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El proyecto de Sánchez, en el punto de quiebra constitucional
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El proyecto de Sánchez, en el punto de quiebra constitucional

Los votantes del PSOE ya sabían lo que quizás ignoraron en 2019: que su papeleta iba a un socialismo reformulado en la vanguardia de un bloque con la izquierda radical y el secesionismo. Ese ha sido desde 2016 el proyecto de Sánchez

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, durante un pleno del Congreso el pasado mes de abril. (EFE/Chema Moya)
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, durante un pleno del Congreso el pasado mes de abril. (EFE/Chema Moya)
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"Las transacciones políticas a veces son deshonrosas; pero la deshonra no proviene de haber transigido, sino de los móviles que han impulsado a transigir" (Antonio Maura. Ideario político. Frontera ediciones. 2021. Página 75).

Los resultados del PSOE en las cinco últimas elecciones generales, todas ellas bajo el liderazgo de Pedro Sánchez, han consolidado un diagnóstico que su secretario general comenzó a barruntar en 2015. Ese año, el PSOE perforó el suelo de los 110 escaños obtenidos por el partido con Alfredo Pérez Rubalcaba en 2011 frente a la mayoría absoluta del PP de Rajoy, que alcanzó los 186 asientos en el Congreso. Cuatro años después, ya con Sánchez, los socialistas se desplomaron casi tanto como los conservadores: 90 escuálidos diputados por 123 del PP. Peor fue la repetición electoral en junio de 2016. Los socialistas descendieron al infierno de los 85 escaños mientras los populares escalaron discretamente hasta los 137. En las tres siguientes elecciones, el PSOE no despegó hasta una altitud suficiente: abril de 2019, 123 escaños; noviembre de 2019, 120 escaños y julio de 2023, 121 escaños. Desde 2016, Sánchez albergó una convicción: el PSOE tenía que salir de ese atolladero a todo trance, instalarse en el poder y mantenerse en él a cualquier precio. Y el precio ha sido alto.

Ante la extinción de la socialdemocracia

Sánchez interpretó su aria más conocida en octubre de 2016: "No es no" a abstenerse en la investidura de Mariano Rajoy y evitar unas terceras elecciones proponiendo como alternativa una alianza con Podemos, Izquierda Unida y los nacionalistas e independentistas. El Comité Federal del PSOE se negó en rotundo y le obligó a renunciar al liderazgo del partido y ordenó que su grupo parlamentario permitiese el gobierno del presidente del PP. Pero Sánchez regresó en 2017 batiendo a sus oponentes en las primarias (Susana Díaz y Patxi López) y esperó su momento: en junio de 2018 logró, audazmente, valiéndose de un obiter dicta insidioso en una sentencia penal por corrupción, censurar con éxito a Rajoy (por primera vez en la democracia española y con 180 votos favorables), unir en la expulsión del popular a Izquierda Unida y Podemos y a los nacionalistas e independentistas catalanes y vascos y ensayar con fortuna el diseño de lo que en noviembre de 2019 sería su proyecto político definitivo: el bloque autodenominado progresista.

placeholder Segunda jornada de la moción de censura a Mariano Rajoy presentada por el PSOE el 1 de junio de 2018. (EFE/Diego Crespo)
Segunda jornada de la moción de censura a Mariano Rajoy presentada por el PSOE el 1 de junio de 2018. (EFE/Diego Crespo)

Para entonces, Sánchez ya se había convencido —mediante la valoración fría de los resultados de los cuatro últimos comicios generales— de que el PSOE por sí mismo no podría aspirar a más de 125 escaños. Había, pues, que dar un golpe de timón y romper el guion constitucionalista del felipismo. En otras palabras: huir de la extinción de la socialdemocracia con la presteza que no mostraron los italianos, los franceses, los suecos, los finlandeses e, incluso, los alemanes. Nunca barajó fórmulas de integración transversales con el centro derecha, ni en el seno de su organización surgieron disidencias o propuestas alternativas. Ni entonces ni ahora. Un silencio sepulcral y dócil.

El multipartidismo que creció al calor de la incompetencia de Rajoy y emergió en 2015, por una parte, y la práctica desaparición de los partidos socialistas clásicos en los países europeos de rancia tradición democrática, por otra, inspiraron a Sánchez una estrategia, primero de supervivencia y, luego, de instalación en el poder. Después de atenerse a la instrucción radicalizada del gentío reunido ante la sede socialista en la calle Ferraz en abril de 2019 ("¡Con Rivera, no!"), la suerte estaba echada y Sánchez cruzó el Rubicón, esa línea histórica del socialismo fundado por Felipe González que era tributario de la Transición, de la Constitución de 1978 y del bipartidismo imperfecto que había propiciado dos largas épocas de gobierno de la izquierda: entre 1982 y 1996 (González) y entre 2004 y 2011 (Rodríguez Zapatero). El sevillano y su paradigma político caducaban con Sánchez, que se entregó a la primera coalición de gobierno con Unidas Podemos conformando una mayoría de investidura que, declaradamente incompatible con la derecha del PP y Vox, alumbraba la política de bloques en sustitución de la competición entre los dos grandes partidos y los nacionalismos centroderechistas de CiU y del PNV.

Los fracasos del sistema

En el entretanto, el modelo de la Transición había sufrido un gravísimo deterioro. El rey fundacional de la democracia, Juan Carlos I, abdicó el 19 de junio de 2014 dejando a la Corona en un penoso estado de postración reputacional; el nacionalismo catalán fracasó en la gestión del autogobierno y se refugió en un independentismo que estalló en septiembre y octubre de 2017 sin que el Gobierno de Rajoy acertase a manejar la crisis ni a resguardar al Estado de la humillación del 1-O; la recesión económica de 2008 seguía coleando en una España desigual; había arraigado el revisionismo de la transición con la memoria histórica; la nueva política alumbró partidos fugaces (UpyD, Ciudadanos y Podemos); el abertzalismo radical, con un pie en el pasado etarra y otro en el presente del izquierdismo radical, decidió intervenir en la política española para competir con el PNV en Euskadi y lesionar el consenso constitucional. Y Vox hizo acto de presencia.

Todos estos acontecimientos —con el movimiento 15-M de por medio— fueron los que parieron a un político como Sánchez y a un proyecto socialista estructuralmente vinculado a la izquierda populista (de Unidas Podemos y, desde julio pasado, de Sumar) y con recíprocas compensaciones con las fuerzas secesionistas de Cataluña y País Vasco gestionadas en su momento por Pablo Iglesias —fallido vicepresidente del primer gabinete de Sánchez en enero de 2020— que las incorporó a la dirección estratégica del Estado. Y aquel juego de ajedrez, aparentemente excéntrico, inestable y siempre al borde del desplome, aguantó cabalgando todas las contradicciones hasta el pasado mes de mayo en las elecciones territoriales. Tres años y medio. Y los que pueden venir.

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La conjunción del PSOE de Sánchez con la izquierda radical y los separatismos vasco y catalán no logró, sin embargo, ni un solo éxito electoral la pasada legislatura salvo en Cataluña, aunque sin alcanzar la Generalitat. Perdió definitivamente el feudo andaluz, no se repuso en Madrid y en las municipales y autonómicas del pasado 28 de mayo la nave progresista zozobró hasta el punto de que, al día siguiente de la derrota, Pedro Sánchez hizo el postrero intento de rescatar su propio proyecto y convocó elecciones generales anticipadas para amarrar su liderazgo en el PSOE y provocar un Armagedón con las derechas y redactar —o no— el penúltimo capítulo de la ideación unitaria a tres bandas: el socialismo irreconocible del PSOE, el populismo izquierdista al que coló el liderazgo de Yolanda Díaz aprovechando el inmenso error sucesorio de Iglesias y el secesionismo de republicanos y exconvergentes, añadiendo el repositorio del abertzalismo, que sigue entendiendo el sentido histórico de la criminalidad terrorista, y la comparsa del nacionalismo vasco democristiano inmerso en una decidida decadencia, como demuestra el destartalado artículo del lendakari del pasado jueves en El País pidiendo nada menos que una "convención" para "reinterpretar" la Constitución. Verdaderamente medieval.

"Somos muchos más"

Los resultados del 23-J fueron los que fueron e insistir sobre ellos resultaría una redundancia casi rutinaria. Aun ganando el PP la contienda estival y la anterior municipal y autonómica, Sánchez se encaramó a la plataforma de mecanotubo instalada ante la sede socialista en la calle Ferraz y, acompasadas sus palabras con el "¡No pasarán!" de centenares de simpatizantes, se declaró líder incontestable ("somos muchos más") de un bloque heterogéneo —descrito con el falso etiquetaje de progresista— pero trabado en dos energías negativas aunque eficientes: la expulsión de cualquier ecuación de poder y de acuerdo con las derechas y la superación de los márgenes del sistema constitucional, angosto para acoger los intereses de los tres mimbres del nuevo cesto del poder, al que se unía, para mayor complejidad, el partido de Carles Puigdemont y con la particularidad de que el victorioso fracaso de Sánchez se urdió en Cataluña (19 diputados y el 43% del millón de votos adicionales a los que obtuvo en noviembre de 2019) y, en consecuencia, protagonizado por un partido que, en rigor, no es el PSOE: el PSC. La absolución de Sánchez se fraguó así en los electorados más concernidos por sus políticas: además de Cataluña, el País Vasco y Navarra.

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El 23 de julio, los votantes de las listas del PSOE ya sabían lo que quizás ignoraron en las anteriores elecciones generales: que su papeleta se destinaba a un socialismo reformulado insertado en la vanguardia de un bloque con la izquierda más radical y con la miscelánea ideológica de los nacionalismos y secesionismos vasco y catalán. Nadie mínimamente informado pudo llamarse a engaño porque Pedro Sánchez —a diferencia de las simulaciones en su campaña de noviembre de 2019— ya advirtió que buscaría los votos para gobernar "hasta de debajo de las piedras". El secretario general del PSOE no se desmarcó de la coalición con Unidas Podemos y no se distanció de sus aliados parlamentarios. Tampoco tuvo palabras concesivas —ni una— para el PP, empleando a Vox como arma dialéctica de destrucción de las hiperbólicas expectativas del partido de Feijóo. Son falsas las exégesis consoladoras que suponen que los españoles votaron por la colaboración entre PP y PSOE como acreditó la frustrante reunión del pasado miércoles entre Sánchez y Feijóo. Lo imposible no se somete a votación.

Sánchez, absuelto y validado

La interpretación del resultado electoral se puso, lógicamente, al servicio del proyecto de Sánchez: su electorado le había absuelto de las decisiones que garantizó que jamás tomaría, fueran los indultos a los responsables de los sucesos de otoño de 2017 en Cataluña, fuera la despenalización de la sedición, fuera la sustitución del Congreso por una pródiga y permanente secuencia de decretos leyes que alteraron el ecosistema de la separación de poderes, fueran los pactos con la coalición de Otegi, fuera la desastrosa ley del solo sí es sí, fuera la inconstitucionalidad de los decretos sobre el estado de alarma durante la pandemia o fuera, en fin, y sin otro ánimo que el enunciativo, el ardor guerrero contra Rusia a propósito de la invasión de Ucrania, sin olvidar el cambiazo ominoso y clandestino de la política española respecto del Sahara con la autocracia marroquí. Nada le pasó factura a Sánchez y todo le fue validado según el relato de la Moncloa y Ferraz, porque se quedó donde estaba: en 121 escaños y con los mismos compañeros de viaje que, aunque mermados (salvo Bildu) en efectivos parlamentarios, paradójicamente se han convertido en cualitativos e imprescindibles soportes de la posible nueva investidura del socialista.

Según Puigdemont, él y su partido "harán mear sangre" al socialista hasta arrancarle la amnistía

Aunque Sánchez mantiene el tranquilizador criterio de que el procedimiento es el diálogo y el marco es el constitucional, la realidad le desmiente. Si en la anterior legislatura el presidente del Gobierno echó mano de eufemismos y de narrativas engañosas, ahora, al plantearse la reválida de los años precedentes, sus socios han de apurar la exigencia de sus contrapartidas. Según Carles Puigdemont, él y su partido "harán mear sangre" al socialista hasta arrancarle la amnistía y la convocatoria de un referéndum de autodeterminación. Pero los eufemismos políticos y jurídicos y la viscosidad interpretativa de las normas constitucionales, así como el sesgo constructivista inequívoco del Tribunal Constitucional, socorrerán el propósito de Sánchez, que no es otro que consolidar el bloque de poder progresista y su inquilinato en la Moncloa. No, no orinará sangre el presidente en funciones porque tiene un plan en los términos aquí descritos ("Ni error, ni rendición. Pedro Sánchez tiene un plan" de 1 de julio de 2021). El proyecto de Sánchez no es el de Puigdemont, pero no son incompatibles si llegan a un estatus quo próximo al confederalismo fáctico y lejano, por tanto, al autonomismo multilateral como el que quiere la Constitución.

Eufemismos para los secesionistas

No habrá nominativamente una ley de amnistía —ya descartada en la anterior legislatura— pero se buscará un alivio penal, expresión de una vacuidad tan fantástica como encubridora. No habrá referéndum de autodeterminación en sentido estricto, pero podría armarse una consulta prospectiva siguiendo la tesis del que fuera presidente del Consejo de Estado y vicepresidente del Constitucional, Francisco Rubio Llorente, expuesta con claridad suficiente en un artículo publicado en el diario El País el 12 de octubre de 2012 y basada en la activación del artículo 92 de la Constitución. Y ambas decisiones cuidarán la estética constitucional, pero vulnerarán —es imposible que no lo hagan— la integridad moral de la Constitución, porque la amnistía deslegitima la democracia al hacerlo a las leyes penales vigentes. Y al Supremo y a otros órganos jurisdiccionales que las aplicaron e, incluso, al Gobierno y al Senado, que aprobaron medidas de intervención en Cataluña al amparo del artículo 155 en octubre de 2017, refrendadas por sentencia del Tribunal Constitucional y, para mayor detalle, a la Corona y su posicionamiento a través del discurso del Rey del 3-O. La eventual consulta indagatoria, por otra parte, impactaría sobre el fundamento constitucional que consiste en la "indisoluble unidad" de la nación.

Vamos, pues, con los precedentes de la anterior legislatura que oficia a modo de ensayo general de la actual, al punto de quiebra de la Carta Magna de 1978, es decir, a acaecimientos disruptivos que colapsan en este caso la vigencia real —no necesariamente la formal— de las normas constitucionales que viven albergadas en la lealtad, pero fenecen con la traición al espíritu de los constituyentes. Como nos advierten los más afamados politólogos, las democracias contemporáneas ya no son víctimas de agresiones externas sino de erosiones autoinmunes.

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Si esta hipótesis de quiebra constitucional se produjese —ojalá Sánchez lo evite mediante una sensata rectificación— entraríamos en una fase terminal de la Constitución de 1978, tal como aquí se argumentó el pasado 24 de julio, y no resultaría un mero azar o una improvisación, ni siquiera solo por una pulsión de poder personal del dirigente socialista, sino también por la precipitación de acontecimientos en un contexto histórico sísmico muy propio de la idiosincrasia del inconsistente constitucionalismo español. Es verdad que el sistema dispone de contrafuertes, del apoyo de una parte imprescindible de la sociedad española que no desea un vuelco de esa naturaleza y de unas variables internacionales condicionantes, pero ese boicoteo a la Constitución nos aboca en todo caso a un futuro inmediato de inestabilidad y confrontación porque el bloque alternativo al que lidera Sánchez no está, ni mucho menos, inerme (dispone de un poder extraordinario si se optimiza y articula correctamente) y ha comenzado a salir del traumatismo psicológico del 23-J en el que se ha sumido por su fragilidad anímica, por el acoso dialéctico de la izquierda y los independentismos y por la percepción de sus abundantes errores previos y posteriores a la fecha electoral.

La ciudadanía ante la realidad

El análisis de la situación española aconseja, para ser certeros en su retrato auténtico, no tropezar en reduccionismos personalistas que sacralizan a Sánchez como el alfa y la omega de lo que ocurre. Otros, por acción u omisión, son también corresponsables, incluso lo es la incapacidad de la derecha. La coyuntura exige reflexión, inteligencia táctica y estratégica, ir al paso de la propia sociedad española, mantener los principios con la habilidad persuasiva más que impositiva, comprender que las referencias de nuestro momento son fugaces, líquidas, y que los esquemas políticos y sociales válidos se van derrumbando uno tras otro y hay que sustituirlos sin perder los principios.

Y es obligado ya de una vez dejar de adular a la ciudadanía y enfrentarla a la realidad. Y la realidad es que estamos en el punto de quiebra de la experiencia de convivencia más exitosa de nuestra historia que en diciembre cumplirá 45 años: la Constitución de 1978 como expresión de un compromiso de conciliación que pretendió recoger las lecciones de la historia española desde el siglo XIX. Son esos aprendizajes los que acreditan que el ciclo histórico que arranca de la Transición no está agotado, pero sí desgastado, aunque los anuncios funerarios envueltos en papel de celofán falsamente progresista hayan implantado el peor de los revisionismos destructivos al diluir la autoestima colectiva que se reconocía en la inédita capacidad de entendimiento tras el fin del franquismo.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Raquel Manzanares) Opinión
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El socialismo español, sin embargo, regresa sobre sus propios pasos y se sitúa en 1977 cuando ya hubo amnistía, cuando ya se restableció, legitimándola, la Generalitat de Cataluña, cuando se legalizó al PCE y cuando se firmaron los Pactos de la Moncloa. Aquellos fueron los presupuestos de la apoteosis constitucional de diciembre de 1978. Merece la pena recordarlo en plena reivindicación de una memoria selectiva y orteguianamente hemipléjica que apela a la izquierda pero que concierne también —¡y de qué manera!— a la derecha.

"Las transacciones políticas a veces son deshonrosas; pero la deshonra no proviene de haber transigido, sino de los móviles que han impulsado a transigir" (Antonio Maura. Ideario político. Frontera ediciones. 2021. Página 75).

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