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El régimen de 2015 y la apoteosis del absurdo
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El régimen de 2015 y la apoteosis del absurdo

En España, la repetición de las elecciones ha pasado de ser un accidente excepcional a tratarse como un hábito, incluso como un recurso estratégico

Foto: El presidente del Gobierno en funciones y líder del PSOE, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
El presidente del Gobierno en funciones y líder del PSOE, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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Desde el inicio del régimen de 2015 (que, en la proclamada voluntad de algunos, estaba destinado a acabar con el de 1978 y sustituirlo, con gran ventaja para el funcionamiento de la democracia), ha habido que repetir dos veces las elecciones generales y, quizá, vamos hacia la tercera. Cada vez que nos llamaron a las urnas, los españoles no supimos votar al gusto de los partidos políticos y estos nos obligaron a regresar a las urnas. De hecho, en 2016 nos libramos en el último minuto de que nos hicieran votar por tercera vez; evitar el espanto requirió una quiebra interna del Partido Socialista y la caída transitoria de su líder, que pasará a la historia como fundador del movimiento noesnoísta, que ha envenenado la política española durante los últimos ocho años… y los que nos quedan por padecer.

En España, la repetición de las elecciones ha pasado de ser un accidente excepcional a tratarse como un hábito, incluso como un recurso estratégico. Desde el día de la convocatoria, los partidos incluyen en su árbol de decisiones la hipótesis de forzar la repetición de la votación, consideran a priori si les conviene más o menos y ajustan a ello su comportamiento.

Foto: Alberto Núñez Feijóo, durante la constitución de las Cortes. (EFE/Chema Moya)

En el periodo de vigencia de este régimen apestoso (el nacido en 2015), esta es ya la quinta legislatura; ninguna de ellas logró terminar normalmente su ciclo y dos —que podrían ser tres— murieron nada más nacer. Si finalmente este Parlamento no es capaz de elegir un presidente del Gobierno y hubiera que volver a votar el 14 de enero, España sumaría 728 días de bloqueo —algo más de dos años— con un Gobierno en funciones, incapacitado para todo lo importante. Enhorabuena.

Por el camino, mostramos al mundo el autodescarte desleal del líder del partido ganador de las elecciones, que dejó al jefe del Estado a los pies de los caballos (Mariano Rajoy, tras la votación de diciembre de 2015) y una bonita colección de investiduras fallidas: Sánchez en 2016 y 2019 y Rajoy, además de aquel renuncio insensato, una vez en 2016 y otra en 2019. Hasta en cuatro ocasiones un Congreso recién elegido rechazó al candidato propuesto por el jefe del Estado. El intento presumiblemente fallido de Feijóo será el quinto, y ya veremos lo que sucede si a continuación concurre Sánchez.

Supongo que no es necesario subrayar que cada vez que el Parlamento rechaza al candidato del Rey, ambas instituciones sufren en su prestigio y autoridad moral. Pues bien, en los últimos ocho años ha habido en España más investiduras frustradas que exitosas, y la mitad de las legislaturas han sido incapaces de arrancar. Que alguien señale, si es que existe, una democracia homologada con un palmarés semejante de reiteradas autolesiones institucionales y de desprecio de los partidos políticos al voto de los ciudadanos.

Foto: Pedro Sánchez, durante la rueda de prensa. (EFE)

Con la autodenominada nueva política, el Rey se ha visto obligado a proponer en todas las ocasiones un candidato desde la incertidumbre, sin tener jamás la certeza de que el designado contaría con los votos suficientes para ser elegido. Cuando no se lo rechazaron, la investidura salió adelante in extremis, mediante negociaciones alambicadas, llevadas al límite del tiempo y la razón, y con fórmulas de gobierno estrafalarias y genéticamente inestables.

Lo mismo sucederá en esta ocasión. Entre unos y otros, han logrado colocar al jefe del Estado en una situación imposible. Forzado a proponer un candidato que no puede acreditar una mayoría parlamentaria para ganar la investidura y mucho menos para gobernar establemente —como tampoco ha podido acreditarlo su rival, especialista en presentar las derrotas electorales como hazañas históricas—. Arrastrado, además, por una competición desquiciada entre Feijóo y Sánchez por obtener la primera nominación, lo que, indefectiblemente, teñía de preferencia partidista cualquier decisión que tomara. La indignación de la izquierda por la designación de Feijóo habría sido idéntica en la derecha si el primer elegido hubiera sido Sánchez. Unos le habrían acusado de despreciar el resultado electoral y los otros, de ignorar la aritmética parlamentaria. Por cierto, no se escucha en esta polémica un solo argumento que no venga dictado por el alineamiento político del emisor y que no entre en contradicción con lo que la misma persona, el mismo partido o el mismo medio defendieron en ocasiones similares. La amnesia es ya una pandemia del debate político en España.

Es ya poco discutible que el artículo 99 es uno de los más desafortunados de la Constitución española. Su regulación de la formación de Gobierno tras unas elecciones es disfuncional y peligrosa, porque solo sirve para situaciones en que las mayorías están claras y los dirigentes políticos aplican el principio de la buena fe institucional, lo que dejó de suceder aquí hace tiempo.

En cuanto las cosas se complican y el sectarismo prevalece sobre la lealtad al espíritu de la ley, ese texto es una puerta abierta a todas las golferías imaginables y una invitación clamorosa al bloqueo y el desgobierno. Si fuera posible plantear una reforma de la Constitución —que no lo es ni lo será mientras persista el bibloquismo, como sucede con todas las reformas importantes aplazadas desde hace una década—, ese artículo sería uno de los primeros candidatos para ser rectificado.

Añadan a eso el destrato ventajista al que los partidos someten sistemáticamente al jefe del Estado. Se ha generalizado la idea de que las negociaciones entre partidos para formar una mayoría comienzan cuando el Rey designa un candidato, no antes. Al parecer, el tiempo que transcurre entre la votación y las consultas es tiempo de vacaciones para los dirigentes, o para tratar de inclinar a su favor la voluntad del árbitro. Digo yo que lo honesto sería lo contrario: que los líderes llegaran a las consultas ya negociados y el jefe del Estado pudiera actuar sobre acuerdos contrastables y no sobre especulaciones cargadas de condiciones cruzadas.

Foto: Felipe VI y Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya)
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Sánchez pretende gobernar con una alianza de siete partidos (contando a Sumar como uno, lo que es mucho contar). Se da la circunstancia de que seis de ellos mantienen una relación conflictiva en grados diversos con la Constitución española, que cuatro de los posibles coaligados ni siquiera tuvieron la cortesía institucional de comunicar su posición al jefe del Estado (lo que no les ha impedido presionarlo a todo gas y condenar acerbamente su decisión) y que el candidato ha preferido irse de veraneo en lugar de aprovechar el tiempo para avanzar en su negociación a siete bandas y poder presentar en la Zarzuela algo más que una declaración de intenciones.

Con todo, la propuesta de Feijóo como candidato no cambia nada esencial. Da igual el orden en el que presenten sus candidaturas: la probabilidad de que uno de los dos, Sánchez o Feijóo, gane la investidura permanece en la mano de una persona llamada Carles Puigdemont, a la sazón fugitivo de la Justicia, procesado por corrupción y líder moral —que no formal— de un partido que dice representar a toda Cataluña, pero que el 23 de julio quedó en quinta posición en ese territorio, superado en votos incluso por el PP.

Foto: El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. (Reuters/Yves Herman)

Lo único seguro en esta apoteosis del absurdo en que ha degenerado el régimen de 2015 es que el próximo Gobierno de España depende exclusivamente de que Sánchez se preste a apañar con Puigdemont algo que deje abierta, aunque sea retóricamente, la puerta de la secesión y una ley de punto final para todos los delitos cometidos en Cataluña al calor del golpe institucional de 2017, incluidos la malversación, el vandalismo callejero y centenares de actuaciones prevaricadoras. Una ley de punto final que, por cierto, una vez abierto el melón, no tardaría en ser reclamada en términos parecidos para los llamados presos vascos. A la luz de los argumentos que se manejan estos días en el oficialismo, no habría motivo para negarla.

Quizás haya llegado el momento de plantearse si el entramado jurídico e institucional del régimen del 78 puede sobrevivir a los códigos de actuación política implantados por el de 2015. Si la incompatibilidad es un hecho, una de las dos cosas está llamada a desaparecer. No oculto mi pesimismo al respecto.

Desde el inicio del régimen de 2015 (que, en la proclamada voluntad de algunos, estaba destinado a acabar con el de 1978 y sustituirlo, con gran ventaja para el funcionamiento de la democracia), ha habido que repetir dos veces las elecciones generales y, quizá, vamos hacia la tercera. Cada vez que nos llamaron a las urnas, los españoles no supimos votar al gusto de los partidos políticos y estos nos obligaron a regresar a las urnas. De hecho, en 2016 nos libramos en el último minuto de que nos hicieran votar por tercera vez; evitar el espanto requirió una quiebra interna del Partido Socialista y la caída transitoria de su líder, que pasará a la historia como fundador del movimiento noesnoísta, que ha envenenado la política española durante los últimos ocho años… y los que nos quedan por padecer.

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