante. Se ha convertido en una droga muy adictiva. Y los partidos son la peor especie de camellos: los que, en contra de las recomendaciones tradicionales de los traficantes, consumen su propia mercancía.

La movilización como forma de vida

Como si fueran sendos movimientos redentoristas, tanto la izquierda como la derecha han convertido la movilización constante en una forma de vida. La primera, liderada por Podemos, encaró el Gobierno de Mariano Rajoy considerando que la presidencia de este era ilegítima, rodeó el Congreso con fines espurios y acabó exigiendo la completa extinción de la élite española, incluido todo el PP. Bajo el liderazgo del PSOE, se sucedieron los manifiestos y las manifestaciones. Nada tuvo efectos benéficos para la ciudadanía en general, pero sirvió para que se creara una comunión entre los líderes progresistas y sus seguidores, para que estos dieran un significado a su difícil paso por la oposición y, sobre todo, para generar horas y horas de infotainment, esa mezcla de política y entretenimiento que domina nuestra vida pública.

Foto:  Miles de personas participan en la marcha 'Ante el golpe de la mafia, democracia', convocada por la Coordinadora 25-S para protestar por la investidura de Mariano Rajoy. (EFE)

La derecha, por suerte, ha sido más cuidadosa con las formas (con la creciente excepción de Vox, que como se vio anteayer en el Congreso, se ha convertido en un partido insurgente). Pero sus llamadas a la constante movilización han sido igualmente estériles. Lo fue la recogida de firmas contra el Estatut, lo fue la consideración de que la moción de censura daba pie a una presidencia ilegítima, lo fue Colón y lo fue aún más la idea de Pablo Casado de organizar una campaña de mesas petitorias contra los indultos de los líderes independentistas. Lo será también el próximo ciclo de manifestaciones contra la amnistía, que empieza este domingo con una convocatoria del PP en Madrid. No porque su fin no sea razonable —la amnistía es un gran error—, sino porque solo servirá para intentar reforzar el liderazgo del partido, consolar a la desmoralizada militancia y generar horas de telediario y artículos de periódico digital que los expertos en marketing político evaluarán para calcular el éxito de la iniciativa. Pero no lograrán lo más importante: frenar la amnistía. Será un acto en estricto beneficio de un partido. Como lo han sido todos los mencionados.

El equilibrio roto de la democracia

La democracia requiere un equilibrio difícil. Por un lado, necesita a ciudadanos comprometidos, partidos activos y una prensa siempre atenta a los abusos. Por otro lado, requiere ciertas dosis de confianza, e incluso de distancia: los ciudadanos deberían poder atender a sus asuntos con la relativa tranquilidad de que las instituciones hacen su trabajo de manera razonable y eficaz. Hoy ese equilibrio se ha roto y los partidos, en lugar de intentar restaurarlo, han decidido suplirlo con la llamada a la constante movilización de sus fieles. No juzgo la oportunidad de los motivos, sino el mecanismo que opera ahora en la cabeza de los líderes políticos: “El otro bando quiere hacer algo terrible. No disponemos de una respuesta clara y eficaz. A falta de eso, hagamos que la gente salga a manifestarse”. Ante ese mecanismo fácil y temerario al mismo tiempo, los ciudadanos deberíamos ser un poco más escépticos. Por supuesto, hay mil motivos para organizarse y protestar. Pero los hay menos para aceptar la movilización ciudadana como la manera que tienen los partidos de justificar sus carencias operativas o la incomodidad con que viven en la oposición.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, durante un acto electoral en Madrid. (EFE/Juanjo Martín)

En la actualidad, la izquierda y la derecha se motivan teniendo en mente dos escenarios apocalípticos. Para los progresistas, si su bando se desmoviliza estamos condenados a un país gobernado por machos fascistas que aplastan a las mujeres, nos sacan de la ONU y riegan de gasolina el paisaje para ver si el calentamiento climático se acelera. Los conservadores, por su parte, parecen sentir que, si no salen a la calle e inundan las redes, España dejará de existir, todos sus hijos iniciarán una transición de género y estarán prohibidos los chistes y la Biblia. Hoy, los militantes movilizados consumen esas visiones que les proporcionan los partidos como si fueran, al mismo tiempo, una droga estimulante —que lleva a la hiperactividad— y una droga tranquilizante —que ofrece consuelo y autosatisfacción—.

El hecho de que Feijóo haya ido reduciendo las expectativas de la manifestación-mitin del domingo señala que, con buen criterio, ve lo corta de miras que es la estrategia de la movilización permanente. Y más, apenas dos meses después de unas elecciones y a días de la sesión de investidura. Pero quizá ya sea demasiado tarde, porque todos somos adictos a la movilización y todos se la exigen a Feijóo. A pesar de que, desde hace dos décadas, sabemos que, la mayor parte del tiempo, se trata solo de infotainment que no sirve para frenar nada, ni para proponer nada.

Con el desastre del Prestige, el apoyo de José María Aznar a la guerra de Irak y la aprobación del Estatut de Cataluña se inició un ciclo de movilizaciones políticas que se agravó con la crisis económica, el 15-M, el procés y la moción de censura. Han sido más de 20 años de hiperpolitización durante los cuales hemos convertido cualquier asunto —no solo los importantes, como los mencionados, sino también los menores— en cuestiones de vida o muerte que merecen manifestaciones, performances y campañas cívicas. Pero, casi desde el principio, los partidos utilizaron la indignación social como una herramienta para reforzar sus estrategias electorales. En cierto sentido, ahora todos trabajamos para ellos y sus intereses.

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