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La pesada herencia del tardosanchismo
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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La pesada herencia del tardosanchismo

Dure lo que dure, el tardosanchismo está siendo más obsceno y mugriento que cualquier otro período anterior desde que Sánchez conquistó el poder en su partido

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante una sesión plenaria de la cumbre del Consejo Europeo. (Europa Press/Pool/Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante una sesión plenaria de la cumbre del Consejo Europeo. (Europa Press/Pool/Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa)
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Cuando Sánchez exclamó “¿De quién depende la Fiscalía?... Pues eso”, creía lo que decía. No solo mostró una insondable ignorancia jurídica, sino que dejó asomar una concepción del poder en la que la diferencia entre el Gobierno y el Estado se borra porque el Gobierno tiende a ocupar todo el espacio del Estado. Una vez que el militante fiscal general del Estado está formalmente investigado por un posible delito -y quizá más adelante procesado-, tendrá que ser interrogado por otro fiscal que está a sus órdenes y cuyo futuro en la carrera depende de él. Con toda seguridad, en ese procedimiento judicial García Ortiz no tendrá un abogado defensor, sino tres: el suyo propio, el fiscal y el abogado del Estado. Resulta que el fiscal general del Estado es un bulo, porque la persona que ocupa el puesto ha acreditado no ser ninguna de las tres cosas.

Nadie puede predecir cuánto tiempo más permanecerá Pedro Sánchez en la Moncloa, ni siquiera él mismo. Más allá de la patraña de los cinco días en los que simuló reflexionar al respecto, si de él dependiera el cargo sería vitalicio. Por lo que el personaje ha mostrado durante una década, no es difícil anticipar que: a) tratará de prolongar su mandato por todos los medios a su alcance, sin sujetarse a límites relacionados con la situación del país, el interés público o la rectitud moral; b) el final de su régimen (lo que llamamos “sanchismo” para denominar una forma singularmente turbia de ejercer el poder) será políticamente tormentoso y virulento, como corresponde a su naturaleza; c) pese a su vocación de perpetuidad, estamos ya en pleno tardosanchismo, entendida la expresión como ese período en que un aparato de poder, consciente de su decadencia, agudiza sus peores rasgos y no tiene otra ocupación que retardar y administrar su propio estertor.

Dure lo que dure, el tardosanchismo está siendo más obsceno y mugriento que cualquier otro período anterior desde que Sánchez conquistó el poder en su partido. Abandonado por completo el cuidado de las formas, en el espacio orgánico del PSOE las odas al renovado poder de las bases militantes han dado paso a una indisimulada autarquía interna donde solo rige la ley del capricho del general secretario. Y desde aquel equipo inicial que Ignacio Camacho bautizó irónicamente como “gobierno bonito” hemos transitado a la partida de jabalíes políticos mal avenidos, la mayoría de ellos desconocidos (lo que en algunos casos es una suerte para ellos y ellas) que hoy se sientan en el Consejo de Ministros y ocupan la mayor parte de su tiempo en distinguirse ante el jefe no por la eficacia de su gestión, sino por la ferocidad de sus cornadas. Este gobierno del tardosanchismo es cualquier cosa menos bonito, y el caso es que hasta parecerlo ha dejado de importarles.

Está muy extendida la doble ilusión de que, por un lado, cuando Sánchez salga de la Moncloa, al día siguiente reaparecerán en el PSOE los socialistas sensatos que han pasado estos años en las catacumbas para restablecer la dignidad de la sigla y el sentido común en su política, Y por otro, que la implacable corrosión del sistema constitucional se reparará como por ensalmo y, con la alternancia, regresarán el espíritu del 78, los consensos, la moderación, las reformas bloqueadas por el sectarismo bipolar y la democracia liberal en plenitud. Como si todo hubiera sido un mal sueño o un paréntesis de insania política en una historia abocada a la felicidad.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Getty/Anna Moneymaker) Opinión
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Ambas ideas pertenecen más a lo onírico que a lo real. En realidad, hay más motivos para temer que el paréntesis histórico puede haber sido el tiempo transcurrido entre 1978 (aprobación de la Constitución) y 2018 (entronización de Sánchez, apoteosis de los populismos destituyentes y cataclismo autoinducido de la derecha conservadora), y que lo que hoy vivimos y lo que se avecina serían el regreso a la normalidad histórica.

Sánchez dejará el poder cuando sea, pero muchos de los elementos más nocivos que ha introducido en la vida política se han clavado en la realidad española y prolongarán sus efectos mucho más allá de su presencia en la Moncloa. Primero, porque no está ni medio claro que el PSOE del postsanchismo sea recuperable como instrumento de una razonable política progresista comprometida con la convivencia cívica, la institucionalidad y con una versión saludable del principio de legalidad. La contaminación ideológica y práctica de ese partido ha sido demasiado larga y profunda para confiar en ello, y no se atisba qué otro instrumento podría realizar esa función. Más bien parece que el propio Sánchez y sus actuales jenízaros lucharán entre sí para sucederse a sí mismos, y llevan todas las de ganar. Para mayor certeza, quienes tengan estómago para ello que atiendan a la kermés aclamatoria de noviembre que responde al nombre -solo formal- de 41 Congreso del PSOE.

Foto: Pedro Sánchez y Maria Jesús Montero en el Comité Federal. (EFE/Juanjo Martín) Opinión
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Por otra parte, tampoco está claro que quien suceda a Sánchez en el Gobierno se abstenga de reproducir la colección de desafueros jurídicos e institucionales que han marcado este período. Hay cosas que, cuando se descosen, no es sencillo recomponer, y una de ellas es la salubridad en la política. En Estados Unidos, el país se partió en dos tras el pucherazo de Bush en las elecciones de 2000 y desde entonces todo ha ido a peor. En el Reino Unido, se necesitarán décadas para superar el cisma del Brexit, si es que alguna vez se logra.

Sánchez ha dejado el espacio institucional sembrado de precedentes venenosos para el funcionamiento normal del sistema. El caso es que el invento le ha funcionado: por ese procedimiento lleva seis años en el Gobierno y lo que le quede. A quienes hoy le aplauden y publican serviles editoriales laudatorios quiero verles las caras y leer sus textos si, por ejemplo, Vox ganara las próximas elecciones y el presidente Abascal (o el presidente Monedero, da igual a estos efectos) decidiera reproducir una por una las cosas que ha hecho Sánchez con la ley y con las instituciones.

Interpretar torcidamente la Constitución para comprar votos en el Congreso o simplemente desacatarla cuando cumplirla incomoda. Tratar el Código Penal como un juguete de goma para dar gusto a los aliados políticos. Incorporar a las fuerzas antisistema a la dirección del Estado. Convertir la sala de prensa de Moncloa en escenario de un mitin permanente, la radiotelevisión pública en un vómito de propaganda oficialista, el CIS en un centro de desinformación sociológica, el Banco de España en una sucursal de la Moncloa, la presidencia del Congreso en una rama del aparato partidario, el Ministerio de Transportes en la cueva de Alí Babá, el de Justicia en una conspiradera contra los jueces, la política exterior en un instrumento sectario de la interior. Declarar la guerra al Tribunal Supremo y a los medios considerados desafectos (que son todos menos los descaradamente serviles). Sabotear a los gobiernos autonómicos del partido rival. Hacer de la mentira un principio existencial… y así hasta la náusea. Una vez abierto el melón de la arbitrariedad, ¿por qué ha de ser privativo de Sánchez?

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, interviene en la sesión de control. (Europa Press/Fernando Sánchez) Opinión

Justificar todo eso en que hay que impedir como sea que gobierne la derecha tiene un peligro: que venga la derecha, o la extrema izquierda o quien sea (una vez que el abanico de las alianzas políticas se ha hecho infinito cualquier cosa es posible) y decida hacer exactamente lo mismo. Que lo que hoy se legitima porque lo hacen los nuestros se convierta en un elemento consustancial a este y cualquier gobierno que le suceda. Que los desafueros de Sánchez pasen a ser los de Feijóo o de Ayuso, de Abascal, o de Iglesias…o de cualquier cachorro del sanchismo aún más desaprensivo que el fundador, que ya hay varios -incluso dentro del Consejo de Ministros- preparándose para ello y afilando el puñal de Bruto. Que no haya antibiótico para esta infección.

Cuando Sánchez exclamó “¿De quién depende la Fiscalía?... Pues eso”, creía lo que decía. No solo mostró una insondable ignorancia jurídica, sino que dejó asomar una concepción del poder en la que la diferencia entre el Gobierno y el Estado se borra porque el Gobierno tiende a ocupar todo el espacio del Estado. Una vez que el militante fiscal general del Estado está formalmente investigado por un posible delito -y quizá más adelante procesado-, tendrá que ser interrogado por otro fiscal que está a sus órdenes y cuyo futuro en la carrera depende de él. Con toda seguridad, en ese procedimiento judicial García Ortiz no tendrá un abogado defensor, sino tres: el suyo propio, el fiscal y el abogado del Estado. Resulta que el fiscal general del Estado es un bulo, porque la persona que ocupa el puesto ha acreditado no ser ninguna de las tres cosas.

Pedro Sánchez
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