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Eloy García

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La guerra civil europea

Nuestras reformas institucionales, que tan imprescindibles resultan en los campos de la justicia, la universidad o el derecho, tienen que hacerse mirando a América, que es la principal fuente creadora de riqueza en España

Foto: Pedro Sánchez y Felipe VI, en la XXVIII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. (EFE/Orlando Barría)
Pedro Sánchez y Felipe VI, en la XXVIII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. (EFE/Orlando Barría)

Maquiavelo ha sido posiblemente el intelecto más poderoso de la modernidad. A su prodigiosa lucidez debemos la primera articulación del pensar moderno. Posteriormente a él, no hay autor que no se haya embebido de sus argumentos, muchas veces para refutarlos. Pero paradójicamente Maquiavelo se demostró incapaz de identificar la principal pregunta sobre el tema que le obsesionaba y que tuvo continuamente presente mientras cavilaba cómo frenar la decadencia de Italia. En sus escritos hay propuestas acerca de como dominar una Fortuna en que veía la encarnación de la caprichosa Política, o de cómo regenerar la antigua virtù cívica, pero ni una sola línea sobre la razón que desencadenaba todo aquello. En lugar alguno aparece mencionada América. Y es que Maquiavelo no captó que el descubrimiento del Océano relegaba a su amada Florencia, entonces centro del mundo, a la condición de provincia lejana condenada a la decadencia.

Maquiavelo, que supo entender como nadie la relación pensamiento/realidad, fue, sin embargo, incapaz de abstraer el alcance de lo que tenía ante los ojos: el colosal impacto que en la verità efecttualle de los italianos —y de los europeos— estaban provocando los acontecimientos y descubrimientos que llegaban desde el nuevo eje mundial sobre el que empezaba a gravitar la existencia humana. E importa reflexionar sobre ello porque quinientos años después, parece estar sucediendo otro tanto en el fin de la modernidad.

Foto: Nicolás de Maquiavelo, autor de 'El Príncipe' Opinión

No se trata de divagar sobre la inabarcable fenomenología de lo postmoderno, pero sí de llamar la atención sobre el hecho que está deshilachando Europa y que no afecta España (antes bien la beneficia), sin que apenas tengamos conciencia de ello, evidenciando, una vez más, nuestra condición de cultura fuerte en hechos y débil en ideas. Me refiero a la guerra civil que hoy sacude Europa. Francia, Gran Bretaña, Italia, Holanda y hasta las antaño apacibles sociedades nórdicas, y por supuesto Alemania, viven una guerra interna no declarada en la que —como en Sybil, de Disraeli1— se confrontan dos naciones que se odian, pero que no pueden prescindir una de otra; que se necesitan, pero que reniegan mutuamente y que rechazan integrarse por mucho que vivan juntas, que litigan sin conciliación posible.

Basta atravesar la banlieue parisina o el centro de cualquier capital francesa, o contemplar los miles de refugiados que vagan por las costas italianas, o dirigirse al Estocolmo traumatizado por la violencia para percibir el infranqueable abismo que separa a dos comunidades que habitan en un mismo país sin que una admita a la otra. Una guerra civil postmoderna con pocos disparos pero con infinidad de víctimas, que está desencadenando un terror gigantesco y abocando hacia valores negativos demoledores de las ideas humanistas que han fraguado Europa.

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Aunque en España se hayan vivido estallidos puntuales e incluso episodios de gravedad, las tensiones son excepción y no regla. La sociedad peninsular respira paz e integración porque la emigración que llega a España procede generalmente de América y como recordaba Tocqueville, tiene nuestra misma sangre, nuestro mismo espíritu. Son hispanos que se integran y confunden en una generación, igual que los españoles lo hacen en América. Las consecuencias para la economía peninsular resultan formidables y no pueden ser recogidas por las estadísticas porque desbordan los datos oficiales de la economía y los sobrepasan con creces. Todos los sectores se benefician largamente de ello. Los que necesitan fuerza laboral y los que como en medicina, arquitectura, enseñanza precisan reponer efectivos.

No son solo ricos inversores lo que viene a la pacífica tierra ibérica, son profesionales y clases medias que huyen de la creciente precarización que allá se da. Son jóvenes que encuentran la esperanza que en sus tierras de origen les niega la injusticia y el progresivo caos que se viene extendiendo en los últimos años. Un auténtico río que desde que se implantó el euro tiene en España un refugio humanamente superior al país del dólar. Entre otros motivos, por la tranquilidad que reina en las calles españolas, por la facilidad de acogida, por la cercanía de sus gentes, por la posibilidad de integración. España es América y América es España. Y esa estabilidad social está haciendo imposible que el fenómeno Le Pen se repita en España. Se diga lo que se diga, Vox no es el resultado de que una parte de la nación se levante en revuelta contra la otra, sino un fenómeno de protesta política ligado al auge del nacionalismo catalán y vasco, que son cosas muy diferentes.

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Importa comprender la situación por una razón práctica y casi pedestre, porque a favorecerla deben tender las urgentes reformas que exige el momento español. Es intolerable que nuestro colapsado organismo de reconocimiento de títulos retrase hasta cinco años la homologación de un especialista médico que necesitamos; no se puede admitir que la desastrosa Aneca sea incapaz de convalidar expedientes universitarios; no tiene perdón de Dios el funcionamiento de la dirección general de nacionalidades; urge adecuar la policía a la lógica criminal de las bandas latinas. En suma, nuestras reformas institucionales, que tan imprescindibles resultan en los campos de la justicia, la universidad o el derecho, tienen que hacerse mirando a América, que es la principal fuente creadora de riqueza en España.

Una Europa enclaustrada en sus viejos éxitos parece haber claudicado ante los desafíos de la realidad y en la propia forma de concebirla

Pero más allá de todo ello debemos levantar la mirada, despojarnos de las antiparras de la Guerra Fría y entender que algo de mayor dimensión está sucediendo: lentamente, de manera sigilosa, se está imponiendo un gigantesco giro en la orientación del mundo que desplaza el eje de gravedad hacia el Pacífico y que no solo es económico o sociológico sino – como en Tiempo de Maquiavelo – de índole política y en el fondo cultural. Una Europa enclaustrada en sus viejos éxitos que parece haber claudicado ante los desafíos de la realidad y en la propia forma de concebirla. De Europa no vienen más que problemas de los que en ocasiones España no participa. Conviene no olvidarlo para obrar en consecuencia, y sobre todo para pensar en ello.

*Eloy García. Catedrático de Derecho Constitucional.

1Sybil, la novela de Disraeli (1845) que narra la Inglaterra de la lucha de clases, vuelve a estar de actualidad en la medida en que su pasaje central sirve para describir la situación de presente de las principales naciones europeas. En el diálogo que sostiene Egremont y Morley, el primero dice al segundo: "Nuestra soberana reina sobre la nación más grande que jamás haya existido". A lo que replica Morley: "A qué nación se refiere... Victoria reina sobre dos naciones; entre las que no hay relaciones ni simpatía; que son tan ignorantes de los hábitos, pensamientos y sentimientos de los otros, como si fueran habitantes en diferentes zonas, o habitantes de diferentes planetas; que están formados por una cría diferente, son alimentados por un alimento diferente, están ordenados por diferentes maneras y no se rigen por las mismas leyes".

Maquiavelo ha sido posiblemente el intelecto más poderoso de la modernidad. A su prodigiosa lucidez debemos la primera articulación del pensar moderno. Posteriormente a él, no hay autor que no se haya embebido de sus argumentos, muchas veces para refutarlos. Pero paradójicamente Maquiavelo se demostró incapaz de identificar la principal pregunta sobre el tema que le obsesionaba y que tuvo continuamente presente mientras cavilaba cómo frenar la decadencia de Italia. En sus escritos hay propuestas acerca de como dominar una Fortuna en que veía la encarnación de la caprichosa Política, o de cómo regenerar la antigua virtù cívica, pero ni una sola línea sobre la razón que desencadenaba todo aquello. En lugar alguno aparece mencionada América. Y es que Maquiavelo no captó que el descubrimiento del Océano relegaba a su amada Florencia, entonces centro del mundo, a la condición de provincia lejana condenada a la decadencia.

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