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Democracia directa: la tentación del caudillismo
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Antonio Villar

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Democracia directa: la tentación del caudillismo

La democracia no es solo votar y conseguir mayorías. Es el Estado de derecho, la preservación de las libertades y la vigencia de reglas que acotan el ejercicio del poder como un mecanismo de prevención de riesgos

Foto: Imagen de archivo de una urna electoral. (EP/Tomás Alonso)
Imagen de archivo de una urna electoral. (EP/Tomás Alonso)

Toda sociedad debe encontrar formas de resolver las cuestiones que plantea la convivencia en grupo, a través del diseño de mecanismos de decisión colectiva. Se trata de elegir entre las diversas alternativas disponibles para resolver los problemas derivados de la interacción social, desde la familia hasta el país o las instituciones supranacionales. Para poder abordar estos problemas hay que determinar cuáles son las alternativas a considerar, cómo se elige entre ellas, cómo se implementa la opción escogida, y cómo se evalúa el resultado obtenido. La actividad política es la vía para identificar, abordar y tratar de resolver estos problemas derivados de la convivencia social en el contexto más amplio (municipios, regiones, países).

En los sistemas democráticos contemporáneos suelen ser los partidos políticos quienes plantean las alternativas y ofrecen propuestas de acción que se ponen en práctica a través del poder ejecutivo. Las opiniones de los individuos intervienen en las decisiones sociales de forma indirecta, mediante un proceso que pasa por la elección de “representantes de la voluntad popular”. Se establece así un flujo “de arriba abajo”, que se refiere a la selección de los temas objeto de discusión política, de las formas de abordarlos y de las personas entre las que escoger para representarnos. Y un flujo “de abajo arriba”, a través de las elecciones de representantes y de los partidos que hacen las diferentes propuestas de gestión de la cosa pública. Hay una serie de instancias que juegan un papel clave en la modulación de ese doble flujo de relaciones, de arriba abajo y de abajo arriba, y de la implementación y seguimiento de las decisiones políticas: los medios de comunicación, los diversos sistemas internos de control y la judicatura.

Los medios de comunicación resultan esenciales, tanto difundiendo y valorando las acciones de gobierno, como dando voz a la opinión pública. Los mecanismos de control garantizan que los procedimientos sean correctos, desde el punto de vista de la adecuación entre fines y medios. El poder judicial, por su parte, vigila el cumplimiento de las reglas del juego, poniendo límites a los poderes transferidos a los representantes políticos, y asegura la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Partidos, cargos electos, medios de comunicación, mecanismos de control interno y judicatura son así los intermediarios entre las opiniones individuales y las decisiones sociales.

Esta intermediación facilita el progreso y la adaptación. De un parte, la transmisión de las necesidades y deseos de la población hacia los gobiernos. De otra, el ejercicio del liderazgo de quienes anticipan el tiempo que vendrá y permiten el recurso a la prevención, reduciendo los tratamientos requeridos para resolver los problemas. Todo ello en un contexto donde existen elementos para prevenir y castigar las desviaciones de poder. Estos mecanismos de control pueden condicionar la efectividad de las decisiones sociales. Cuanto menos control tenga un ejecutivo más fácilmente puede poner en práctica sus decisiones, para bien y para mal. Y viceversa, cuantos más controles democráticos, menos rápidas serán las respuestas del gobierno a los problemas. La cuestión es elegir cuánta eficacia estamos dispuestos a pagar por un control más democrático del ejecutivo y a cuánta democracia estamos dispuestos a renunciar para facilitar su efectividad. No hay reglas definitivas y cada sociedad va experimentando con combinaciones diversas de estos dos ingredientes, dentro del espacio de seguridad que da la existencia de una constitución, que marca los límites de lo que pueden hacer quienes ganan y quienes pierden las elecciones.

Foto: El economista estadounidense Bryan Caplan, el pasado miércoles en la sede de la Fundación Rafael del Pino en Madrid. (I. H. V.)

En 1955 Isaac Asimov publicó un relato corto titulado Franchise, en el que cuenta cómo las elecciones presidenciales de los Estados Unidos se resolvían a partir de la opinión de un único individuo. Este individuo era identificado como el más representativo mediante un algoritmo operado por un sistema computacional avanzado llamado Multivac. En el entonces lejano futuro 2008, Multivac seleccionó a Norman Muller para esta tarea. Según cuenta la historia, la policía llamó a la puerta del Sr. Muller para informarle: "Sr. Norman Muller, … ha sido usted elegido para representar al electorado estadounidense el martes 4 de noviembre de 2008… Multivac lo seleccionó como el más representativo este año. No el más inteligente, ni el más fuerte, ni el más afortunado, sino simplemente el más representativo”. En realidad, Norman Muller no llegaba a votar sino que mediante una entrevista de tres horas con Multivac, el ordenador incorporaba el “factor humano” que necesitaba añadir a su información para determinar por su cuenta quién sería elegido Presidente de los Estados Unidos.

Esta historia, como tantas otras de Asimov, anticipaba un futuro en el que ya estamos inmersos. En este caso, acerca del poder de los algoritmos para procesar datos y realizar deducciones. Este peculiar proceso electoral es una forma de resumir las opiniones de los ciudadanos en la valoración de un único individuo, el más representativo, identificado gracias al fabuloso poder de las máquinas para recopilar y gestionar datos masivos.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en Bruselas. (EFE/EPA/Olivier Matthys) Opinión

El relato de Asimov plantea el tema de la eliminación de la intermediación entre ciudadanos y poder ejecutivo, prescindiendo de las elecciones tradicionales, y la admisión de que las máquinas conocen mejor que los individuos lo que les conviene votar (“¿Cómo sabía la gente a quién tenía que votar?”, pregunta ingenuamente la hija de Norman Muller cuando su abuelo le habla de las elecciones tradicionales). No es difícil estirar un poco este argumento e imaginar un gobierno de la sociedad donde el mecanismo de los partidos políticos y la democracia parlamentaria ha sido sustituido por un lazo directo entre el ejecutivo y los ciudadanos. La capacidad de obtener y gestionar información de las opiniones individuales sobre los más diversos temas permitiría eliminar la intermediación entre el gobierno y el pueblo Entraríamos así en el reino de la democracia directa en la que ese “ciudadano representativo” real sería sustituido por un ciudadano representativo virtual, que transferiría la soberanía popular al poder ejecutivo sin paradas intermedias.

Cabría pensar en la democracia directa como una alternativa a los sistemas convencionales de decisión colectiva que evitaría que la gobernanza se viera retrasada por la burocracia y afectada por la defensa del statu quo de esos intermediarios. Con el resultado de ganar en eficiencia y proximidad entre ciudadanos y gobierno en torno a las opciones elegidas. Estas posibles ventajas hay que confrontarlas con algunos de los problemas que ese procedimiento de decisión colectiva presenta.

Sesgo de participación

Para que un sistema de democracia directa funcione adecuadamente se requiere que la información sobre las opiniones de los individuos que alimentan el procedimiento resulten representativas del conjunto de la población. Adviértase que quiénes manifiestan sus opiniones y con qué frecuencia o intensidad lo hacen, son aquellos que tienen algún interés en el tema, tiempo, opiniones formadas o sentido de la responsabilidad para hacerlo. Este es en la actualidad uno de los principales problemas con los que se enfrenta la Inteligencia Artificial (IA), que sería el instrumento más obvio para implementar la democracia directa. La IA aprende de los contenidos de la información disponible en Internet. Una información que, por la propia concepción de la red, contiene muchos más elementos “singulares” de los que existen en nuestras vidas cotidianas, de modo que no es obvio que la información de base sea suficientemente representativa de la sociedad.

Foto: El secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Javier Cebollada) Opinión

Dependencia

Uno de los problemas más obvios de esta democracia directa es el de la dependencia de los controladores de las plataformas, tanto en lo relativo a su capacidad de manipulación como a la neutralidad y precisión de los algoritmos. Es cierto que este problema aparece en muchos ámbitos de la vida, desde la alimentación (la frescura de un yogur) a la atención sanitaria (la precisión de un diagnóstico). Dependemos de la profesionalidad de quienes suministran unos servicios cuya calidad no es evaluable directamente por el ciudadano común. Pero la existencia de regulaciones que protegen a los consumidores y de diferentes empresas o instituciones que pueden suministrar el mismo producto reduce esa dependencia. En el caso de las plataformas de Internet, no hay una regulación internacional para un proveedor de servicios sin fronteras y la competencia es muy baja, de modo que las posibilidades de manipulación son muy amplias y afectan a muchos ámbitos a la vez.

Además de la posible manipulación directa de los datos por parte de los controladores de las plataformas, están los riesgos asociados a las intoxicaciones con el objetivo de crear determinados estados de opinión, la difusión de noticias falsas, las acciones de grupos organizados, los ataques informáticos o la operación de robots que fingen ser individuos.

Problemas de consistencia en las valoraciones

Hay varias fuentes de inconsistencia que pueden afectar al funcionamiento de este tipo de decisiones colectivas. Quizás la más importante tiene que ver con la posibilidad de que las valoraciones individuales no incorporen las consecuencias derivadas de su elección o los requisitos que se deben cumplir para poder aplicarlas.

Foto: Marc J. Dunkelman. (Cedida)

Hay dos casos especialmente relevantes de este tipo de inconsistencia. El primero es la inconsistencia intertemporal, derivada del conocido como “sesgo del presente”, que nos lleva a valorar exageradamente el hoy con respecto al mañana. Es decir, que nuestras valoraciones hoy con respecto a aspectos que afectan al futuro pueden ser contrarias a cómo valoraremos las cosas el día de mañana, haciendo que nos arrepintamos de las decisiones pasadas. Pensemos en temas como la salud, la educación o las decisiones de ahorro para la jubilación. Y, por supuesto, todo lo que tiene que ver con la preservación del planeta y la protección de las generaciones futuras.

El segundo es simplemente la elección simultánea de alternativas contradictorias. No es infrecuente encontrar que las demandas de aumentos en el gasto sanitario, pensiones más elevadas o mejores carreteras, coincidan con la oposición al aumento de los impuestos requeridos para financiar esas prestaciones adicionales.

La tentación del caudillismo

La principal intermediación entre las opiniones de los ciudadanos y las decisiones de los gobernantes se da a través de la actividad parlamentaria, la prensa libre y la acción de un poder judicial independiente. Esa intermediación se percibe a veces como un mecanismo lento, costoso y no exento de intereses espurios. Lo que puede llevar a pensar en las ventajas una “conexión directa” del ejecutivo con el pueblo. Esto es algo que ya ha pasado, donde los dictadores encontraron (y siguen encontrando) legitimación en su capacidad de leer el destino de los pueblos, interpretar sus deseos y necesidades, o responder a llamadas de dios o de la historia. Hitler, Mussolini, Stalin o Franco han sido ejemplos de esos caudillos que tenían “una misión”, que sabían mejor que el pueblo lo que al pueblo convenía. Una completa perversión del liderazgo que hoy día podría tener una nueva justificación, en la medida en que se pueden conocer las necesidades y los deseos del pueblo a partir de toda la información acumulada sobre opiniones y características de los individuos.

Foto: Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión

En una tira de Mafalda aparece su amigo Felipe angustiado porque no tiene ganas de hacer los deberes. Imagina lo bueno que sería que llegara a su casa un vendedor ofreciendo pastillas para la voluntad. “¡Son fantásticas, tengo unas ganas locas de hacer los deberes!”, se dice Felipe en su sueño, después de haber comprado dos cajas. Cuando en ese momento llaman a la puerta Felipe grita: “¡No estoy para nadie!, mamá, ¿eh?”.

Supongamos por un momento que los procesos de democracia directa pudieran funcionar sin los inconvenientes que hemos señalado, de modo que las decisiones sociales correspondiesen exactamente a las valoraciones del ciudadano medio. ¿Es esto lo que querríamos? Como en el caso del Felipe de Quino, la respuesta que yo daría, es “no cuenten conmigo para el experimento”. Porque el ajuste perfecto de las alternativas sociales a la opinión del individuo representativo tiene dos implicaciones que conviene considerar.

La primera, que deja poco margen para el progreso y la adaptación en un contexto cambiante. Digamos que las contribuciones de Marie Curie, Picasso, Steve Jobs o Franklin D. Roosevelt, no hubieran sido posibles si la sociedad se rigiera por la regla de la mediana. Son personas que han liderado la ciencia, el arte, la sociedad y la política, sirviendo de nexo entre el presente y el futuro que es, en el fondo, la esencia del liderazgo. No es que lo tuvieran fácil, pero en las sociedades en las que vivieron había espacio para acoger sus contribuciones, más allá de la dictadura de la mediana. La segunda implicación es que este mecanismo no computa las opiniones ni las necesidades de quienes no están todavía, pero que se verán afectados por las decisiones de hoy. Puede dejar desprotegidas a las generaciones futuras.

Foto: La vicepresidenta del Gobierno y ministra de Hacienda María Jesús Montero. (Europa Press/Álex Zea) Opinión

La tentación del poder ejecutivo de reducir el peso de la intermediación está siempre presente, incluso sin intenciones perversas. Ese fenómeno parece que hoy día ha cogido un vuelo mucho mayor, con reminiscencias de cien años atrás, apoyado en las posibilidades tecnológicas y en el control de las plataformas informativas (¿se acuerdan de Goebbels?). Algo que debería preocuparnos seriamente. Asistimos a intentos nada sofisticados de control de los medios de comunicación, a la ocupación de las instituciones, a la intromisiones descaradas en la estructura del poder judicial, al filibusterismo normativo. Es una deriva que socava el contrato social que nos hemos dado, como una epidemia silenciosa, que apenas se percibe y que, probablemente, cuando seamos plenamente conscientes, tendrá difícil remedio.

La democracia no es sólo votar y conseguir mayorías parlamentarias (recordemos que Hitler llegó al poder con unas elecciones). Es también el estado de derecho, la preservación de las libertades, la vigencia de reglas y procedimientos que acotan el ejercicio del poder como un mecanismo de prevención de riesgos. Si el liderazgo viene a ser como el enlace entre presente y futuro, la intermediación democracia es como un seguro de accidentes: hay que pagar una cuota por si pasa algo. Y lo mejor que nos puede ocurrir es que no pase nada, que paguemos esa cuota inútilmente, sin que nunca tengamos que usar el seguro.

*Antonio Villar, catedrático de Economía de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

Toda sociedad debe encontrar formas de resolver las cuestiones que plantea la convivencia en grupo, a través del diseño de mecanismos de decisión colectiva. Se trata de elegir entre las diversas alternativas disponibles para resolver los problemas derivados de la interacción social, desde la familia hasta el país o las instituciones supranacionales. Para poder abordar estos problemas hay que determinar cuáles son las alternativas a considerar, cómo se elige entre ellas, cómo se implementa la opción escogida, y cómo se evalúa el resultado obtenido. La actividad política es la vía para identificar, abordar y tratar de resolver estos problemas derivados de la convivencia social en el contexto más amplio (municipios, regiones, países).

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