Sánchez y la quiebra de las burguesías de Bilbao y Barcelona
Ahora son el Madrid de Ayuso y la Andalucía de Moreno Bonilla las alternativas a Cataluña (Junts) y al País Vasco (PNV). Los pactos de investidura de Sánchez propulsan a Bildu y a ERC, las némesis de las derechas nacionalistas
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y Aitor Esteban, exportavoz del PNV en el Congreso. (Europa Press/Eduardo Parra)
Hasta que en Madrid se ha ido amasando una clase media burguesa que se identifica ya con la ciudad, la región y su estilo de vida, las únicas que existían en España eran la vizcaína y la barcelonesa, porque en Sevilla del pueblo llano se saltaba a la aristocracia sin solución de continuidad. Ni en Madrid ni en Andalucía, sin embargo, se han organizado expresiones identitarias políticas con arraigo. Las razones son obvias: la capital de España acogía el nacionalismo español -sea lo que fuere tal cosa- y en Sevilla (solo en parte capital de Andalucía, la occidental) los estratos sociales respondían a otras claves que han hecho de la región más poblada de España el contrapeso histórico a Cataluña.
El Partido Nacionalista Vasco y, en su momento, Convergencia i Unió, han recogido el voto mesocrático del País Vasco y Cataluña, en una eficiente mixtificación de lo identitario con lo dinerario. El acento confesional, un cierto ruralismo bucólico y una idiosincrasia peculiar han singularizado a estas clases medias con posibles que han sido especialmente pragmáticas: aquietadas con el franquismo, con el que convivieron sin grandes escrúpulos, y activas en la democracia para mantener el estatus social y económico. El juego favorito de los nacionalistas vascos y catalanes ha sido el de bisagra de las mayorías parlamentarias insuficientes del PSOE y del PP. Y en la partida siempre han manejado las mejores cartas. Quizá los jeltzales más que los convergentes, pero, al final del día, con balances muy parecidos. De tal modo que el sistema político ha estado protagonizado por las dos minorías más abusivas de la historia contemporánea de nuestro país.
El PNV es una formación conservadora, de perfume democristiano, que arrastra, eso sí, la pesada culpa de criar hijos que se enrolaron en la ETA criminal para contestar, entre otras razones, al pancismo de sus padres durante la dictadura. El nacionalismo vasco se caracteriza por un sofisticado cinismo aldeano gracias al cual ha logrado el botín competencial y económico granjeado por una Constitución para la que propugnaron la abstención en el referéndum de diciembre de 1978 y de la que derivaron un Estatuto en 1979. Texto ambos que dejan abierto el portillo de una disposición transitoria que dura 46 años y que, activada, haría posible la anexión/incorporación de Navarra, no sea que, con la reducida extensión de la actual Euskadi y su decrecimiento demográfico, el futuro sea aún peor de lo que allí se presiente.
CiU fue un gran invento de Jordi Pujol que funcionó hasta 2003 pero que con el acceso de los socialistas Maragall y Montilla a la presidencia de la Generalitat se transformó, por frustración, en un independentismo insensato. El proceso soberanista fue, a fin de cuentas, el tránsito alocado de un nacionalismo con un pie en cada orilla (Barcelona y Madrid) a un encorajinado cabreo colectivo que externalizó en España sus ineficiencias y torpezas. Cataluña ha sido, desde hace siglos, un quebradero de cabeza para el Estado y sus clases dirigentes barcelonesas se han comportado con pulsiones cíclicas y desordenadas. El nacionalismo catalán ha sido a veces transaccional y, a pesar de su endogamia, ha dado figuras importantes para la política española. Miquel Roca Junyent, que el próximo viernes recibirá la Orden del Toisón de Oro, la máxima distinción personal y vitalicia que otorga la monarquía española, es una figura que sintetiza lo que pudo ser y no ha sido el nacionalismo pujolista.
Pedro Sánchez se ha transformado en el secuestrador -seguramente, también en el verdugo- de esas burguesías nacionalistas. Los pactos de noviembre de 2023 que suscribieron Junts y el PNV para investir a Pedro Sánchez han potenciado a sus respectivos adversarios territoriales. Bildu sustituirá, sin duda alguna, al PNV en la hegemonía (y lo hará con la colaboración del Partido Socialista de Euskadi como ocurre en Navarra), y ERC le come el terreno a Junts, depredado también por Aliança Catalana. El ‘sorpasso’ de ambas izquierdas nacionalistas radicales está al caer, porque a Carles Puigdemont y a Aitor Esteban les tiemblan las piernas ante la mera hipótesis de ser ellos los responsables de que caiga Sánchez y lleguen al Gobierno las derechas del PP y Vox.
Al socialista no le importa que Nogueras le dirija ‘amabilidades’ (‘cínico’, ‘hipócrita’) porque sabe que a la hora de la verdad (la moción de censura) tascará el freno. En Bilbao, un deprimido presidente del EBB del PNV sale de cuando en vez a subrayar lo difícil que lo tiene el secretario general del PSOE, pero a modo de lamento jeremíaco. Nada más. Esas derechas burguesas y nacionalistas se están quedando sin percha electoral. Van a menos, a velocidad distinta, pero de manera sostenida, constante. Con Sánchez, porque los mata. Sin Sánchez, porque se mueren. Desconcertados.
Inmigración, fiscalidad, hostilidad al empresariado, alteración de la jerarquía de los valores sociales de alguna tradición, diáspora de talentos y de juventudes, crisis demográfica… demasiados frentes para unos nacionalismos ahora paralizados, rehenes de un Sánchez temerario que les ha atropellado. Su permanencia en el poder, aun en unas condiciones tan extremas como en las que vivaquea el presidente, se debe a un sintagma que si tramposo para el electorado del PSOE (‘Somos más’) lo ha sido especialmente para el PNV y Junts. Se hundirán con el socialista y no lo harán ni Bildu ni ERC. La ruptura de Puigdemont ha sido un cuento chino y las advertencias de Esteban, brindis al sol. Ahora el Madrid de Ayuso y la Andalucía de Moreno Bonilla son las alternativas a Cataluña y País Vasco. Y Sánchez ya se ha dado cuenta de que por ahí van las cosas. Ha bastado observar cómo esos nacionalismos prefieren salvar al Gobierno que apostar por sus propios intereses, sean los nucleares de Endesa en Cataluña o los de Iberdrola en el País Vasco y en el resto de España.
Hasta que en Madrid se ha ido amasando una clase media burguesa que se identifica ya con la ciudad, la región y su estilo de vida, las únicas que existían en España eran la vizcaína y la barcelonesa, porque en Sevilla del pueblo llano se saltaba a la aristocracia sin solución de continuidad. Ni en Madrid ni en Andalucía, sin embargo, se han organizado expresiones identitarias políticas con arraigo. Las razones son obvias: la capital de España acogía el nacionalismo español -sea lo que fuere tal cosa- y en Sevilla (solo en parte capital de Andalucía, la occidental) los estratos sociales respondían a otras claves que han hecho de la región más poblada de España el contrapeso histórico a Cataluña.