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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Antología del abuso del poder

Este presidente ha mostrado una peligrosa inclinación a rebasar las fronteras de lo que es ética y estéticamente admisible en el ejercicio de su alto cargo público

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), junto a su mujer Begoña Gómez. (EFE/Borja Sánchez-Trillo)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), junto a su mujer Begoña Gómez. (EFE/Borja Sánchez-Trillo)
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El honrado pueblo madrileño bautizó a doña Carmen Polo de Franco con el apodo de la Collares. Al parecer, la mujer de Franco entretenía su ocio con frecuentes visitas a las mejores joyerías de la capital. Tras escoger las piezas más de su gusto, pedía que se las envolvieran y añadía: “Muchas gracias, puede enviar la factura a El Pardo”. Por supuesto, jamás se recibió en la residencia del Generalísimo ninguna de esas facturas. La cosa alcanzó tal punto que los joyeros de Madrid firmaron una póliza colectiva de seguro para compartir y resarcirse en parte de los efectos del saqueo.

No es mi intención equiparar figuras y contextos totalmente disímiles, pero el hecho es que, en los últimos meses, ese recuerdo del pasado acude recurrentemente a mi cabeza cuando leo la prensa. Se lo contaré a mi psicoanalista, quizás él encuentre la causa de esa peculiar asociación de ideas. Por mi parte, solo se me ocurre formular una aproximación tentativa: el abuso del poder es un comportamiento humano que puede florecer en cualquier momento y circunstancia y se manifiesta de mil formas diferentes, desde aquellas groseras expediciones de la Collares por las joyerías capitalinas a gestos más sofisticados -pero igualmente detestables- en una democracia moderna.

-¿Qué haces esta tarde?

-Me veo con Barrabés, ya lo conoces. Lo he citado aquí.

-¿Te viene bien que pase a saludar?

-Claro.

-Cuenta con ello. Hasta luego, cariño.

Foto: Begoña Gómez y Pedro Sánchez, en el X aniversario de la proclamación de Felipe VI. (EFE/Chema Moya)

Escenas de la vida cotidiana. Este breve diálogo aparentemente inocuo (imaginario y, no obstante, verosímil) no tendría nada de particular entre una pareja de profesionales con sus trabajos respectivos. Nadie vería en él algo delictivo, ni siquiera inapropiado.

Pero se llena de sobreentendidos oscuros si concurren las siguientes circunstancias: que la pareja en cuestión la forman el presidente del Gobierno en ejercicio y su cónyuge. Que “aquí” no se refiere a una cafetería, sino a la sede oficial de la presidencia del Gobierno. Que el convocado es un intrépido emprendedor que mantiene una intensa relación mercantil con la mujer del presidente, frecuentemente vinculada a la adjudicación de contratos públicos. Que nunca antes del acceso de su marido al poder se había dedicado ella a tareas de intermediación de las que convencionalmente se conocen como lobby. Que el invitado de esa tarde ha conseguido el 90% de su facturación justamente desde que la pareja presidencial se instaló “aquí”. Que hasta un crío de babero percibe el mensaje implícito -inequívoco para el visitante- que transmite el hecho de que el presidente interrumpa momentáneamente su agenda para pasarse a saludar en una cita de negocios de su mujer. Y sobre todo, que estamos en España, la patria del enchufe y la recomendación.

He vivido tiempo suficiente cerca de la cúpula del poder político para advertir que, con el tiempo, los ocupantes de cargos tan relevantes como para llevar adosada, por ejemplo, una residencia oficial, tienden a olvidar esa circunstancia excepcional y a considerar ese lugar como si fuera su propia casa, o a sentir como naturales algunos de los privilegios que su alta posición institucional les proporciona. En esa circunstancia, es preciso ejercer una férrea vigilancia sobre sí mismo para no deslizarse, de forma casi inconsciente, hacia las mil y una formas de abuso del poder -unas más obscenas que otras- que la realidad te presenta cotidianamente.

Foto: Sánchez y su mujer, de la mano en un acto de campaña. (EFE/Jorge Zapata) Opinión
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La Moncloa contiene una residencia para el presidente y su familia, pero no es una residencia privada en ninguno de sus espacios. Como no lo es Matignon, ni el número 10 de Downing Street, ni siquiera el palacete de la Zarzuela. Todo lo que se hace y se dice en su interior tiene un componente institucional. Tus colaboradores, pagados con el erario público, no son asistentes personales ni sirvientes domésticos: sus obligaciones profesionales están tasadas y nada justifica que se salgan de ellas: no existe la obediencia debida. Y la aguda consciencia de estar ocupando circunstancialmente una dependencia del Estado es exigible también a las personas de tu familia que, para su suerte o desgracia, habitan también ese lugar.

Desde el primer minuto que pisó el despacho presidencial como titular del cargo, Pedro Sánchez exige férreamente a cuantos trabajan con él que lo llamen “presidente”. Da igual que algunos sean amigos íntimos de toda la vida y que estén a solas con él: a quien se le escape un “Pedro” será severamente reprendido. Puesto en ese plan, estaría bien que tanta altivez institucional se aplicara con la misma rigidez a todas las esferas de su actividad.

Sin embargo, este presidente que a nadie apea el tratamiento ha mostrado una peligrosa inclinación a rebasar las fronteras de lo que es ética y estéticamente admisible en el ejercicio de su alto cargo público, a confundir el interés colectivo con el suyo personal y las instituciones con su partido, a practicar una concepción instrumental del principio de legalidad y al abuso de poder: no ya como práctica más o menos vergonzante, sino como exhibición impúdica de sus signos externos. Partiendo de ese talante, era difícil esperar de él que moviera un dedo para corregir los excesos de su cónyuge, de los que, como mínimo, es corresponsable.

Este Gobierno y sus aliados nos han acostumbrado tanto a hacer mangas y capirotes con el Código Penal que hemos caído en la aberración de creer que este es la única frontera que delimita el bien del mal en el ejercicio de la política. Según esa doctrina, todo lo que no es delito es honorable, especialmente si lo realizan los nuestros. Si ello se completa con un uso arbitrario de la lapicera para poner, quitar o reformular delitos según lo requiera la coyuntura política o la exigencia de los socios, entramos en un espacio de confusión grave, porque entregamos al mandamás de turno la capacidad de mover a su capricho la línea que separa lo justo de lo injusto. Algo que una sociedad sana no debería entregar a ningún sujeto singular, especialmente a alguien con los rasgos de carácter del actual presidente.

Solo los tribunales están autorizados a establecer si Begoña Gómez ha cometido algún delito. Pero no hay forma de sostener, a la luz de los hechos conocidos y no desmentidos, que su comportamiento haya respondido a los baremos higiénicos exigibles a quien ocupa su posición. Lo cuenten como lo cuenten, no la ciudadana Gómez -o cualquier otra persona sin los atributos del poder- jamás habría logrado ni por asomo todo lo que a ella le ha sido otorgado en estos años si no fuera la mujer del presidente del Gobierno. Su modus operandi es la mejor demostración de cuán consciente era de ese privilegio.

Intente, querido lector, que la mayor universidad del país cree un máster a su medida sin tener siquiera una licenciatura, o que le reciban los máximos responsables de las principales empresas de país y le entreguen a fondo perdido el dinero de sus accionistas y el trabajo de sus técnicos. Póngase en el lugar del funcionario que ha de adjudicar un contrato público y se encuentra con una carta de recomendación a favor de una empresa firmada por la mujer del presidente del Gobierno. Espere en vano que se le abran todas las puertas -y de paso, todas las cajas- con solo levantar el teléfono y decir su nombre (que es una forma descarada de mencionar el de su marido). Permítase el lujo de citar a quien le venga en gana en el lugar desde el que se dirige el país.

Foto: La mujer del presidente del Gobierno, Begoña Gómez, tras ejercer su derecho a voto el 9 de junio. (Europa Press/Eduardo Parra)

Lo dicho: en esas circunstancias, lo difícil es no caer en el abuso de poder. Su obligación y la de su marido era evitar el riesgo, pero lo provocaron a sabiendas. Y nada los legitima para culpar a los medios: como repite Miguel Ángel Aguilar, noticia es todo aquello que el poder quiere impedir que se publique.

Con todo, lo peor es la aplicación drástica y generalizada de la ley del embudo. Más que evocar a la Collares a estas alturas (que, quieras o no, siempre resulta perturbador), me irrita imaginar a Pedro Sánchez como líder de la oposición en la situación inversa, o suponer cómo serían los titulares y editoriales de sus medios adictos. O contemplar cómo defienden lo indefendible personas que ejercieron el poder y jamás se permitieron a sí mismas comportamientos semejantes. Cuando el quién hace desaparecer de las conciencias el qué, hasta la conversación se vuelve inútil.

El honrado pueblo madrileño bautizó a doña Carmen Polo de Franco con el apodo de la Collares. Al parecer, la mujer de Franco entretenía su ocio con frecuentes visitas a las mejores joyerías de la capital. Tras escoger las piezas más de su gusto, pedía que se las envolvieran y añadía: “Muchas gracias, puede enviar la factura a El Pardo”. Por supuesto, jamás se recibió en la residencia del Generalísimo ninguna de esas facturas. La cosa alcanzó tal punto que los joyeros de Madrid firmaron una póliza colectiva de seguro para compartir y resarcirse en parte de los efectos del saqueo.

Begoña Gómez Pedro Sánchez
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