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Matacán
Por
Tratado urgente sobre la idiotez política
La estupidez, cuando llega al poder, causa efectos demoledores. Peores que la maldad. Y eso vale igual para Estados Unidos, para España y para Colombia
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Al gran Carlo Cipolla han tenido que recurrir en Estados Unidos para explicarse el vértigo que están viviendo con las dos primeras semanas de Donald Trump sentado en la Casa Blanca. Cipolla, tan reverenciado aquí en otras ocasiones, es el célebre historiador italiano que condensó en un ensayo las ‘leyes fundamentales de la estupidez humana’. Lo fundamental de esa obra es que nos advierte de que no somos conscientes de la enorme capacidad de destrucción de la estupidez. Tampoco valoramos la constante proliferación de idiotas en el mundo, en todas las épocas de la historia, como una plaga invisible que, cuando se incrusta en el poder, sus efectos son demoledores. Lo peor de todo es que los idiotas son difícilmente detectables porque la estupidez se ejerce sin reparar el protagonista en que pueda acabar perjudicándole a él mismo.
Eso no pasa con las personas que son simplemente malas, dañinas. Es la segunda ley fundamental: “Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso”. Con este fundamento, David Brooks, analista de The New York Times, ha titulado así su última columna: “¿Qué es lo que define al Gobierno de Trump? La estupidez”. Su argumento es el siguiente: “No estoy diciendo que los miembros del Gobierno de Trump no sean inteligentes. Todos conocemos a personas con un alto coeficiente intelectual que se comportan de una manera muy idiota. No creo que haya personas estúpidas, solo comportamientos estúpidos. Defino la estupidez como un comportamiento que ignora la pregunta: ¿Qué pasaría después?”. Ese es el vértigo.
En el caso de Trump, es difícil inclinarse por una idiotez concreta, porque si peligroso es iniciar una guerra comercial en todo el mundo más inquietante puede parecernos desestabilizar más Oriente Medio, tras la devastadora masacre de Gaza que se inició con el brutal ataque terrorista de Hamás. Si Joe Biden hubiera sido el que propone una ‘Riviera’ de lujo en la Franja de Gaza, con hamacas y heladerías, lo hubieran inhabilitado inmediatamente por demencia senil. Pero como lo ha propuesto Trump, el mundo entero ha comenzado a temblar.
Antes que eso, lo de la ‘guerra comercial’ fue lo primero que espantó a los estadounidenses al advertirse de que una política así podía acabar perjudicándole a ellos mismos. Dicho de otra forma, si Donald Trump ha derrotado, por goleada, a los demócratas de Kamala Harris ha sido por la inflación, el elevado coste de la vida. Es, por tanto, una soberana estupidez comenzar el mandato con el aumento de los aranceles a todos los países que comercian con Estados Unidos, a sabiendas de que estos van a responder con las mismas acciones. Y al final, todos perjudicados porque se fastidia a las empresas y a los consumidores con desabastecimientos y encarecimiento de productos. Como es normal, la contundencia de la medida estuvo seguida de la indecisión y de la suspensión momentánea, como ha ocurrido con México y con Canadá. Y ya veremos en qué queda realmente.
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Es lo mismo que ha ocurrido con su anuncio de recortar en tres billones de dólares el gasto federal en programas de asistencia. Lo anunció y cundió el pánico porque por todos los Estados comenzaron a surgir dudas de si se podrían seguir financiando desde programas de tratamiento del cáncer hasta los compromisos de reparación de carreteras, pasando por otros muchos servicios básicos. “Esta política de Trump es como intentar curar el acné con la decapitación. Parece que nadie pensó en que, si congelamos todo el gasto en subvenciones, ¿qué ocurrirá después?”, se pregunta Brooks en su columna.
En España, con Pedro Sánchez, lo peor es precisamente eso, que este presidente adopta decisiones, concede privilegios y cesiones, y genera tensiones sociales que sirvan a su ‘programa de estabilidad personal’, pero jamás repara en el daño futuro. Pensemos en la reparación del prestigio de la Fiscalía General del Estado, por ejemplo, o en las consecuencias de la agitación y el enfrentamiento en la sociedad, o en los ataques y la desconsideración de la Transición para poder reutilizar la figura del dictador muerto hace medio siglo.
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La lista es larga, desde luego, y no se agota ahí, pero en cada uno de los episodios siempre podemos hacernos la misma pregunta. ¿Y después, qué? ¿Quién arregla luego los ataques al Poder Judicial después de que el propio Gobierno de España haya proclamado que en nuestra democracia existe el ‘lawfare’? Acusan de ‘fachosfera’, o directamente de ‘hordas de la extrema derecha’, a los jueces que han condenado las tropelías de corrupción de etapas socialistas, como los de los ERE, o los independentistas catalanes que atentaron contra la Constitución, con la enorme frivolidad de no pensar en que, cuando este presidente se haya ido, que se irá como todos, las consecuencias para la estabilidad de la democracia española pueden ser terribles. La idiotez es no pensar en el mensaje que se transmite, de carta blanca a la corrupción política y a la sedición independentista.
Entre los dos, Donald Trump y Pedro Sánchez, un tercer presidente de Gobierno, con capacidad para ser laureado como maestro de la idiotez: el presidente de Colombia, Gustavo Petro. Con él se completa este ‘Tratado urgente sobre la estupidez política’. Su última decisión supera con creces sus muchos disparates anteriores. Ayer mismo decidió retransmitir por todas las televisiones el debate del Consejo de Ministros y el resultado fue un desastre completo. El tipo pretendía sorprender a los ciudadanos con una soflama antiimperialista, de las que acostumbran estos populistas bolivarianos, y lo que les ofreció fue una fotografía perfecta de la guerra de egos, de odios y miserias del Gobierno colombiano. Ministros que se acusaban en directo de corrupción, otros que denunciaban traiciones, feministas que repudiaban el machismo de sus compañeros, y cruces de chantajes y puñaladas. Y el presidente a lo suyo, parrafadas de horas en las que incluía ataques a los Estados Unidos tan absurdos y estúpidos como el de defender que “la cocaína es ilegal porque la hacen en América Latina, no porque sea más mala que el whisky”. Nunca habrán aplaudido tanto los cárteles del narcotráfico. Ay si Pablo Escobar levantara la cabeza…
Al gran Carlo Cipolla han tenido que recurrir en Estados Unidos para explicarse el vértigo que están viviendo con las dos primeras semanas de Donald Trump sentado en la Casa Blanca. Cipolla, tan reverenciado aquí en otras ocasiones, es el célebre historiador italiano que condensó en un ensayo las ‘leyes fundamentales de la estupidez humana’. Lo fundamental de esa obra es que nos advierte de que no somos conscientes de la enorme capacidad de destrucción de la estupidez. Tampoco valoramos la constante proliferación de idiotas en el mundo, en todas las épocas de la historia, como una plaga invisible que, cuando se incrusta en el poder, sus efectos son demoledores. Lo peor de todo es que los idiotas son difícilmente detectables porque la estupidez se ejerce sin reparar el protagonista en que pueda acabar perjudicándole a él mismo.