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De Puigdemont a Trump: la nueva normalidad de las "crisis constitucionales"
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Ramón González Férriz

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De Puigdemont a Trump: la nueva normalidad de las "crisis constitucionales"

El president catalán desobedeció al Constitucional. El estadounidense, al Supremo. La relevancia es incomparable, pero señala una tendencia: cada vez más políticos se resisten a someterse a la ley

Foto: El líder de Junts, Carles Puigdemont, en imagen de archivo. (Europa Press/Nùria Martínez)
El líder de Junts, Carles Puigdemont, en imagen de archivo. (Europa Press/Nùria Martínez)
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Era abril de 2017. Carles Puigdemont recibía la quinta notificación del Tribunal Constitucional en la que este le avisaba de las consecuencias penales de incumplir sus directrices. El entonces presidente de la Generalitat se fotografiaba ante las cinco con una pose desafiante y decía: "No dejaremos de seguir adelante". Muchos independentistas y simpatizantes de estos consideraban que no era una muestra de desacato. "Esto no es un intento de golpe de Estado. Esto es una crisis constitucional", repetía el director adjunto de La Vanguardia, Enric Juliana. El Tribunal Constitucional y un presidente regional con el apoyo de la mitad de la población eran igualmente legítimos, decía el argumento, por lo que estábamos en un choque que había que solventar con diálogo.

El choque se resolvió sin diálogo. No fue el Gobierno de Mariano Rajoy quien detuvo ese "golpe posmoderno", como lo definió el periodista Daniel Gascón, sino la fuerza del Estado, singularmente la de sus tribunales. Los independentistas protestaron airadamente y siguen haciéndolo: creen genuinamente que ni el Constitucional, ni ningún tribunal, están legitimados para juzgar las acciones de sus líderes.

El problema es que algo parecido está sucediendo hoy en Estados Unidos. Los tribunales llevan semanas advirtiendo al Gobierno de Donald Trump de que partes de su política de deportaciones es ilegal, pero este ha ignorado los dictámenes. La semana pasada, el conflicto fue más allá. El Tribunal Supremo señaló de manera unánime (9 votos a 0) que el Gobierno estadounidense debe facilitar el regreso a Estados Unidos de un hombre que fue ilegalmente enviado a un gulag salvadoreño. La Casa Blanca dio una respuesta embarullada que mezclaba argumentos legales con el sarcasmo y dijo que no podía hacerlo.

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Algunos estadounidenses un poco pedantes afirman que la expresión "golpe de Estado" no existe en la lengua inglesa, que utiliza el galicismo "coup d’État", por la simple razón de que esa clase de cosas nunca suceden en las democracias anglosajonas. Pero sea como sea, la prensa de Estados Unidos no deja de debatir sobre si su país se encuentra ya en una crisis constitucional provocada por la creencia de los republicanos de que, cuando el Tribunal Supremo y el presidente del Gobierno chocan, este último debe prevalecer. Por el momento, Trump no se hace fotos provocadoras —solo llamó "lunático radical de izquierdas" a un juez— y su Gobierno se limita a esquivar las preguntas. Pero su razonamiento es el mismo que el de Puigdemont: "No dejaremos de seguir adelante". La diferencia, naturalmente, es que Puigdemont es irrelevante en términos de política internacional, pero Trump es el hombre más poderoso del mundo.

Una tendencia generalizada

Sin embargo, ambos casos reflejan una realidad creciente. Muchos políticos escogidos democráticamente han decidido que el Estado de derecho no debe aplicarse a los líderes. Su excusa es de carácter político: creen que su elección no es normal, sino plebiscitaria, y que en momentos excepcionales, un líder debe tener la capacidad de ir más allá de la ley porque esta impide solucionar problemas acuciantes. Luego consideran que la excepcionalidad es la norma, y que, por lo tanto, tienen derecho a gobernar como monarcas absolutos o, más bien, como reyes locos. Solo su voluntad puede resolver las crisis.

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Estábamos acostumbrados a que esto sucediera en países con democracias de menor calidad, como Turquía o Perú, y por supuesto en las dictaduras. Pero ahora sucede en el centro del Occidente rico y democrático. Se trata de un fenómeno que no se produce de un día para otro, sino mediante un deslizamiento paulatino y constante. Al igual que en Estados Unidos, en Israel no es una novedad que los Gobiernos desobedezcan al Tribunal Supremo, pero el de Benjamin Netanyahu lo hace con más frecuencia y descaro, y hoy no es raro oír allí las palabras "crisis constitucional". Los franceses partidarios de Agrupación llaman hoy a la inhabilitación de Marine Le Pen por corrupción "crise démocratique", pero tanto si el partido llega al poder sin ella al frente, y la convierte en una presidenta no oficial, como si el partido pierde, es probable que se empiece a hablar de una "crise constitutionnelle". En Hungría las crisis constitucionales se solucionan cambiando las reglas mediante las cuales se puede cambiar la constitución. El anterior Gobierno de Polonia pensó que para resolver una crisis lo mejor era jubilar forzadamente a los miembros del Tribunal Constitucional que se oponían a sus medidas. En España, la mejor manera de que no haya crisis constitucionales con demasiada frecuencia es que los miembros del Tribunal Constitucional se sometan voluntariamente a los políticos que les escogen.

Como dice el profesor de derecho de la Universidad de Chicago Aziz Huq, nos estamos desplazando a distintas velocidades hacia "un orden constitucional completamente distinto, que ya no se caracteriza por el hecho de que las leyes limitan a los cargos electos […] La ley, por decirlo de otro modo, se convierte en una herramienta para dañar a los enemigos, no para limitar a los que gobiernan".

Era abril de 2017. Carles Puigdemont recibía la quinta notificación del Tribunal Constitucional en la que este le avisaba de las consecuencias penales de incumplir sus directrices. El entonces presidente de la Generalitat se fotografiaba ante las cinco con una pose desafiante y decía: "No dejaremos de seguir adelante". Muchos independentistas y simpatizantes de estos consideraban que no era una muestra de desacato. "Esto no es un intento de golpe de Estado. Esto es una crisis constitucional", repetía el director adjunto de La Vanguardia, Enric Juliana. El Tribunal Constitucional y un presidente regional con el apoyo de la mitad de la población eran igualmente legítimos, decía el argumento, por lo que estábamos en un choque que había que solventar con diálogo.

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