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Ramón González Férriz

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Lo último que necesitamos es una derecha noventayochista

Quien piense que el Gobierno hoy en funciones y el que muy probablemente sea el próximo complican la existencia de España no debería dejarse llevar por el poder de seducción que a veces tienen el desencanto o hasta la desesperación

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Reuters/Violeta Santos Moura)
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Reuters/Violeta Santos Moura)
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La izquierda está satisfecha. Tiene razones para ello. La estrategia que plantearon Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en 2019 resultó ser acertada: mientras el PSOE, las distintas encarnaciones de Podemos y todos los nacionalismos periféricos se unan, la derecha no contará con una mayoría suficiente para gobernar. Buena parte del programa progresista se está volviendo hegemónico en el país: en el plano económico, el Estado es un poco más intervencionista, y recauda y gasta (y se endeuda) más; en el plano moral, el laicismo, el feminismo y las nuevas identidades se están convirtiendo en posiciones mainstream; todos tenemos ya, o deberíamos tener, conciencia del enorme problema medioambiental ante el que nos encontramos. Incluso los partidos nacionalistas que encarnan valores profundamente conservadores, como el PNV o Junts, fingen hoy ser progresistas. Es un gran triunfo ideológico.

Excusas y conspiraciones

Ante ese creciente predominio, buena parte de la derecha ha recurrido a las excusas habituales. La preponderancia de la izquierda en el campo cultural, educativo y mediático. La militancia de algunas grandes instituciones multilaterales como la ONU o la propia UE. La tendencia de muchas empresas a vincular sus estrategias comunicativas a cuestiones progresistas. Todo ello tiene algo de cierto. Pero también lo es que el centro y la derecha habrían podido competir ideológicamente en todos esos ámbitos si hubieran querido. Abiertamente ridículas son, en cambio, las teorías de la conspiración que atribuyen el triunfo de la izquierda a Soros (es rico y hábil, pero no tanto), a la propaganda bolivariana (esta no es rica ni hábil) o a las teorías según las cuales hay una operación en marcha para acabar con nuestra civilización. Tampoco sirve de mucho reprochar a los españoles que voten mal.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Mariscal) Opinión
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Las preguntas adecuadas

Sin embargo, otra parte relevante del reformismo centrista y el conservadurismo está intentando hacerse las preguntas adecuadas. ¿Se deteriorará la democracia si los países ricos no hacen las reformas económicas necesarias para mejorar la productividad y la eficiencia?, planteaba el Financial Times ayer en un artículo aplicable a España. Independientemente de quién gobierne nuestro país, ¿cómo podemos lograr que respete la independencia de los poderes y la neutralidad de las instituciones?, se preguntaba un manifiesto impulsado por la Fundación Hay Derecho. ¿Cómo deberían pensarse las políticas educativas, fiscales o medioambientales para que fueran justas y, al mismo tiempo, beneficiosas para la economía?, aborda con frecuencia en sus trabajos el think tank EsadeEcPol (con el que, dicho sea en aras de la transparencia, he colaborado).

Se trata solo de ejemplos recientes que demuestran que no todo el espectro ideológico que se sitúa a la derecha del PSOE actual se ha abandonado a los lamentos o la ira. Pueden parecer especulaciones intelectuales elitistas a las que el conservadurismo ahora es reacio. Y nada asegura que sean viables políticamente. Pero son necesarias, pueden formar parte de un plan futuro —que ojalá asumiera la izquierda— y son mucho mejores que la simple queja. Es el momento de que la derecha, y singularmente la más centrista y vinculada al PP, nos cuente cuáles son sus ideas, y no solo sus aversiones.

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Porque la unión estratégica entre la izquierda y los nacionalismos periféricos plantea enormes problemas para España. Pero también lo hace que quienes no son partidarios de ella se suman en un derrotismo como el del 98, cuando, hace más de un siglo, algunos de los más destacados miembros de la intelligentsia llegaron a la conclusión de que España no tenía remedio porque estaba secularmente condenada al atraso, los malos gobernantes y las élites incapaces. Era una percepción más literaria y psicológica que objetiva: Unamuno o Baroja tenían mérito como escritores, pero no destacaron por su comprensión de la política, y no digamos ya de la economía. Sin embargo, demostraron algo que hoy es importante recordar: la sensación generalizada de decadencia engendra decadencia. La percepción de que el declive es inevitable induce y acelera el declive. Y todo ello lleva a tomar las peores decisiones posibles. Hace un siglo justo, una de ellas consistió en apoyar una dictadura. Hoy ese espectro no existe. Pero sí lo hace la letal mezcla de irritación e inoperancia.

Problemas compartidos

Muchos de los problemas políticos de España, en realidad, los comparten hoy la mayoría de países occidentales. La existencia del independentismo y su capacidad de influencia política son sin duda rasgos particulares. Pero también lo son los conflictos raciales en Estados Unidos, el subdesarrollo del sur en Italia, la nostalgia por la grandeza en Francia o la incapacidad de la Alemania rica para normalizar del todo a la vieja Alemania Oriental, que incorporó hace treinta años. En todas partes existe la sensación de que, actualmente, los liderazgos son peores, la política se ha vuelto cortoplacista, el libre mercado ha entrado en declive y el autoritarismo está a la vuelta de la esquina.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Mariscal) Opinión

Esto no debería consolarnos, pero sí sacarnos de encima la sensación de que España es única o diferente. Y, por encima de todo, la de que no tiene remedio. Como en todos los sistemas parlamentarios del norte de Europa, nuestro país se verá obligado a recurrir a coaliciones incoherentes. Como todos los países en un momento u otro, tendrá un mal presidente. Como en todas las sociedades, la mayoría de experimentos políticos saldrá mal. Son rasgos inevitables en cualquier democracia y de poco sirve lamentar el cruel destino de España.

La actual oleada progresista que vive España ha traído un puñado de cosas buenas, sobre todo las vinculadas a los valores igualitarios. Pero también ha generado innumerables problemas nuevos y se ha empeñado en no resolver otros ya viejos. Quien piense que el Gobierno hoy en funciones y el que muy probablemente sea el próximo complican la existencia de España no debería dejarse llevar por el poder de seducción que a veces tienen el desencanto o hasta la desesperación. Sino tener ideas mejores y explicarlas de manera más seductora. Lo último que necesitamos es una derecha noventayochista.

La izquierda está satisfecha. Tiene razones para ello. La estrategia que plantearon Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en 2019 resultó ser acertada: mientras el PSOE, las distintas encarnaciones de Podemos y todos los nacionalismos periféricos se unan, la derecha no contará con una mayoría suficiente para gobernar. Buena parte del programa progresista se está volviendo hegemónico en el país: en el plano económico, el Estado es un poco más intervencionista, y recauda y gasta (y se endeuda) más; en el plano moral, el laicismo, el feminismo y las nuevas identidades se están convirtiendo en posiciones mainstream; todos tenemos ya, o deberíamos tener, conciencia del enorme problema medioambiental ante el que nos encontramos. Incluso los partidos nacionalistas que encarnan valores profundamente conservadores, como el PNV o Junts, fingen hoy ser progresistas. Es un gran triunfo ideológico.

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