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La paradoja de la democracia
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Juan González-Barba Pera

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La paradoja de la democracia

Se tiende a pensar que, como la esencia de la democracia es el derecho de voto, hay que ampliar los ámbitos y la frecuencia de su ejercicio

Foto: Una votante prepara su voto antes de depositar la papeleta electoral en una urna de un colegio electoral. (EFE/Mariscal)
Una votante prepara su voto antes de depositar la papeleta electoral en una urna de un colegio electoral. (EFE/Mariscal)

En un artículo anterior, apunté que la causa principal de la crisis de las democracias obedecía a que el 'nosotros' en que se sustenta toda comunidad política basculaba hacia uno u otro de los extremos. Este es territorio de los puros, ya 'pelagianos', volcados hacia un futuro lleno de venturas solo evidentes para el hombre bueno que escucha a su corazón limpio, ya 'donatistas', anclados en el pasado que representa la verdad inmutable. Los puros no transigen en la defensa de su visión, y, antes que traicionarla, están dispuestos a romper la baraja. La democracia solo es funcional cuando el protagonismo recae sobre los impuros, siempre prestos a hallar un compromiso en vez de enrocarse en la defensa numantina de unos principios exclusivos. Los impuros, evidentemente, también operan sobre la base de unos principios, fruto de una trabajosa negociación constitucional con cesiones que en su día hicieron todos los que participaron en ella. Estos principios no satisfacen del todo a nadie, pero tienen la ventaja de haber sido aceptados por amplísimas mayorías.

Los principios constitucionales se van erosionando con el paso del tiempo, por multitud de razones: por su aplicación, que a veces se aleja demasiado de lo que se creyó haber pactado en su día; por los reproches que los impuros se hacen entre sí por el diferente nivel de compromiso con lo pactado; por los constantes embates de los puros, a veces violentos, en búsqueda de un terreno de juego basado en sus principios; por el defectuoso funcionamiento de los mecanismos arbitrales; por la llegada de nuevas generaciones que no se pronunciaron sobre lo que negociaron generaciones anteriores y se sienten menos identificadas con su resultado –con frecuencia, porque les resulta difícil imaginar el contexto de la negociación pretérita-; por los desequilibrios profundos que provocan crisis sistémicas; o, lo más habitual, por la combinación de todos o buena parte de los factores mencionados.

La amplitud del 'nosotros' impuro se va estrechando, en la medida que los cantos de sirena de los puros consiguen atraer a un número cada vez mayor de los otrora impuros. Esta es la fase en la que se encuentran un buen número de regímenes democráticos en la actualidad. Ha ocurrido en el pasado y volverá a ocurrir en el futuro. La crisis no se superará hasta que se reviertan las dinámicas y se vuelva a ampliar la base central del 'nosotros'. A veces eso se consigue con un simple realineamiento de las fuerzas políticas en liza; otras, es preciso un nuevo pacto constitucional, que confirme, reinterprete y actualice el vigente, aunque erosionado. Lo normal y deseable es que el realineamiento o nuevo pacto suceda por cauces pacíficos y reglados, pero hay ocasiones, las menos, en que la sociedad democrática y sus representantes políticos solo reaccionan antes graves episodios de violencia, con efectos catárticos.

En esta fase, desde que el deterioro del funcionamiento de las instituciones democráticas es acentuado y evidente, hasta que se restaura el consenso fundacional, sucede una paradoja, que se podría resumir como sigue: se tiende a pensar que, como la esencia de la democracia es el derecho de voto, hay que ampliar los ámbitos y la frecuencia de su ejercicio: primarias en los partidos políticos, tanto para la elección de sus órganos como para la de sus candidatos a las distintas citas electorales, rebaja de la edad de voto, consultas y referéndums de todo tipo (también en el seno de los partidos), extensión de la iniciativa popular, etc. Pero si, como sucede, la avería procede del estrechamiento de la base social dispuesta a la transacción diaria propia de la vida democrática, la proliferación de votaciones solo acentuará la fractura. En la medida que los puros se hayan hecho fuertes en los extremos y logren expandirse hacia un centro menguado, en vez de un movimiento inverso del centro a la (re) conquista de los extremos, cada votación se vivirá por el perdedor como una herida mortal. El restablecimiento de los grandes consensos no se alcanzará en estas circunstancias con más votaciones, de todo tipo, sino que es preferible limitarlas a las justas e imprescindibles. En otras palabras, y por poner un ejemplo conocido, Suiza no es más democrática por la celebración regular de numerosas consultas a nivel cantonal o federal, sino que dicha práctica es posible por el sólido consenso de su sociedad, que la permite y fomenta. El consenso básico precede a la frecuencia y amplitud de las votaciones. Sin aquél, la “hipervotación” solo aviva la brasa del cisma social.

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Por otra parte, los regímenes democráticos no son uniformes, ya que pueden articularse de diversa forma, lo que también incide en el tema abordado en este artículo. En tiempos de crisis provocados por la ruptura de los consensos básicos, algunas fórmulas resisten mejor que otras los estragos de la fractura social en su base, y, a veces, también de modo paradójico, ello es así a pesar de una impresión inicial en contrario. Siguen unas breves consideraciones al respecto.

Es más resistente un régimen parlamentario que uno presidencialista. Podría pensarse que la legitimidad directa que recibe un jefe del ejecutivo del electorado es una baza valiosa en tiempos de crisis, pues le permite adoptar medidas drásticas de manera más efectiva. El efecto producido, sin embargo, suele ser el contrario: la división se concentra en la persona que detenta el máximo poder, que se convierte en odiado y reverenciado a partes iguales. Si el consenso social básico se está deshilachando, el presidencialismo puede transformarse en una rampa de lanzamiento idónea de los liderazgos carismáticos. El carisma del hombre fuerte, sin sólidas instituciones que lo canalice y dome, es uno de los riesgos que acecha a las democracias, de los que la historia ha conocido numerosos ejemplos. Puede ocurrir, además, que el poder legislativo, previsto en estos regímenes como contrapoder en el marco de una gobernación compartida, se convierta en contrapoder alternativo, que reivindique su legitimidad como única –si su mayoría no es la del partido del presidente-, y proceda a su destitución. Si no es aceptada, el conflicto, con posibles derivadas violentas, está servido. También tenemos algunos ejemplos de este caso.

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Los regímenes parlamentarios delegan la elección del jefe de Gobierno en una instancia intermedia. Si la fractura social es grave, trescientas o cuatrocientas personas (o algunas más) se encontrarán en mejores condiciones que varios millones de electores para ir reparando las grietas. En circunstancias excepcionales, los diputados pueden decantarse por formar gobiernos sustentados por coaliciones amplias de diferente perfil ideológico. Esta posibilidad no existe en los regímenes presidencialistas, que se ven privados de sus efectos balsámicos en tiempos de discordia extrema.

Pero hay más. En los regímenes parlamentarios se distingue entre el jefe de Estado y el jefe de Gobierno. Esto es así no por una razón de eficacia, o democrática, sino histórica. En la Europa del siglo XIX, a diferencia de lo que ocurrió con el constitucionalismo americano, la pugna por arrebatar los poderes del monarca absoluto por parte de la institución que representaba la soberanía popular fue paulatina, y en el proceso se pactó dejar algunos poderes sustantivos en el monarca constitucional. Después de la Segunda Guerra Mundial, los poderes que retuvo el monarca parlamentario fueron solo simbólicos, en los casos en que pervivió la institución. En otros –la mayoría- el monarca fue sustituido por un presidente, con alguna competencia más, pero residual en comparación con las que se atribuyeron al jefe de gobierno. Se arbitraron dos maneras para elegir al presidente del régimen parlamentario: por sufragio directo o por elección de los diputados (o de algún colegio electoral 'ad hoc' formado por diputados y otros cargos electos).

Sobre el papel, parecería que el presidente elegido por sufragio universal, al tener más legitimidad democrática que el elegido por una instancia representativa intermedia y, desde luego, que el monarca, está en mejores condiciones de arbitrar y salvar a la democracia en sus horas de zozobra. Y, sin embargo, la experiencia no permite extraer conclusiones taxativas. Como, a diferencia del jefe de gobierno parlamentario, el presidente elegido por sufragio universal tiene una legitimidad democrática directa, puede caer en la tentación –no es un caso de laboratorio, ha ocurrido ya en algún país europeo- de utilizar sus poderes residuales para desafiar y dificultar al máximo la gobernación del primer ministro, en los casos que sea de ideología diferente. Este riesgo está ausente en el caso de que el presidente haya sido elegido por una instancia intermedia, y qué decir cuando se trata de un monarca con poderes exclusivamente simbólicos.

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En los tres casos, además de una función arbitral más o menos enjundiosa, la función principal del jefe de Estado en un régimen parlamentario es encarnar al propio Estado y, por debajo de él, a la comunidad, nacional o plurinacional, que subyace al Estado, pero nunca gobernar. Esta labor simbólica permite su disociación de la agria disputa política en tiempos de quiebra de consensos, lo que no puede hacer un presidente en un régimen presidencialista. Cuando reina la discordia y la fragmentación, los jefes de Estado parlamentarios, monárquicos o republicanos, representan la unidad de la comunidad. Otra cosa es que haya miembros de esa comunidad que no quieran pertenecer a ella, cuestión que no solucionará el que su máxima representación institucional sea hereditaria o electa, por sufragio directo o indirecto.

Quien haya leído hasta aquí argüirá que no es exacta esta descripción del régimen parlamentario como mejor amortiguador que el presidencialista para absorber las sacudidas de la quiebra del consenso social en las democracias. Y aducirá quizás el ejemplo de la Cuarta República Francesa, de carácter parlamentario, que se convirtió en 1958 en la Quinta, vigente hasta hoy, y en cuyo marco institucional Francia fue salvada de su más grave crisis desde la ocupación alemana, provocada por la guerra de Argelia. Ciertamente hay excepciones que confirman la regla. Y haría además algunas puntualizaciones: para cualquier régimen parlamentario, la principal cuestión a resolver es el equilibrio entre el ejecutivo y el legislativo, pues si se escora en exceso hacia el segundo, con rasgos asamblearios, pierde eficacia de acción, especialmente en las grandes crisis; la crisis de que se trataba era de naturaleza existencial, pues Francia estuvo al borde de la guerra civil; la persona a la que se encomendó Francia en su hora de necesidad fue una de las personalidades políticas más excepcionales del siglo XX, y que, además, había sido ya testado en cuanto a su apego al poder en cualquier circunstancia: en 1946 De Gaulle había abandonado voluntariamente la jefatura de gobierno tras haber sido investido por la Asamblea Nacional tras las elecciones de 1945.

Todo elemento, por esencial que sea, puede tener efectos contraproducentes si se consume en demasía. La hiperhidratación puede dar lugar a la hiponatremia, condición grave para la salud del individuo. La 'hipervotación' puede acarrear 'hipomanía social', irritación generalizada del cuerpo social que dificulta sanar aquella condición a la que se quería poner remedio, la escisión social. El recurso a la votación, cuando el 'nosotros' impuro en la base del funcionamiento normal de las democracias se contrae, debe fomentarse teniendo siempre en mente la inscripción que figuraba en el frontón del templo de Apolo en Delfos: “Meden agan”, nada en exceso.

*Juan González-Barba, diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

En un artículo anterior, apunté que la causa principal de la crisis de las democracias obedecía a que el 'nosotros' en que se sustenta toda comunidad política basculaba hacia uno u otro de los extremos. Este es territorio de los puros, ya 'pelagianos', volcados hacia un futuro lleno de venturas solo evidentes para el hombre bueno que escucha a su corazón limpio, ya 'donatistas', anclados en el pasado que representa la verdad inmutable. Los puros no transigen en la defensa de su visión, y, antes que traicionarla, están dispuestos a romper la baraja. La democracia solo es funcional cuando el protagonismo recae sobre los impuros, siempre prestos a hallar un compromiso en vez de enrocarse en la defensa numantina de unos principios exclusivos. Los impuros, evidentemente, también operan sobre la base de unos principios, fruto de una trabajosa negociación constitucional con cesiones que en su día hicieron todos los que participaron en ella. Estos principios no satisfacen del todo a nadie, pero tienen la ventaja de haber sido aceptados por amplísimas mayorías.

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