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Tiempo de talento: por qué deberíamos cargarnos a Luis Martín-Santos
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Alberto Olmos

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Tiempo de talento: por qué deberíamos cargarnos a Luis Martín-Santos

En 2024 celebramos los cien años del nacimiento del autor de 'Tiempo de silencio', nunca discutido ni considerado en su justa medida

Foto: Luis Martín-Santos.
Luis Martín-Santos.

Los libros de texto son la sentencia de la historia sobre la literatura. Al menos era así mientras existió la posteridad (que Javier Marías dio por muerta a comienzos de este siglo) o, siquiera, el futuro (que Manuel Cruz ha diagnosticado ya desaparecido en nuestros días). Los escritores escribían, vendían o no, morían y soñaban con que su nombre perdurara en un pupitre de Alcorcón. No es poca cosa vivir para siempre en los pupitres de tablero verde de un instituto de Alcorcón.

Los manuales de literatura de instituto salvan a un puñado de escritores del olvido, y dan un mayor o menor impulso a sus libros en las librerías, mientras condenan al resto de autores a la completa aniquilación. En la universidad, esta segregación se confirma y amplía. Milagrosamente, un autor o autora que nadie ha oído nombrar nunca y que murió hace medio siglo puede resucitar por culpa de un editor y ganar terreno gracias a los lectores. Es lo que ha pasado con Luisa Carnés o Manuel Chaves Nogales.

Según yo lo veo, el autor en el libro de texto figura en una de estas dos categorías: tema o pedrea. Recuerdo que estos manuales en bachillerato siempre dedicaban cuatro o cinco páginas a una obra (a un autor, valga) y un párrafo en negritas (la pedrea) a sus contemporáneos mindundis. Ahí, amigos, está la cuestión. Tanto Cela, con La colmena, como Martín-Santos, con Tiempo de silencio, eran un tema. Nada, de Carmen Laforet, también era un tema. Rosa Chacel o Max Aub, por desgracia, eran solo parte de la pedrea, una sucesión de nombres que ni en negrita conseguían importar a nadie.

Tiempo de silencio lo leíamos con catorce años, en clara muestra de que la Inquisición Española siguió torturando mucho más tiempo del que pensamos, por medio del sistema educativo nacional. Su ilegibilidad (para la edad que teníamos) era muy imponente, y nos hacía pensar que eso debía de ser el arte de primera categoría. Lo cierto es que Tiempo de silencio es un cacharro literario, un bazar de barrio pobre sin más mercadería que plástico gastado y gatos cutres que suben y bajan una patita.

'Tiempo de silencio' es un cacharro literario, un bazar de barrio pobre sin más mercadería que plástico gastado y gatos cutres

Dijo Francisco Umbral: "Es la parodia provinciana del Ulises, es decir, un subproducto que perplejizó a los antifranquistas de entonces que no habían leído a Joyce". Y corroboró Manuel Vicent: "Un reflejo paródico de un Joyce de segunda mano amasado con un costumbrismo madrileño". Lo condenatorio aquí es que, si el Ulises de Joyce te parece magistral, Tiempo de silencio debería resultarte ridículo; y si el Ulises, de Joyce, te aburre, irrita o deja frío, la obra derivada de Martín-Santos no podría en ningún caso sacarte de ese légamo.

Pero aquí estamos, sesenta y dos años después, idolatrando un libro que apareció en 1962 y al autor que nació en 1924. Leyendo diversas memorias y ensayos (Benet, Castilla del Pino, etc.), acabé pensando si esta nómina de autorías ilustres del franquismo no coincidía en exceso con la nómina de burgueses y clase alta que escribió en aquellas décadas. La coincidencia de los mismos nombres en los mismos burdeles, los mismos bares, los mismos libros de texto y las mismas alabanzas nos habla de una característica ominosa de aquellos tiempos literarios: la limitación. En realidad, se trata de tiempos de habas contadas, de mínimos creativos, donde todos pasaban a la historia de la literatura a nada que se preocuparan de escribir un libro y de dar dos o tres codazos y puñaladas bien dados.

Esta sospecha mía crece si atendemos al escasísimo número de autores coetáneos de Martín-Santos cuyo nombre siquiera hemos llegado a conocer. Casi sólo se me ocurre el de Julián Ayesta y su Helena o el mar del verano (1954); o el de un autor como José Luis Castillo-Puche ¿Quién decidió los nombres y los temas, y hasta la pedrea, en nuestros libros de texto? Seguramente el primo de Martín-Santos, catedrático, la cuñada de Benet, rectora, y cuatro o cinco familiares y amigos más, todos muy sabios. Entre la escasez y la clase social, la literatura española estaba decidida históricamente desde antes de que naciera Luis Martín-Santos.

Hasta un 80% de las autoras que alguien reivindica son las esposas de los autores más importantes, o, en todo caso, amigas suyas

Curiosamente, cuando tratamos de ver la selección desde el prisma feminista, sucede algo parecido: hasta un 80% de las autoras que alguien reivindica son las esposas de los autores más importantes, o, en todo caso, amigas suyas o mujeres de autores con alguna habilidad para el medro. Concha Alós, por ejemplo, no es exactamente una autora sin más, sino la ganadora por dos veces del premio Planeta y pareja del muy correoso en su tiempo Baltasar Porcel. Es decir, el sistema siempre gana.

Mi preocupación principal sobre este asunto no tiene que ver con que yo quitaría Tiempo de silencio de los manuales y pondría Campo de los almendros (1968), de Max Aub (ya es delito que, en rigor, en el bachillerato no leyéramos realmente ninguna novela sobre la Guerra Civil Española; también pondría Madrid de corte a checa, por cierto); del mismo modo que quitaría Nada (1941), de Carmen Laforet, y pondría La plaza del diamante (1962), de Mercé Rodoreda y Memorias de Leticia Valle (1945), de Rosa Chacel, la autora más injustamente tratada de la historia de nuestras letras. Mi desvelo tiene muchísimo más calado, pues me lleva a preguntarme qué es, a fin de cuentas, el talento literario.

placeholder 'Tiempo de silencio'.
'Tiempo de silencio'.

La relación entre número de autores, y número de autores valiosos, y formación universitaria es ya inquietante. Ha bastado con que la mayoría de nosotros cursara estudios superiores para que la cantidad de ciudadanos que quieren ser escritores se multiplique, quién sabe si por diez o más en comparación con la militancia que la vocación literaria acreditaba a mediados del siglo pasado. Así, la idea romántica de que el talento es innato, imparable, y muy limitado se ve seriamente cuestionada. Con darle ganas a la gente de escribir (con darle estudios en Letras), te salen escritores por todos lados; y escritores buenos, no pocos.

Así, hoy en día exploraciones y aparatos y experimentos con la escritura los hay muy numerosos, y lo que hizo en su día Martín-Santos te lo hace cualquier chaval que haya leído un par de libros de William Faulkner. Si el primer ordenador deja de usarse y es sólo arqueología tecnológica, no sabe uno por qué Tiempo de silencio debe ser venerado como un texto sagrado, cuando fue el balbuceo inaugural de la modernez en la literatura española.

Ha bastado con que la mayoría cursara estudios superiores para que la cantidad de ciudadanos que quieren ser escritores se multiplique

Por no hablar, una vez que uno se anima a leer Tiempo de destrucción (1975), el otro título de Martín-Santos reeditado continuamente por nuestros exigentes sellos nacionales, de la prosa, verdaderamente inaudita, escalofriante y desarticulada que se gasta el gran autor. Bastaría este párrafo para dejar de leerlo para siempre: "El automóvil permanece inmóvil, rumiando roncamente su fatiga mecánica, ante la puerta de la casa. Ella, saltando ágil, andando sobre las piernas de su cuerpo, que van apoyadas en unos tacos largos y delgados, haciendo un sonido breve y repetido, crepitando sobre el suelo".

Amigos, nunca me creeré que os podáis tomar en serio a alguien que escribe así.

Los libros de texto son la sentencia de la historia sobre la literatura. Al menos era así mientras existió la posteridad (que Javier Marías dio por muerta a comienzos de este siglo) o, siquiera, el futuro (que Manuel Cruz ha diagnosticado ya desaparecido en nuestros días). Los escritores escribían, vendían o no, morían y soñaban con que su nombre perdurara en un pupitre de Alcorcón. No es poca cosa vivir para siempre en los pupitres de tablero verde de un instituto de Alcorcón.

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