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Una Cierta Mirada
Por
Sánchez como poder fáctico: no gobierna, pero manda
Sánchez se dispone ahora a demostrar, durante el tiempo que dure esta legislatura, algo aún más sorprendente: que es posible acumular y ejercer un depósito gigantesco de poder sin necesidad de gobernar -y mucho menos de legislar-
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Si la política española se desarrollara en los términos de normalidad institucional propios de una democracia parlamentaria, el Gobierno habría presentado el proyecto de presupuestos para 2025 en el mes de septiembre, tal como la Constitución conmina a hacerlo. Primer acto de desobediencia: no lo hizo porque no quiso, y la presidenta del Congreso no consideró que debiera reclamar el proyecto o, al menos, exigir una explicación por el retraso. Una vez establecida esta práctica subversiva (no es la primera vez ni será la última), puede darse por consumada una reforma constitucional por la vía de hecho: La presentación de los presupuestos por parte del Gobierno ha pasado de ser obligatoria a ser voluntaria. No será sencillo revertir el precedente.
Si los presupuestos hubieran llegado al Congreso en su momento preceptivo, se habrían tramitado conforme al reglamento y ahora estaríamos en una de esta tres situaciones: a) con unos presupuestos aprobados para 2025, lo que clarificaría a la vez la acción de la Administración del Estado y la mayoría parlamentaria del Gobierno; b) con los presupuestos rechazados, lo que, en una democracia ortodoxa, conduciría a unas elecciones generales para el principio de la primavera; c) con los presupuestos aún en tramitación (se supone que en su fase final), lo que autorizaría a prorrogar los anteriores, se supone que por poco tiempo.
No estamos en ninguna de esas tres situaciones que serían propias de la normalidad democrática. Estamos ante un Gobierno en rebeldía, que ni ha presentado los presupuestos ni ha dado la menor información sobre su contenido ni, al parecer, ha comenzado siquiera a elaborarlos; de hecho, todo indica que su verdadera intención es dejar pasar el tiempo hasta que comience a hablarse de los de 2026 (probablemente para repetir la jugada). Como es la segunda vez en la legislatura que se realiza la maniobra, se trata de una rebeldía reincidente con clara vocación de cronificarse. La supresión del carácter anual de los presupuestos es otra reforma constitucional ejecutada por la vía de los hechos. De nuevo, ni la presidencia de la Cámara ni el Tribunal Constitucional se han sentido concernidos por ello.
Si se hubiera respetado la legalidad constitucional, el Gobierno no habría tenido la oportunidad ni la necesidad de sacarse de la manga un decreto-ley de contenido promiscuo, apelotonando en un texto deliberadamente tumultuoso cerca de un centenar de medidas heterogéneas y exigiendo al Parlamento que las convalidara en pelotón, con un sí indiscriminado que, en realidad, era un cheque al portador de cuantía imprecisa.
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Todas las medidas del decreto-ley podrían y deberían haberse incluido en los presupuestos escamoteados. Ello habría permitido discutirlos, enmendarlos y votarlos uno a uno y por su orden, como sucede en los Parlamentos normales que mantienen a la vez la higiene jurídica y la política. Como a estas alturas ya nos conocemos, es evidente que se ha tratado de provocar precisamente lo contrario: un revoltijo con aires de chantaje político que impidiera saber quién está a favor de qué para ganar en cualquier caso. Si sale cara, gano yo (“gran victoria parlamentaria de Sánchez”). Si sale cruz, pierdes tú (“El PP bloquea las pensiones, ¡hay que ver qué mal gobierna esta oposición!” -un hallazgo conceptual de Rafa Latorre-.
Así pues, el propio Gobierno fabricó “el caso de extraordinaria y urgente necesidad” que la Constitución exige para promulgar un decreto-ley. En realidad, con uno de esos artefactos legislativos cada tres días, los Gobiernos de Sánchez han suprimido esa exigencia y, contando también con la lenidad del TC, han completado la adulteración progresiva del artículo 86 de la Constitución.
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A partir de ahí, aguantar el tiempo que sea sin presupuestos y a golpe de decretos siempre será preferible a soportar, por ejemplo, la presión de aumentar sustancialmente el gasto en defensa, algo que sólo puede conducir a un motín en el gallinero. Si tuviera que apostar, lo haría a favor de que esta legislatura llegará a su fin sin haber aprobado un presupuesto.
Lo del llamado “decreto ómnibus” es una gatada más de una larga lista que dejará la Constitución de 1978 hecha unos zorros. Espero que, cuando concluya la presidencia de Sánchez, alguien se ocupe de recapitular los fraudes, mutaciones y trampas constitucionales perpetrados durante este período. La mayoría de ellos, sin remedio. Quien sustituya a este presidente estará cargado de razones para decir, como Luis Mejía al Tenorio, aquello de “con lo que habéis osado, imposible la hais dejado para vos y para mí”.
Una vez creado el escenario del pánico, un Gobierno sensato habría aprovechado la ocasión de que las principales medidas de su decreto se aprobaran con una mayoría próxima a la unanimidad, incluyendo en el consenso al primer partido de la oposición y dejando las restantes, más polémicas, para una negociación puntual -norma a norma- con los miembros de su variopinta alianza de investidura. En lo ideológico, no es pequeña victoria para el populismo sanchista que todo el arco parlamentario haga suyos sin discusión axiomas tan discutibles como el de la subida automática de las pensiones al compás del IPC en un país en el que la renta de los mayores de 70 años supera ya a la de todos los demás tramos de edad.
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La cuestión es que los consensos y las mayorías amplias y transversales operan en contra de la línea estratégica diseñada por el sanchismo en su intento postrero de retener el poder tras las próximas elecciones. Todos y cada uno de los movimientos del PSOE desde el principio de la legislatura se orientan invariadamente a profundizar la brecha bipolar en el frente político, trasladar la crispación a la sociedad y agudizar hasta el paroxismo el choque entre los poderes del Estado (singularmente alimentando en su ámbito de influencia la convicción de que está en marcha un golpe de estado judicial). Nada que no hayamos visto antes en varios países latinoamericanos o, sin ir más lejos, en la plantilla estratégica aplicada por Trump.
Puesto a elegir entre un entendimiento con el Partido Popular sobre el futuro de las pensiones en España o un pacto vergonzante con Puigdemont en el último segundo y con el Consejo de Ministros encerrado en una sala de la Moncloa esperando la fumata, para este presidente la preferencia está clarísima. Lo primero tranquiliza y cohesiona, lo segundo excita y divide: y la única baza de Sánchez para sostenerse en el poder con una alianza como la actual radica en elevar la temperatura del cisma a niveles inéditos. Por favor, que nadie vuelva a decir “a eso no se atreverá”.
Por lo demás, pocas concesiones tan baratas como acceder a que Armengol tramite la inocua PNL de Puigdemont sobre la cuestión de confianza. Nada por lo que alarmarse: la PNL se debatirá y quizá hasta se apruebe. En ella se instará al presidente del Gobierno a que presente la cuestión de confianza. Ahí Sánchez sí se aferrará a la Constitución. Recordará, con razón, que esa es su prerrogativa exclusiva y el destino de la proposición no de ley -como sucede con el 90% de las que se votan en el Congreso- será la papelera.
Pablo Iglesias descubrió, en su tiempo de vicepresidente, que en una democracia no es lo mismo estar en el Gobierno que tener (todo) el poder. Comprendo que un leninista de manual se asombre ante semejante revelación. Sánchez se dispone ahora a demostrar, durante el tiempo que dure esta legislatura, algo aún más sorprendente: que es posible acumular y ejercer un depósito gigantesco de poder sin necesidad de gobernar -y mucho menos de legislar-. Por primera vez en democracia, el presidente del Gobierno tiene vocación de ser el principal de los llamados “poderes fácticos”: no gobierna, pero manda.
Si la política española se desarrollara en los términos de normalidad institucional propios de una democracia parlamentaria, el Gobierno habría presentado el proyecto de presupuestos para 2025 en el mes de septiembre, tal como la Constitución conmina a hacerlo. Primer acto de desobediencia: no lo hizo porque no quiso, y la presidenta del Congreso no consideró que debiera reclamar el proyecto o, al menos, exigir una explicación por el retraso. Una vez establecida esta práctica subversiva (no es la primera vez ni será la última), puede darse por consumada una reforma constitucional por la vía de hecho: La presentación de los presupuestos por parte del Gobierno ha pasado de ser obligatoria a ser voluntaria. No será sencillo revertir el precedente.