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Una Cierta Mirada
Por
El hecho diferencial de la corrupción sanchista: la gestión de la pandemia
El contexto en que se produjeron los presuntos pillajes es el peor posible para los responsables y el más indigesto para la sociedad
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Esta sucesión de revelaciones sobre tramas corruptas con epicentro (seguro) en el Ministerio de Transportes y (más que probable) en la Moncloa contiene un hecho diferencial que lo distingue de todos los anteriores: el contexto en que se produjeron los presuntos pillajes es el peor posible para los responsables y el más indigesto para la sociedad. Lo que cualifica y agrava lo sucedido es la gestión pandémica como marco necesario del latrocinio.
Hay muchos elementos en común en las oleadas de casos de corrupción que, en su momento, condujeron a varios gobiernos de la democracia, del PP y del PSOE, a la bancarrota política. Destaco dos:
a) La extraordinaria semejanza de los discursos de quienes en cada momento están en el Gobierno y en la oposición. No de un instante concreto, sino de todo el iter discursivo de uno y otro bando desde que los primeros casos salen a la luz hasta que la lluvia fina se hace diluvio, después tempestad y, finalmente, el recuento de daños se revela fatídico.
El despliegue de artimañas victimistas de Sánchez y sus coroneles es intercambiable con la reacción de Rajoy, sus ministros y su partido ante el alud de mangancias que en su día anegó al PP. Igualmente, los actuales aspavientos de Feijóo y los suyos, tratando como hechos probados lo que de momento solo son indicios (por muy hediondo que resulte su aroma) y dando por condenados a quienes ni siquiera están aún investigados -es decir, yendo muchos pasos por delante de la Justicia- parecen calcados de los furibundos alegatos del Sánchez opositor entre 2014 y 2018. Parece existir un patrón de comportamiento que unos y otros interpretan casi rutinariamente según el lado de la trinchera en que se encuentren en cada ocasión: se intercambian los guiones y los recitan con el mismo énfasis y amnesia similar.
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Por eso la opinión pública lo contempla como un perpetuo remake de la misma película; pero no conviene confundir el hastío con la indiferencia: ambos partidos han sufrido castigos electorales durísimos a causa de la corrupción, y han purgado un largo recorrido por el desierto -incluido el cambio de los liderazgos- hasta su rehabilitación.
b) El tracto temporal del drama siempre es más dilatado de lo que protagonistas y público desearían. Los hechos de origen permanecen ocultos y se convierten en escándalos públicos con varios años de retraso; y no se cierran en la doble vertiente judicial y política hasta mucho tiempo después, porque el compás de la Justicia no es el de los medios ni el de los partidos. La mayoría de los hechos que han provocado la actual ristra de escándalos se produjo hace cuatro años, en 2020. Estamos a finales de 2024 y los tribunales apenas han dado los primeros pasos para esclarecerlos. La agonía será lenta y, por mucho que se estire la legislatura, es probable que la sentencia electoral llegue antes que la judicial.
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En una de sus excelentes crónicas, Beatriz Parera señala una fecha clave que atrae especialmente la atención de los jueces en relación al rescate de Air Europa, presuntamente amañado en las alturas: el 16 de julio de 2020. Al parecer, ese día hubo reunión en la Moncloa entre Sánchez, Calviño y Ábalos para cerrar el negocio; Aldama e Hidalgo acudieron al Ministerio de Transportes a recibir noticias de Ábalos; Begoña Gómez se reunió en secreto con Hidalgo en las oficinas de este; y se sucedieron mensajes en todas las direcciones confirmando el éxito de la operación, cuya síntesis está en este de Aldama a Koldo: “Parece que todo ha servido”. Curioso, puesto que, formalmente, ni Aldama ni Koldo tenían nada que ver con Air Europa salvo por la condición de comisionista del primero y la de mayordomo en jefe del segundo.
Conviene rememorar el contexto. En julio de 2020, Sánchez proclamó falsariamente en el Congreso que “hemos vencido al virus” y animó a todo el mundo a disfrutar del verano pese a las severas advertencias de los expertos sanitarios sobre una inminente segunda ola, aún más mortífera que la primera. Efectivamente, poco después hubo que declarar un nuevo estado de alarma, tan inconstitucional como el anterior pero mucho más prolongado para eludir el control del Parlamento.
En esos días estaba a punto de cerrarse el acuerdo europeo sobre los fondos Next Generation, que proporcionaron a España una lluvia de millones (de los que, a estas alturas, no se ha ejecutado ni un tercio) y ya estaba diseñado el mecanismo para asegurar un uso clientelar de los fondos, centralizado en la Moncloa. De ese uso nacieron operaciones tan oscuras como el rescate de Air Europa que ahora se investiga, una decisión que el propio presidente acaba de atribuirse personalmente.
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Tras atribuirse el final fake de la pandemia, el presidente se disponía a escaquearse de la gestión de la catástrofe (a la que no regresó hasta que aparecieron las vacunas) y traspasar el marrón a los gobiernos autonómicos.
Si nos remontamos unos meses atrás, mientras los ciudadanos estábamos confinados, las empresas cerradas y los hospitales colapsados, un grupo de personas en el Ministerio de Transportes, coordinadas por el tal Koldo -cuyo único título habilitante era hablar en nombre del ministro- encontraron una bicoca fabulosa en la compra masiva de mascarillas a precios de joyería y trataron de extender el negocio a otros ministerios y varios gobiernos autonómicos “de la casa”, con suerte desigual. Aún no se ha explicado qué diablos hacían ministerios como Transportes o Interior comprando millones de mascarillas en el mercado chino, una función que correspondía en exclusiva a Sanidad.
La gestión española de la pandemia fue bastante desastrosa, lo que nos situó establemente en el grupo de cabeza de contagios y muertes, pese a que las cifras reales nunca han llegado a conocerse. En esos meses, al calor de la emergencia se cometieron innumerables tropelías normativas que nadie se ha ocupado después de reparar. Hubo una gigantesca confusión competencial, puesto que el Gobierno absorbía o centrifugaba poderes en función de su interés coyuntural. Quedaron al desnudo todos los agujeros de un sistema sanitario (partido en 17) que se había vendido como el mejor del mundo. La polarización política alcanzó niveles de cerrilidad incompatibles con el manejo sensato de una emergencia global. Se engañó deliberadamente a la población en muchos momentos, mientras el señor presidente se exhibía en aquellos estomagantes discursos televisados del sábado por la tarde. Se ignoraron contumazmente las recomendaciones de los expertos, cuando no se inventaron comisiones de expertos que nunca existieron para disfrazar decisiones estrictamente políticas. Se sabe que hubo una matanza en las residencias de ancianos, pero nadie, en ningún nivel del poder, se ha hecho responsable de ella (al revés, aún se arrojan macabramente entre sí los cadáveres de los viejos).
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Lo que nos faltaba por saber es que, además de todo eso, la gestión de la pandemia estuvo también pringada por la corrupción. Eso es lo que ahora aparece: golfos robando o intercambiando favores en la cúpula del poder mientras la peste invadía el país y las empresas se arruinaban.
Sin embargo, no debería sorprendernos. Cuando la anomia o el caos normativo desplazan al orden jurídico, los controles se relajan hasta evaporarse, las responsabilidades se diluyen y reina la confrontación sectaria donde debería imponerse el consenso, la aparición de la corrupción es inexorable. La corrupción es hija del desorden, y en la gestión española de la pandemia hubo un déficit abismal de orden, aunque también un exceso de órdenes indocumentadas y arbitrarias.
Este lado de la cuestión hoy no está en los titulares, pero habita en la conciencia colectiva. Por eso, además de lo que finalmente resuelva, la Justicia, las consecuencias políticas de esta crisis de corrupción pueden ser extraordinarias.
Esta sucesión de revelaciones sobre tramas corruptas con epicentro (seguro) en el Ministerio de Transportes y (más que probable) en la Moncloa contiene un hecho diferencial que lo distingue de todos los anteriores: el contexto en que se produjeron los presuntos pillajes es el peor posible para los responsables y el más indigesto para la sociedad. Lo que cualifica y agrava lo sucedido es la gestión pandémica como marco necesario del latrocinio.