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Los reyes no tienen vida privada
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Los reyes no tienen vida privada

Don Juan Carlos sigue formando parte de la institucionalidad del Estado español. Ello comporta algunos privilegios, pero también deberes y limitaciones

Foto: El rey Juan Carlos. (EFE/EPA/Tolga Akmen)
El rey Juan Carlos. (EFE/EPA/Tolga Akmen)
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Dicen que se llama Alejandra y que es hija de Juan Carlos de Borbón. Nadie lo ha negado oficialmente, ni lo hará. Ninguna persona sensata se atrevería a publicar esa información sin una certeza del cien por cien; además, en este caso, la solvencia profesional de los periodistas que la firman está blindada. Precisamente por su rigor en el trabajo y por lo delicado de la materia, José María Olmo y David Fernández han limitado su revelación al caso de Alejandra, aunque quienes siguen estos asuntos aseguran que no es la única y auguran un goteo de otros nombres en la misma circunstancia. Si es así, cada uno de ellos será una nueva ocasión para que los enemigos de la institución (por serlo de la Constitución) intensifiquen su trabajo de derribo, que se alimenta de cualquier cosa: y en los últimos años, el rey Juan Carlos (abdicado a su pesar hace casi una década, precisamente para prevenir lo que ya entonces se sabía y se veía venir) no ha cesado de suministrarles alimento en abundancia.

Ciertamente, nada borrará el hecho de que Juan Carlos de Borbón rescató la monarquía del basurero de la historia en que la metieron sus antepasados y fue el artífice principal del tránsito pacífico de la dictadura a la democracia. Sin él o contra él, también habríamos recuperado la libertad, pero con un coste infinitamente más elevado. No es pequeño mérito, y la sociedad española se lo ha reconocido sobradamente. España y Juan Carlos quedaron en paz… hasta ahora.

Foto: El rey Juan Carlos, con doña Sofía y las infantas Elena y Cristina. (Getty)

Tan cierto como eso es que, desde el día que renunció al trono, sus andanzas pasadas y presentes se han convertido en un elemento objetivamente desestabilizador, y no puede decirse en su descargo que lo haya hecho de forma inconsciente. Tiene experiencia de sobra para saber que cada revelación de sus borboneos pasados y cada exhibición de su irresponsabilidad actual atacan directamente la posición de su sucesor y, si me apuran, deterioran al Estado mismo, del que la monarquía constitucional es uno de sus pilares.

Sencillamente, en la segunda mitad de su vida, dando por cumplida su misión histórica, decidió poner su disfrute personal por encima del interés de su país, contando con el encubrimiento general derivado de un sentido del Estado mal entendido. Todo ha estallado en el peor momento posible: cuando el Parlamento y el Gobierno mismo se han poblado de fuerzas políticas que conspiran activamente para derrocar el régimen del 78.

Foto: El rey Juan Carlos, en una imagen de archivo. (EFE/Casa de S. M. el Rey/Santiago Borja)

Conviene despejar algunos malentendidos sobre la situación del Rey emérito. El primero es considerarlo un ciudadano privado, habilitado como cualquier otro para hacer con su vida lo que se le antoje. Hay un decreto en vigor desde 2014, promulgado exprofeso para él, que dice que don Juan Carlos “continuará vitaliciamente en el uso con carácter honorífico del título de Rey, con tratamiento de Majestad y honores análogos a los establecidos para el heredero de la Corona”. Además, pertenece a la familia real, que no es lo mismo que la familia del Rey: la primera tiene un carácter institucional y está sometida a la autoridad del Rey, y la segunda no. Por esa razón, Felipe VI decidió preventivamente restringir la composición de la familia real a solo seis personas: él y su cónyuge, sus hijas y sus padres, para que no cargaran sobre la institución las aventuras dudosas de sus demás parientes.

Por tanto, don Juan Carlos sigue formando parte de la institucionalidad del Estado español. Ello comporta algunos privilegios, pero también deberes y limitaciones. Existe una diferencia sustancial entre lo que puede hacer y lo que debería hacer (más bien, lo que debería no hacer); una diferencia que se resiste contumazmente a comprender, quizá por creer que el país está en deuda con él.

Foto: El rey Juan Carlos I, en una imagen de archivo durante su juventud. (Getty)

Es probable que los constituyentes se excedieran otorgando al Rey una inviolabilidad ilimitada y no circunscrita a su acción como jefe del Estado; ya está hecho y no es posible enmendarlo a corto plazo. Pero toda España sabe que cualquier otro ciudadano en su circunstancia estaría sentado en un banquillo. Así que seguir apelando al hecho de que no tiene cuentas pendientes con la Justicia me parece muy imprudente, porque solo sirve para subrayar el abuso de un privilegio constitucional.

El otro equívoco es la reiterada mención a la esfera de la vida privada de quien sigue ostentando la condición de Rey, aunque sea a título honorífico. Incluso para quienes consideramos que el debate doctrinal entre monarquía y república es una antigualla (desde la desaparición del absolutismo, hay en el mundo monarquías admirables y repúblicas detestables y viceversa, sin que ello tenga nada que ver con la forma política de la jefatura del Estado), persiste una diferencia esencial: desde que se acepta el mecanismo dinástico como forma legítima de transmisión del poder, sus beneficiarios pierden el derecho a una vida familiar y privada que pueda sustraerse al escrutinio público. El presidente de una república tiene derecho a la privacidad familiar, porque su título de poder es completamente ajeno a su linaje y comienza y acaba en su persona. No es el caso de los reyes (incluso los más democráticos y constitucionales), que solo lo son por el hecho de pertenecer a una determinada y singular familia.

Foto: Delphine Boël, en una imagen de archivo. (EFE/Stephanie Lecocq)

Hablemos de política. Todos sabemos que esto va a continuar. Juan Carlos de Borbón seguirá siendo una fuente constante de problemas para el Estado y para la institución de la que forma parte. Ello no puede evitarse por completo, pero es obligación de los poderes públicos —empezando por la jefatura del Estado— hacer lo que esté en su mano para reducir al máximo el efecto tóxico que desprende su figura.

Si el Rey emérito quiere adquirir el estatus de un sujeto privado como el que tienen sus hijas y sus nietos, ya está tardando en solicitar la derogación de aquel decreto de 2014 que otorgó a él y a la reina Sofía un tratamiento singular. Ella comprendió adecuadamente la letra y el espíritu de la norma y no ha cometido un solo error, mientras él lo ha ignorado olímpicamente y parece dispuesto a seguir haciéndolo hasta el final.

Si, por el contrario, se constata por enésima vez que no puede contarse con su colaboración, creo que ha llegado el momento de que el jefe del Estado y el Gobierno —a ser posible, contando con el consenso de los partidos constitucionales— procedan a derogar aquel decreto excepcional y conviertan efectivamente al padre del Rey en un ciudadano privado a todos los efectos. Ello no evitará los escándalos mediáticos que aún se avecinan, pero ayudará a reducir en lo que es posible su impacto institucional. El Estado democrático tiene el derecho y el deber de defenderse de quienes lo dañan; y por lamentable que resulte admitirlo, estamos en ese caso.

Dicen que se llama Alejandra y que es hija de Juan Carlos de Borbón. Nadie lo ha negado oficialmente, ni lo hará. Ninguna persona sensata se atrevería a publicar esa información sin una certeza del cien por cien; además, en este caso, la solvencia profesional de los periodistas que la firman está blindada. Precisamente por su rigor en el trabajo y por lo delicado de la materia, José María Olmo y David Fernández han limitado su revelación al caso de Alejandra, aunque quienes siguen estos asuntos aseguran que no es la única y auguran un goteo de otros nombres en la misma circunstancia. Si es así, cada uno de ellos será una nueva ocasión para que los enemigos de la institución (por serlo de la Constitución) intensifiquen su trabajo de derribo, que se alimenta de cualquier cosa: y en los últimos años, el rey Juan Carlos (abdicado a su pesar hace casi una década, precisamente para prevenir lo que ya entonces se sabía y se veía venir) no ha cesado de suministrarles alimento en abundancia.

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