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Una Cierta Mirada
Por
La querella nacional
Ahora nos han inundado con un diluvio de querellas judiciales recíprocas con el único propósito de llenar el ambiente de azufre o lanzar nubes de humo para escurrir el bulto de actuaciones que sí son claramente delictivas
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A estas alturas, no cabe duda de que la palabra del año en la política española será querella. Se ha ganado el título sobradamente, y lo ha hecho en todas sus acepciones: la que la define como “discordia o pendencia”, que es el condimento universal de todos los guisos que se preparan en esa cocina que hiede a cochambre; la que se refiere a su significado procesal como denuncia ante la Justicia de un presunto delito, un producto del que andamos ahítos últimamente (de presuntos delitos del adversario y, sobre todo, de querellas judiciales como instrumento de agresión); y la primera que recoge el diccionario, que es “expresión de un sentimiento doloroso”: el que compartimos millones de españoles, seamos atrincherados o huérfanos, cuando contemplamos el espectáculo de cinismo y procacidad que protagonizan a diario quienes, por desgracia, nos representan.
El presidente del Gobierno encuentra un placer especial, una especie de regusto sádico en repetir que le quedan como mínimo mil días en la Moncloa. Lo llamativo es que lo formula como amenaza, desprovista de cualquier información sobre qué pretende hacer en esos mil días, aparte de amarrarse al sitial e impedir a cualquier coste que otros lo ocupen. Este es el mensaje: preparaos, porque tendréis que soportarme al menos mil días más. Al menos podría fingir que tiene algo positivo que hacer, pero, desde la noche del “somos más”, Sánchez se ha descarado y desatado por completo.
Sabemos, pues, que este presidente quiere quedarse todo ese tiempo (y mucho más si le dejan), pero ignoramos para qué. Sabemos -él también lo sabe- que su gobierno menesteroso no resolverá ninguno de los problemas cruciales del país: ni la financiación autonómica, ni la vivienda, ni la inmigración, ni el empobrecimiento de las familias, ni el colapso de las infraestructuras de las que antaño presumimos, y mucho menos el restablecimiento de un clima respirable en la atmósfera física o en la política. Su programa de legislatura se agotó el día que compró la investidura y la pagó al contado con una ley de amnistía. Por eso, además de por el tono achulado y camorrista (que se le agudiza a medida que se debilitan sus apoyos sociales y parlamentarios y lo acorralan los casos de corrupción en su entorno), el discurso de los mil días suena más a desafío que a promesa.
En el plano institucional sí está claro su proyecto: obsérvese lo que ha hecho con su partido y trasládese al ámbito del Estado. Por fortuna, este aún dispone de mecanismos de autodefensa de los que el PSOE se despojó voluntariamente; de ahí la querella feroz contra todo aquello que frena la vis expansiva de su insaciable ansia de poder, empezando por la Justicia.
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Al principal partido de la oposición le consume la impaciencia por echar a Sánchez; es decir, por hacer lo que pudo y no supo hacer cuando tuvo la ocasión. Sin duda, para mucha gente ese es un objetivo deseable en sí mismo. Pero para construir una mayoría social se necesita algo más que el eslogan agreste de derogar el sanchismo. El caso es que, a estas alturas, los españoles seguimos sin saber, ni siquiera a grandes rasgos, qué pretendería hacer Feijóo con España si lograra su objetivo de sacar a Sánchez de la Moncloa.
Su desempeño como alternativa deseable de poder está prácticamente inédito si se refiere a los contenidos. Quizá ellos no quieran creerlo, pero por ese agujero se les escapó al menos medio millón de votos en julio del 23: puesto que el PP no se ocupó de ofrecer un proyecto reconocible más allá de la pulsión derogatoria, el adversario encontró campo libre para vestir el maniqueo y hacerlo verosímil. En cuanto al ejercicio de la oposición propiamente dicha, digamos piadosamente que resulta muy mejorable. Además del insondable déficit de calidad del material humano, que afecta a todos los espacios políticos sin excepción, quizá el problema principal sea precisamente la impaciencia, de la que nacen la improvisación y el aturdimiento. Casi todo en el PP de Génova y de la Carrera de san Jerónimo es apresurado, desmañado, a veces prematuro y a veces tardío; y con demasiada frecuencia, autolesivo. Cada vez que Sánchez está acorralado, alguien del PP le abre una gatera por la que zafarse.
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Destruido el Parlamento como escenario de un debate político civilizado y enervada la función legislativa, el combate entre Gobierno y oposición se ha trasladado al ámbito judicial. Nunca he compartido -al menos, sin introducir severos matices- la peligrosa crítica a la llamada “judicialización de la política” si de ella se deriva la existencia de una especie de invernáculo autónomo -el de la acción de los políticos profesionales- que debe escapar al escrutinio de la Justicia. Otra cosa es que, como sucede en la actualidad, a falta de ideas y argumentos contrastables, los partidos decidan dirimir sus diferencias en los tribunales y convertir a los jueces en árbitros de la política. Es una práctica nefasta porque exige presentar sistemáticamente al adversario como presunto delincuente, haya o no razón para ello: veneno para la convivencia.
No es razonable exigir a los jueces que se abstengan de intervenir en los litigios políticos cuando hay motivos sobrados para ello (por ejemplo, cuando se organiza una insurrección institucional o se malversa el dinero de los contribuyentes) y, al mismo tiempo, convertir los juzgados en campos de batalla partidista en donde caben todas las acusaciones y todas las agresiones. A Mariano Rajoy se le sacó de su puesto por una línea en una sentencia que ponía en duda la veracidad de su testimonio en un proceso. Al que presentó aquella moción de censura se le ha reprochado en un reciente auto judicial, con mucha razón, nada menos que “mala fe procesal”. La mala fe es predicable de muchas de las maniobras judiciales de los partidos políticos, pero podemos convenir en que la del presidente del Gobierno es singularmente detestable.
No solo la política patria se ha convertido en una querella interminable en el sentido pendenciero de la palabra; además, ahora nos han inundado con un diluvio de querellas judiciales recíprocas, la mayoría de ellas infundadas, maliciosas y deliberadamente intoxicadoras, con el único propósito de llenar el ambiente de azufre o lanzar nubes de humo para escurrir el bulto de actuaciones que sí son claramente delictivas. Si se logra que todos parezcan igualmente corruptos, al menos se logrará difuminar las culpas y que el castigo social se reparta por igual. El truco está más visto que el tebeo, pero nunca pasa de moda. Aunque solo sea en legítima defensa, los tribunales deberían tener alguna forma disuasoria de sancionar la mala fe procesal de los partidos políticos cuando esta es tan manifiesta como ahora.
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Es absurdo que la presidenta de una comunidad autónoma cometa un acto antiinstitucional, como es sabotear una reunión oficial con el presidente del Gobierno, alegando el deterioro institucional que ese presidente ha producido (y el que le falta por producir). Y resulta ridículo que los dos gobernantes más sectarios y ofensivos de España, Sánchez y Ayuso, se acusen mutuamente de insultarse. Son dos pistoleros profesionales reprochándose el uso de armas de fuego.
Con todo, el síntoma más ominoso de putrefacción es que, desde hace meses, toda la política española y la ocupación principal del Gobierno y la oposición se haga girar sobre la mujer de Sánchez y el novio de Ayuso, que consumen infinitamente más espacio en los titulares y más tiempo en el Parlamento, en los gabinetes de estrategia, en los análisis y en las tertulias que cualquiera de los problemas del país. Si yo fuera Begoña Gómez o Alberto González Amador, me divorciaba sin dudar.
A estas alturas, no cabe duda de que la palabra del año en la política española será querella. Se ha ganado el título sobradamente, y lo ha hecho en todas sus acepciones: la que la define como “discordia o pendencia”, que es el condimento universal de todos los guisos que se preparan en esa cocina que hiede a cochambre; la que se refiere a su significado procesal como denuncia ante la Justicia de un presunto delito, un producto del que andamos ahítos últimamente (de presuntos delitos del adversario y, sobre todo, de querellas judiciales como instrumento de agresión); y la primera que recoge el diccionario, que es “expresión de un sentimiento doloroso”: el que compartimos millones de españoles, seamos atrincherados o huérfanos, cuando contemplamos el espectáculo de cinismo y procacidad que protagonizan a diario quienes, por desgracia, nos representan.