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El baile de Puigdemont
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El baile de Puigdemont

Desde la noche del 23-J,​ en España solo se habla del conflicto de Cataluña, de las exigencias revitalizadas de los secesionistas y de las concesiones que el partido de Sánchez está dispuesto a hacer

Foto: Acto conmemorativo del 1-O de la Asamblea Nacional Catalana. (Europa Press/Kike Rincón)
Acto conmemorativo del 1-O de la Asamblea Nacional Catalana. (Europa Press/Kike Rincón)
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Durante mucho tiempo, singularmente a partir de los indultos a los políticos condenados por la sublevación institucional de 2017, el Gobierno alardeó de haber hecho desaparecer el llamado “conflicto catalán” de la conversación pública, lo que, según ellos, sería muestra concluyente de sanación.

Si se diera por bueno ese razonamiento, habría que concluir que estamos ante una espectacular recidiva de la plaga. Porque, desde la noche del 23 de julio, en España solo se habla del conflicto de Cataluña, de las exigencias revitalizadas de los secesionistas y de las concesiones que el partido de Sánchez está dispuesto a hacer para darles satisfacción.

Lo que falla es el hilo lógico que el oficialismo vendió durante meses como si fuera el evangelio. Ni el conflicto catalán estaba resuelto antes del 23 de julio (ni siquiera en vías de una solución duradera), ni desde entonces la situación en Cataluña se agravó súbitamente como para justificar que ocupe de nuevo el monopolio del debate político, ni un acuerdo de Sánchez con Waterloo supondrá un paso decisivo hacia la solución de un problema que, más bien, tiende a cronificarse y presenta erupciones episódicas en función de las coyunturas electorales.

Foto: Pedro Sánchez besa a Carles Puigdemont en un grafiti de TVBoy en Barcelona. (Reuters/Albert Gea) Opinión
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Es obvio que la única causa de este último brote es que el resultado de las elecciones generales pone la gobernación de España en manos de Carlos Puigdemont. Si la suma del PP y Vox hubiera obtenido esos cuatro diputados que le faltaron a Feijóo para su investidura o si, por el contrario, las fuerzas que sostuvieron a Sánchez durante la pasada legislatura hubieran retenido su mayoría sin necesidad de contar con Puigdemont, no llevaríamos cerca de tres meses discutiendo sobre amnistías, referéndums, unilateralidades y demás basura conceptual. Los propagandistas del sanchismo no se estrujarían las meninges para hilar una línea discursiva que presente la amnistía como una necesidad nacional plenamente amparada por la Constitución, la derecha no andaría de manifestación en manifestación protestando preventivamente por algo que aún no ha sucedido, ni este sábado acudirían a las calles de Barcelona miles de personas tratando de emular el espíritu del 8 de octubre de 2017 (me pregunto si Borrell se atrevería hoy a repetir una sola línea de su vibrante discurso de entonces).

Se trata, simplemente, de que Sánchez necesita los siete votos de Puigdemont para quedarse en la Moncloa. Lo que es peor, si pasa el listón de la investidura, los seguirá necesitando todos los días de la legislatura. En la medida en que la supervivencia de su Gobierno dependa del respaldo de los nacionalistas catalanes, la política española y la agenda del Gobierno seguirán bailando frenéticamente al compás que estos marquen; y es cuestión de no mucho tiempo que los nacionalistas vascos, también mortalmente enfrentados entre sí, monten su propia caseta en la feria exigiendo sus propias amnistías y autodeterminaciones. ¿Por qué va a ser Bildu menos que Puigdemont?

Foto: Acto reivindicativo con la imagen de Carles Puigdemont (EFE/Marta Pérez)

Toda la algarabía de estos días sobre la legalidad/legitimidad de la amnistía y de los pasos posteriores en el viaje hacia la tierra prometida de la independencia es chatarra discursiva de ocasión, estrictamente mercenaria. Singularmente mercenaria en el caso de quienes se sienten en la obligación de teorizar las urgencias de Sánchez, como el sesudo analista transformado en legionario de la causa que, en una pieza presentada a cuatro columnas en la portada del diario gubernamental, firma esta cosa: “Las amnistías de 1976 y 1977 no se consideraron contrarias a la Constitución”. Gran argumento, teniendo en cuenta que en 1976 y 1977 no existían la Constitución ni el Tribunal Constitucional. Si así están los más dotados neuronalmente, imaginen qué se puede esperar de los Oscarpuentes que hacen méritos para obtener el “premio a la concordia” con furia digna de mejor causa.

En lugar de armar constructos argumentales de pega, sería más limpio y digerible que se planteara la cosa como es, una mera cuestión de prioridades. Es humanamente comprensible que, para algunas personas, sus vínculos biográficos prevalezcan sobre su visión de la realidad presente. Se puede explicar políticamente que otros, aunque discrepen de la orientación política del sanchismo, consideren que la necesidad de cerrar el paso a la derecha pesa más que cualquier otra consideración. Por supuesto, cabe que muchos estén sinceramente convencidos de que nada es tan prioritario para el bien de España como mantener a Sánchez en el poder, aunque ello exija lesionar valores esenciales.

Con todos ellos estaría dispuesto a discutir pacíficamente, contrastando sus prioridades con las mías, siempre que no hagan la trampa de defender, con la fe del converso, cosas en las que no creyeron jamás... hasta que se contaron los escaños del Congreso en la noche del 23 de julio.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (Reuters/Susana Vera)

En términos prácticos, el minuto de juego y resultado está así: el partido de Sánchez necesita redactar una ley de amnistía en la que no aparezca la palabra amnistía y, posteriormente, idear una fórmula para dar paso a un referéndum de autodeterminación sin que se mencionen los vocablos referéndum ni autodeterminación.

Para aumentar la complejidad del juego semántico, debe hacerse de tal forma que los independentistas, para justificar su voto favorable a Sánchez, puedan alardear en Cataluña de haber conquistado ambas cosas, la amnistía y la autodeterminación, sin que nadie desde el Gobierno confirme ni desmienta.

Además, como ha señalado Daniel Gastón, tiene que seguir siendo operativo el juego, plagado de guiños recíprocos, de que unos presenten como última línea roja o punto de llegada lo que para otros son metas volantes. Eso no resultará especialmente difícil, porque ambas partes lo han practicado intensamente durante toda la legislatura anterior. Solo hace falta que el nuevo invitado —el más importante en este momento— se preste a ello a cambio del premio mayor de entrar bajo palio en las Ramblas y después tratar de aplastar a su enemigo verdadero, que no es Pedro Sánchez ni el Estado español, sino ERC y, muy personalmente, un tal Junqueras.

Por último, el producto resultante debería empaquetarse de tal manera que terminara de maniatar por completo al Tribunal Supremo y demás juzgados implicados en los sumarios relacionados con la sublevación (incluidas sus precuelas y secuelas), y el Tribunal Constitucional, con su actual mayoría, lo diera todo por bueno sin un escándalo jurídico de tal magnitud que arruinara la carrera profesional de sus componentes.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez (i), durante su encuentro con la líder de Sumar, Yolanda Díaz (d). (EFE/Fernando Alvarado)

No es extraño que Sánchez necesite apurar el plazo legal de los dos meses para armar el mecano. Puigdemont administra su posición rectora con refinada crueldad, rayana en el sadismo. Sospecho que Sánchez no sabrá si le permitirán seguir o no como presidente hasta el último minuto del último día. Soportará tantas humillaciones como sean precisas; por ejemplo, que el poderoso prófugo le cierre el paso de especular con el voto de Coalición Canaria para dejar claro que todo está en la dirección que tome su pulgar, o que se permita descartar al líder del PSC como interlocutor válido. En eso hereda una antigua tradición del pujolismo, que siempre buscó entenderse directamente con los gobiernos del PSOE o con su dirección nacional pasando por encima del PSC.

Por cierto, la declaración de Pujol al diario independentista El Nacional marca muy claramente el camino negociador de Puigdemont. Por ejemplo, cuando subraya la inestabilidad que hoy vive España, que califica como “una situación de crisis” y, por tanto, como una gran oportunidad que debe ser exprimida hasta la última gota. “Hacer alguna cosa”, indica el patriarca nacionalista a su discípulo, “que pueda durar a través de la historia” y no pueda rectificarse en el futuro. Por supuesto, esa cosa que hay que hacer y afianzar para siempre, “aprovechando la ocasión”, no tiene que ver precisamente con la unidad de España, la integridad constitucional, el imperio de la ley o la convivencia: más bien lo contrario, lo que debería bastar para negarse a bailar esa partitura.

Foto: Un acto unitario de grupos independentistas en el Fossar de les Moreres por la Diada del 11 de septiembre. (EFE/Marta Pérez)

Lo cierto es que los partidos centrales de ámbito nacional cada vez tienen más votos y se entienden menos, mientras las fuerzas extremistas y disgregadoras cada vez tienen menos votos y mandan más, tanto como les permiten los primeros.

¿Existe una alternativa a la calamidad colectiva de que Puigdemont detente, como cantaba Aguaviva en los 70, “la sartén por el mango y el mango también”? Claro que existe: bastaría con que Sánchez y Feijóo tuvieran un rapto de sensatez y decidieran, en su próxima entrevista, hacer algo útil por su país. Quizá sea la última oportunidad.

Durante mucho tiempo, singularmente a partir de los indultos a los políticos condenados por la sublevación institucional de 2017, el Gobierno alardeó de haber hecho desaparecer el llamado “conflicto catalán” de la conversación pública, lo que, según ellos, sería muestra concluyente de sanación.

Carles Puigdemont
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