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Sánchez y Ábalos nos muestran el auténtico rostro de la política
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Juan Ramón Rallo

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Sánchez y Ábalos nos muestran el auténtico rostro de la política

Sánchez y Ábalos nos muestran el verdadero rostro de la política tal como está configurada en nuestros Estados gigantescos. No son una excepción, son la norma

Foto: Pedro Sánchez. (Getty/Andrew Harnik)
Pedro Sánchez. (Getty/Andrew Harnik)
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Es habitual que se nos intente revestir el ejercicio de la política con un halo de virtud colectiva. Se nos suele repetir hasta la saciedad que los partidos políticos son asociaciones de personas que, de forma abnegada, sacrifican su bienestar individual por el bien común. Personas que, lejos de perseguir intereses privados, se consagran a la defensa del interés general desde la convicción de sus ideales. Frente a este idilio colectivo, se contrapone muchas veces la imagen del mercado como un espacio frío, competitivo y egoísta, donde cada individuo persigue su beneficio sin preocuparse por el prójimo; incluso pisoteándolo de manera inclemente. Pero esta dicotomía es una ficción propagandística. Y nada lo ilustra mejor que las conversaciones privadas recientemente filtradas entre Pedro Sánchez y su antiguo número dos, José Luis Ábalos.

Estas filtraciones han puesto negro sobre blanco, lo que un estudio de la política sin romanticismos, como el que reclama la Public Choice, lleva décadas explicando: que los políticos no son ángeles, sino personas con intereses privados que actúan dentro de un sistema de incentivos determinado. La política no eleva al ser humano por encima de sus pasiones, sino que las canaliza hacia la conquista y conservación del poder. Y los partidos políticos no son comunidades de almas puras unidas por ideales comunes, sino estructuras jerárquicas dominadas por una oligarquía interna, donde las luchas de poder son constantes y donde quien alcanza la cúspide suele ser el más hábil —o el más inescrupuloso— en ese juego de supervivencia.

Las conversaciones entre Sánchez y Ábalos muestran a un presidente obsesionado por controlar todo tipo de disidencia interna, por uniformar el discurso del partido y por castigar con saña cualquier desviación, por mínima que sea. No se trata de coordinar esfuerzos para lograr un fin noble; se trata de asegurar su poder personal. Sánchez no duda en ridiculizar, amenazar o marginar a presidentes autonómicos de su propio partido si osan discrepar públicamente. Como si la crítica a una estrategia concreta del gobierno supusiera una traición al propio Estado. Como si el PSOE fuese una extensión de su ego.

Y si esta realidad ya es preocupante en el plano interno del partido, lo es aún más cuando se traslada a la gestión del Estado. Porque el interés particular de Sánchez no sólo se impone dentro del PSOE, sino que también coloniza la acción de gobierno. Cuando se nos dice que los presidentes eligen a los mejores para formar sus equipos, se apela de nuevo a la visión romántica de la política. No en vano, las filtraciones revelan que Pedro Sánchez mantuvo como vicepresidente a Pablo Iglesias pese a calificarlo en privado como "torpe, estulto, maltratador y cuñado". ¿Por qué? Porque necesitaba sus votos para conservar el poder. El criterio de selección no fue la idoneidad técnica o moral, sino la utilidad táctica.

Foto: La secretaria general de PSOE de Andalucía y vicepresidenta primera del Gobierno, María Jesús Montero. (EFE/Julio Muñoz) Opinión

Lo mismo cabe decir sobre la política de vivienda. Pedro Sánchez consideraba —con razón— que el decreto antidesahucios impulsado por Podemos en diciembre de 2020 era un disparate, un "negociazo" para okupas y grandes tenedores. Sin embargo, tres días después de expresar su rechazo, terminó aprobándolo tal cual. ¿Por qué? Porque necesitaba mantener a Podemos en la coalición. La lógica es meridiana: prefiero implementar malas políticas si eso me permite seguir gobernando, que oponerme a ellas y poner en riesgo mi poder. Y para colmo, mientras negociaba esa medida, el gobierno desmentía públicamente su existencia, calificando como bulo una noticia verdadera. Mentir al público para ganar tiempo, controlar el relato y mantener la fachada. Todo por el poder.

No se trata, como algunos intentarán defender, de una patología personal de Pedro Sánchez. No es que este presidente sea especialmente cínico o especialmente manipulador. Es que el sistema premia exactamente ese tipo de comportamiento. El político que priorizara de alguna manera el "interés general", que actuara con coherencia y que antepusiera la honestidad a la conveniencia táctica, simplemente no sobreviviría en una estructura competitiva de poder como la política moderna. Sería desplazado por otros más ambiciosos y menos escrupulosos. El sistema filtra hacia arriba a los más eficaces en la manipulación, el chantaje interno y la simulación pública.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Europa Press/A. Pérez Meca) Opinión
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Por desgracia, la mayor parte de la sociedad sigue anclada a una visión romántica de la política. Cree que los políticos gobiernan por vocación de servicio y que, si las cosas van mal, basta con cambiar al inquilino de la Moncloa. Pero el problema no es sólo quién conduce el vehículo; el problema es el propio vehículo. Un Estado hipertrofiado que acumula poder y capacidad de coacción no puede sino atraer a quienes más desean controlar a los demás. Cuanto mayor es el botín del poder, más feroz es la lucha por conquistarlo. Y menos espacio queda para la virtud política.

Por eso el liberalismo no se construye sobre el mito del político sabio y bondadoso. Se construye sobre la conciencia de que el poder corrompe, de que el monopolio de la coacción genera abusos y de que la única forma de proteger la libertad individual es limitando drásticamente la capacidad del Estado para intervenir en nuestras vidas. No se trata de confiar en los buenos, sino de impedir que los malos lo tengan fácil.

Las conversaciones entre Sánchez y Ábalos no sólo nos muestran el verdadero rostro de quienes hoy gobiernan. Nos muestran el verdadero rostro de la política tal como está configurada en nuestros Estados gigantescos. No son una excepción, son la norma. No son un escándalo coyuntural, son un recordatorio estructural. Y ante eso, la única respuesta sensata no es la indignación pasajera, sino la exigencia de una reforma radical de nuestras instituciones que limite profundamente las competencias del Estado. Y cuanto antes lo entendamos, antes le pondremos remedio.

Es habitual que se nos intente revestir el ejercicio de la política con un halo de virtud colectiva. Se nos suele repetir hasta la saciedad que los partidos políticos son asociaciones de personas que, de forma abnegada, sacrifican su bienestar individual por el bien común. Personas que, lejos de perseguir intereses privados, se consagran a la defensa del interés general desde la convicción de sus ideales. Frente a este idilio colectivo, se contrapone muchas veces la imagen del mercado como un espacio frío, competitivo y egoísta, donde cada individuo persigue su beneficio sin preocuparse por el prójimo; incluso pisoteándolo de manera inclemente. Pero esta dicotomía es una ficción propagandística. Y nada lo ilustra mejor que las conversaciones privadas recientemente filtradas entre Pedro Sánchez y su antiguo número dos, José Luis Ábalos.

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